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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

El invierno de Frankie Machine (25 page)

A Frank se le escapó por tres días en Ciudad de México; habló con un taxista que lo llevó al aeropuerto y sobornó a un empleado de facturación que lo puso en un vuelo a Guadalajara. No estaba seguro, pero era posible que hubiese alcanzado a verlo allí en la cruz de plazas, en el exterior de la catedral. ¿Iría a rezar? Tal vez le compró una figurita de arcilla, un milagro, a alguno de los vendedores callejeros y la dejó en el altar con una limosna para pedir un milagro.

Se le escapó por una noche del hotel y averiguó que había ido a la estación de tren. Allí podría haberle perdido el rastro, pero Voorhees utilizó su tarjeta American Express para registrarse en un hotel de Mazatlán. Frank fue a la ciudad turística y se limitó a recorrer a pie la playa, preguntando a todo el mundo si alguien lo había visto y derrochando dinero. No esperaba obtener respuesta ni ocultó su presencia: al contrario, quería que Voorhees se enterase.

Bap lo llamaba «hacer que el pájaro eche a volar»:

«A lo mejor, el pájaro está a salvo escondido en el arbusto, pero, al ver al cazador, echa a volar y eso es lo que lo mata.»

Voorhees voló a Cozumel y Frank, detrás de él. Voorhees entraba y salía de hoteles de segunda. Una vez, Frank lo perdió por una hora. Llegó a verlo en Cabo, en un hotel barato a orillas del Pacífico, bebiendo una cerveza y picoteando un plato de camarones. Estaba flaco y demacrado y los pantalones le quedaban demasiado holgados en torno a la cintura.

Voorhees también lo vio; estaba seguro.

«Te vislumbró —piensa Frank ahora—. Te miró con aquellos ojos asustados y angustiados y lo supo.»

Voorhees pagó la cuenta y se marchó y Frank lo siguió, pero no había ningún lugar para hacerlo, de modo que Frank dejó que se subiera a un autobús y se marchara. Sabía que a Voorhees se le estaba acabando la cuerda.

En cada ciudad, los hoteles se habían ido volviendo cada vez un poquito más baratos y las comidas, un poco más escasas. Había empezado con aviones; después había alquilado coches y tomado trenes, pero ahora se había venido a menos y viajaba en un autobús rural, que era bastante malo, por cierto. Frank comprobó el recorrido: el autobús recorría la única carretera que subía por la costa oriental de la Baja.

Sus opciones habían dejado de ser radiales para convertirse en lineales. Había quedado atrapado él solo en aquella costa estrecha, con el mar de un lado y del otro el desierto impenetrable, y lo único que podía hacer era ir de un pueblito de pescadores al siguiente.

Frank disfrutó de aquel viaje, si es que se puede enganchar el concepto de disfrutar con el de buscar a un hombre para matarlo; pero saboreó disponer de tiempo para viajar en bus, sin nada que hacer salvo maravillarse de la campiña agreste o leer o mirar el agua increíblemente azul del mar de Cortés. Le gustaba jugar con los niños en el autobús, coger a un bebé una sola vez, para que su madre pudiera descansar un momento, y le encantaban el sol implacable y el calor agobiante y apaciguador.

Se lo pasó bien aquellos días, siguiendo a Jay Voorhees por la Baja, y casi le daba pena que estuvieran a punto de acabar.

Voorhees fue a parar a la aldea de Santa Rosalía. Había encontrado una casita de pescadores sobre la playa rocosa.

«Eso es lo que debería haber hecho desde el principio —pensaba Frank—: irse a una población pequeña, donde podría haber comprado la protección del comandante local. Nosotros le habríamos ofrecido más, desde luego, pero yo habría tardado más en localizarlo y tal vez no lo hubiese encontrado nunca.»

Pero no fue eso lo que ocurrió. Lo que ocurrió fue que Frank pasó la tarde en la cantina del pueblo, bebiendo un par de cervezas y haciendo crucigramas en una revistita en inglés que habría dejado algún turista. El tiempo fue pasando muy lentamente hasta el atardecer y el crepúsculo era débil y sutil en una costa que miraba al este, pero, cuando el azul desapareció del agua, se dirigió a la playa, a la casita de tejado de paja que Voorhees había conseguido con sus recursos cada vez más limitados.

El hombre estaba sentado en una silla tosca fuera de la casita, fumando un cigarrillo y mirando el agua.

—Lo estaba esperando —dijo al ver a Frank.

Frank asintió.

—Quiero decir que es usted, ¿verdad? —dijo Voorhees, con apenas un leve temblor en la voz—, el tío que han enviado.

—Sí.

Voorhees asintió. Parecía más agotado que asustado. Tenía cara de resignación, casi de alivio, en lugar de la dureza del temor que Frank esperaba.

«Sí —pensó Frank—, aunque puede que sea el suave resplandor que viene del mar en el crepúsculo lo que elimina esa dureza. Tal vez sea la luz que se apaga lo que hace que Voorhees parezca tranquilo.»

Voorhees acabó el cigarrillo, extrajo el paquete del bolsillo de su camisa vaquera descolorida y encendió otro. Le temblaban las manos. Frank se agachó y lo ayudó a mantener firme la cerilla. Voorhees le dio las gracias con un movimiento de cabeza. Después de un par de caladas, dijo:

—Le tengo miedo a la bala, a pensar que me destrozará la cabeza.

—No sentirá nada.

—Es solo la idea, ¿sabe?, de mi cabeza destrozada.

—No es así —mintió Frank.

«Hazlo ahora —se dijo a sí mismo—, antes de que se dé cuenta de lo que ocurre.»

Voorhees se echó a llorar. Frank vio que se le llenaron los ojos de lágrimas y que el hombre se mordía el labio para contenerlas, pero las lágrimas se desbordaron y le corrieron por las mejillas y entonces Voorhees perdió el control. Se le cayó la cabeza y los hombros le subían y le bajaban bruscamente mientras sollozaba.

Frank se quedó allí mirándolo, consciente de que estaba violando uno de los preceptos fundamentales de Bap:

«No tienes por qué ofrecerles las últimas palabras ni los últimos sacramentos —le había enseñado Bap—. Tú no eres ni guardián ni sacerdote, así que llega, haz el trabajo y vete.»

No, Bap no habría aprobado aquella escena.

Voorhees deja de llorar, levanta la mirada hacia Frank y le dice:

—Lo siento.

Frank sacude la cabeza. Entonces Voorhees dice:

—Un médico de Guadalajara me hizo una receta. Tranquilizantes.

Frank ya lo sabía. El médico se lo había revelado a cambio de doscientos dólares en efectivo. Después hablan del juramento hipocrático.

—Todavía conservo la mayoría —dijo Voorhees—. Quiero decir que creo que tengo suficientes.

Frank se lo pensó unos segundos.

—Tendré que quedarme con usted —dijo.

—Está bien.

Voorhees se levantó de la silla y Frank lo siguió cuando entró en la cabaña. Frank revisó una bolsa de lona que había sido el equipaje de mano de Voorhees y entonces contenía todo lo que poseía en este mundo. Extrajo un frasco de comprimidos —Valium en dosis de diez miligramos— y una botella de vodka, llena hasta las dos terceras partes.

Volvieron a salir. Frank se sentó en la arena. Voorhees volvió a sentarse en la silla, se echó un puñado de pastillas en la mano y las tragó con un poco de vodka. Esperó unos cuantos minutos y lo hizo otra vez y, un minuto después, tomó lo que quedaba de las pastillas y se puso a beber a sorbos de la botella de vodka, mirando al océano.

—Es hermoso, ¿verdad? —farfulló.

—Hermoso.

Un segundo después, dio un bandazo en la silla hacia atrás, después hacia delante y cayó sobre las rocas. Frank lo levantó y volvió a ponerlo en la silla. Regresó a la aldea, buscó un teléfono que funcionase e hizo una llamada para avisar a Donnie Garth que estaba a salvo.

Cuando Frank volvió a casa después de aquel trabajo, descubrió que Patty había cambiado las cerraduras de las puertas. Cansado, furioso y triste, abrió la puerta principal de una patada y entró. Llamó a un amigo cerrajero a las dos de la madrugada para que instalara cerraduras nuevas; después subió, se metió en la ducha, se sentó debajo del agua muy caliente y lloró.

La noche siguiente fue a la casa de Garth, sin saber exactamente para qué. Aparcó al otro lado de la calle y estuvo sentado en el coche durante un buen rato. Garth daba una fiesta. Observó los coches caros y las limusinas con chófer que llegaban hasta la entrada circular y miró a la gente guapa con su ropa hermosa que se apeaba y se dirigía a la puerta. Parecía una reunión para recaudar fondos para alguna obra de caridad; los hombres vestían de etiqueta y las mujeres iban en traje de noche, con el cabello recogido que dejaba al descubierto sus cuellos largos y elegantes, adornados con joyas centelleantes.

«¿Cuántas personas tienen que morir —se preguntó Frank— para que la gente guapa siga siendo guapa?»

Una pregunta para la posteridad.

El ventanal estaba abierto y dentro había un brillo dorado. Frank veía a Garth que iba de un lado a otro, como una mariposa sociable, contando chistes y manteniendo conversaciones brillantes, y Frank supuso que debía de ser su imaginación, pero le pareció oír la risa de las mujeres elegantes y el tintineo de cristales inestimables.

Habría sido un blanco fácil, lo sabía, incluso a través del cristal. Podía usar algo rápido y pesado como el rifle de un francotirador calibre 50, apoyado en la ventanilla de un coche para darle estabilidad, apretar el gatillo y esparcir el cerebro de Donnie, el niño prodigio sobre sus encantadores invitados.

«Aquello sí que habría sido de provecho para muchas personas», pensó Frank.

Si lo hubiese sabido entonces... Pero no lo sabía.

Entonces se le ocurrió que podría ser divertido entrar allí, acercarse a Garth en medio de la multitud resplandeciente y decirle: «Donnie, ya está todo solucionado, otra vez. He matado a Jay Voorhees por ti, del mismo modo que maté a Marty Biancofiore», y ver qué decían sus amigos de clase alta. Pero pensó que lo más probable era que no dijeran nada. Probablemente lo disfrutarían.

De modo que se quedó sentado en el coche, observando las idas y venidas de la fuerza pública de San Diego. A la mañana siguiente salió en el
Union-Tribune
, en la página de sociedad, que Donnie Garth había recaudado casi un millón de dólares para el nuevo museo de arte. Frank usó las páginas para envolver el pescado.

Cuando se supo que el ex jefe de seguridad del Paladín había muerto de sobredosis en México, los mafiosos enterados supusieron, naturalmente, que Frankie Machine lo había obligado a tragar las pastillas y Frank no hizo nada para sacarlos del error.

«No era más que un detalle técnico —pensó—. No te puedes escabullir de esta solo porque no le pusiste la pistola en la cabeza, porque lo dejaste elegir y le diste una oportunidad. No lo sé; es posible que eso suponga un par de siglos menos en el purgatorio o, lo que es más probable, un nicho un poco mejor en el infierno. Donnie Garth y yo por fin en la misma fiesta.»

Claro que Garth después se fue de la mui. Los federales lo metieron en una habitación y lo pió todo. Frank se quedó esperando que lo llamaran, pero no pasó nada. Tardó años en deducir por qué se salvó Donnie Garth.

39

—El cabronazo es un lince —dice Carlo.

Están sentados en el aparcamiento de un Burger King en El Centro, cien kilómetros al este de Borrego y muy cerca de la frontera mexicana. Jimmy ha desparramado al resto de la pandilla por toda la ciudad: él se quedó en el Burger King, envió a Jackie y Tony a Mickey D's y a Joey y Paulie a Jack in the Box.

—¿Cómo es que a nosotros nos toca Jack in the Box? —se había quejado Paulie.

—¿Por qué? ¿Quieres el Burger King? —había preguntado Jimmy.

—Sí, vale.

—Pues te jodes, el Burger King me toca a mí —había dicho Jimmy. En el Burger King las patatas fritas son mejores y los refrescos no tienen tanto gas. Cuando te pasas varias horas seguidas encerrado en un coche con otro tío, no quieres refrescos con mucho gas. Mira a Carlo y dice—: No llegó a ser Frankie Machine por ser gilipollas.

—Lo hemos perdido —dice Carlo—. Ahora tiene dinero y tiene la carretera despejada. No tenemos ni puñetera idea de dónde estará. Podría estar en cualquier parte.

—Tranquilo —dice Jimmy—. Hago una simple llamada telefónica y enseguida sabré dónde está.

Carlo lo mira, impresionado y escéptico al mismo tiempo.

—¿Y a quién vas a llamar?

—A los Cazafantasmas.

40

Dave observa la lucecita roja que titila en el mapa electrónico. El GPS que colocaron en la bolsa del banco con el dinero funciona a la perfección.

—Pensé que iría a México —dice Troy.

—México es un callejón sin salida —responde Dave— y Machianno lo sabe.

«Y tanto que lo sabe —piensa Dave—, como que lo convirtió en un callejón sin salida para Jay Voorhees. A la Agencia siempre le había parecido que aquel trabajo lo había hecho Frank, pero nunca había estado ni remotamente cerca de poder cargarle el muerto. Típico de Frankie Machine.»

Troy estudia el mapa.

—Parece que se dirige a Brawley —dice.

No apartan la mirada de la pantalla mientras anochece.

La luz se detiene en Brawley y pita varias veces en el mismo lugar. Hacen una comprobación y el resultado es positivo: Frank ha ido a parar al Motel y Restaurante EZ, a dos manzanas de la 78.

41

—El Motel y Restaurante EZ —dice Jimmy mientras cuelga el teléfono—. Carga el arma y vamos a bailar el
rock and roll
.

Carlo pone el coche en marcha.

Anda que «carga el arma y vamos a bailar el
rock and roll
». Quiere mucho a Jimmy, pero es medio gilipollas.

—¿Dónde queda el Motel y Restaurante EZ? —pregunta Carlo.

—En Brawley, California.

Se fijan en el mapa de carreteras: Brawley queda a apenas una hora de allí.

—Damas y caballeros —recita Jimmy al mejor estilo de un comentarista de boxeo como Michael Buffer—, para los miles de asistentes y los millones de telespectadores del mundo entero... Vamos allá. ¡Hay embrollo en Brawley!

«Hay embrollo en Brawley. —Carlo ríe entre dientes—. Será gilipollas.»

42

La ciudad de Brawley es un oasis en medio del desierto. Allá por la época de la depresión, la Agencia para el Progreso del Empleo puso a miles de personas a trabajar para abrir un canal desde el río Colorado hacia el oeste, en el desierto. El resultado es que la zona de los alrededores de Brawley produce parte de la mejor alfalfa del mundo. Es increíble sobrevolar la zona, porque, después de no ver más que kilómetros y kilómetros de un marrón desteñido e inhóspito, de pronto aparecen aquellos rectángulos de color verde esmeralda.

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