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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

El inventor de historias (27 page)

Le tendió un texto que el inventor de historias rubricó sin leerlo, cosa que hacía muy pocas veces.

—Ya está. Mi casa es suya. Que la disfrute con salud. —Sonrió—. Por cierto, esta tarde he despedido a toda la servidumbre. Dadas las circunstancias, y como no sé muy bien cuáles son los planes de usted, he pensado que sería mejor que fuesen buscando otro empleo. Si decide instalarse aquí, Pedro podrá ayudarle a encontrar otros criados.

La falta de los siervos mutiplicaba intensamente el silencio y el tamaño de la casa, que a Linus Daff se le antojó entonces de unas dimensiones casi angustiosas. Demasiada casa, pensó, y le invadió una extraña sensación al pensar que aquel lugar era ya parte de sus pertenencias.

—Ahora voy a dejarle. —Fernando Castro se puso en pie—. Quiero descansar un poco. Estos días están siendo verdaderamente agotadores. Mire, ahí viene Pedro. Gracias por todo, Daff. Nos veremos mañana.

Castro de Lema salió de la habitación utilizando el nuevo paso que Linus Daff le había enseñado, apoyándose en el bastón y encorvando la espalda. Daff y Pedro Almeiras abandonaron también la casa.

—Bueno —dijo Pedro—, creo que ya está casi todo listo. Nos marchamos mañana por la noche. Por cierto, Fernando Castro quiere que comamos los tres juntos mañana, ya sabe, a modo de despedida.

—Recuerde que es preferible que no den mucha publicidad a su marcha. —En su dilatada experiencia, Linus Daff sabía que era esencial hacer hincapié en la necesidad de discreción, y le aterraba la idea de encontrar en el puerto a un centenar de amigos y allegados prestos a despedirse entre lágrimas del indiano que regresaba por fin a la patria común.

—Tranquilo, ya hemos hablado de eso. Nuestros amigos tienen la vaga idea de que Fernando y yo habíamos previsto hacer un viaje por mar, pero tampoco hemos dado muchas explicaciones sobre el destino del viaje ni la fecha de partida. Una vez en alta mar mandaré un cable anunciando nuestra marcha pero no definiré rutas ni planes de regreso. Sin embargo, hay algo que me preocupa…

—Dígame qué es…

—¿Qué ocurrirá cuando yo vuelva solo? La gente empezará a hacer preguntas sobre Fernando Castro, y yo no sé mentir. ¿Qué voy a decirles?

—Diga la verdad. Que Fernando Castro de Lema ha decidido quedarse en Galicia. Y luego cierre el pico.

—Querrán saber más… —Pedro Almeiras conocía de sobra la curiosidad de sus amigos habaneros.

—Pues no puedo ayudarle, Pedro. Sería muy fácil si usted fuese capaz de soltar un embuste. Pero como eso es algo que le está vedado tendrá que apañárselas con el silencio. Y, de todas formas, consuélese pensando que todavía falta más de mes y medio para que empiecen las preguntas impertinentes. —Le palmeó la espalda—. Tiene por delante varias semanas de navegación, así que intente no preocuparse.

Pedro Almeiras y el inventor de historias no habían vuelto a hacer referencia a la extraña discusión mantenida la última noche. Al día siguiente, consciente de haber entrado sin permiso en asuntos privados, Linus Daff inició una disculpa, pero Pedro Almeiras le había detenido al instante:

—Déjelo, Daff —le dijo, sonriendo—, las palabras se las lleva el viento… y, además, ayer había mucho ron de por medio. Lo que es por mí, las cosas están bien.

Para el inventor de historias supuso un sincero alivio el saber que Pedro Almeiras no estaba enojado. Era incapaz de recordar con precisión las cosas que le había dicho, porque en efecto llevaba muchas copas encima, pero estaba seguro de haber invadido el territorio particular de las emociones, y eso le avergonzaba profundamente. Pero en el talante de Pedro Almeiras no había demasiado sitio para las memorias ingratas. Sabía en el inventor de historias a un amigo leal, conocía la firmeza de sus afectos y la constancia de su aprecio por él, y por eso no había dedicado ni un minuto de su tiempo a reflexionar acerca de las frases vertidas por Linus Daff en una noche de todo punto olvidable para ambos. Por eso ni siquiera le parecían necesarias las disculpas: apenas era capaz ya de recordar cuáles habían sido las faltas.

—Por cierto, Daff… no hace falta que se lo diga, pero durante mi viaje puede usted disponer libremente de la casa y de todo cuanto hay en ella. A mi regreso, y una vez que Fernando Castro se haya instalado para siempre en Vilabranca, podrá usted trasladarse. Aunque lo cierto es que empiezo a acostumbrarme a tenerle a usted viviendo conmigo… Dígame. ¿qué piensa hacer durante mi ausencia?

—Recorrer la isla. Sólo conozco La Habana, y sé que hay otras ciudades que también merecen la pena. Visitaré a Lucrecia Sánchez y a su esposo, daré algunos paseos…

El inventor de historias escrutó de modo imperceptible el rostro de Pedro Almeiras al pronunciar el nombre de Lucrecia, pero el gesto del otro siguió conservando su placidez de esfinge.

Llegaron a la casa y cenaron un guisado de cerdo con arroz que había preparado Jacinta Rodríguez. Hacía un calor sofocante aquella noche de finales de junio, y Pedro Almeiras abrió las ventanas con la vaga esperanza de dejar entrar una brisa que no existía.

—Esto es un horno —dijo, pasándose el pañuelo por la frente— y, para colmo de males, tengo que volver a salir.

—¿Ocurre algo?

El otro negó con la cabeza.

—Manías de Fernando Castro. Como nos vamos mañana, quiere que charlemos un rato y entregarme algunas cosas para que las lleve conmigo. Creo que se está poniendo un poco nervioso.

—Es natural. —El inventor de historias sabía que en las vísperas de poner en práctica una mentira, todos sus clientes comenzaban a sentir una profunda inquietud—. Dígale que se tranquilice. Le aseguro que todo va a salir según lo proyectado. Si sigue mis instrucciones no habrá un solo fallo.

Pedro Almeiras encendió un cigarro.

—¿De verdad cree que no hay ninguna posibilidad de que las cosas se compliquen?

El inventor de historias miró fijamente a Pedro Almeiras.

—Siempre la hay, amigo mío, y en su momento ya advertí de ello a Fernando Castro. En el fondo, estamos a merced del azar, de los caprichos del destino. Y nadie puede luchar contra esos elementos. Pero creo que esta vez —meneó la cabeza en señal de negativa— incluso el destino tendrá muy complicado el volverse en nuestra contra. No se inquiete. Dentro de poco tiempo brindaremos por el éxito de esta operación.

Linus Daff se acostó temprano aquella noche, y no tardó mucho en sumirse en un profundo sopor, fruto quizá del calor inclemente y del cansancio acumulado durante los últimos días. Pero a media noche algo le arrancó del sueño con una sacudida enérgica. Era Pedro Almeiras, que le tenía firmemente asido por los hombros.

—¡Daff! ¡Daff, despierte, por amor de Dios!

—¿Qué… qué es lo que pasa? —el inventor de historias luchaba como podía por sacudirse del sueño bruscamente interrumpido.

Se sentó en la cama. Frente a él, por primera vez en toda su vida, Pedro Almeiras parecía sumido en una tribulación sin límites. El gallego se dejó caer en una butaca.

—Es Castro de Lema —dijo, con la voz en un hilo—. Ha muerto, Daff.

Si Linus Daff hubiese tenido acceso al extraño testamento de Fernando Castro de Lema, probablemente nunca hubiera aceptado la proposición de Pedro Almeiras para viajar a Cuba a inventar una historia que permitiese al indiano reconstruir su pasado.

Aquella noche, cuando Pedro le despertó bruscamente, Linus Daff tuvo la certeza de que el gallego había interrumpido de golpe no sólo su sueño reparador, sino también todos los planes que había trazado para su futuro inmediato. El inventor de historias se vistió en cuestión de segundos espoleado por la tribulación de Almeiras. Tardaron sólo veinte minutos en llegar a la mansión habanera de Fernando Castro, y cruzaron de un salto el parque tropical bajo la sombra funesta de la ceiba. No había nadie en la casa. Linus Daff recordó que Castro de Lema había despedido a todos los criados después de entregar a cada uno una carta de recomendación y una generosa cantidad en metálico. No dio muchas explicaciones: comunicó a la servidumbre que iba a realizar un largo viaje y que la casa pasaría inmediatamente a manos de otra persona. Pedro Almeiras encendió las luces y guió al inventor de historias por los pasillos a media luz hasta llegar al gabinete personal de Castro de Lema. Allí, en un sillón, con los ojos cerrados y fija en el rostro una expresión de placidez extrema, Fernando Castro parecía entregado a las delicias del sueño.

—¿Está… está seguro de que ha muerto? —Linus Daff examinaba desde lejos la figura de Castro de Lema.

—Completamente, Daff. No respira. No tiene pulso…

Ignorando las palabras de Pedro Almeiras, Linus Daff se acercó al cuerpo y palpó su cuello en busca de alguna señal incompatible con el deceso, pero no encontró nada.

—Es el muerto menos muerto que he visto en mi vida —murmuró el inventor de historias, impresionado con la tranquilidad que había quedado en la cara de Castro de Lema después del zarpazo de la muerte, la docilidad de su postura en el sillón, el gesto amable de las manos que descansaban sobre el regazo del cadáver. Muerto, Fernando Castro conservaba la impronta inconfundible del hombre eternamente joven, y Linus Daff pensó que finalmente había fracasado en su intención de convertirle en un anciano.

—Llegué a la casa a eso de las doce de la noche… o es posible que fuesen las doce y cuarto, no me acuerdo bien… en cualquier caso, salí hacia aquí minutos después de despedirme de usted… —Pedro Almeiras parecía decidido a ofrecer una descripción pormenorizada de los hechos—. Él mismo abrió la puerta, ya sabe que despidió a todos los criados…

—Pedro, haga el favor de tranquilizarse. Parece que le estuviera interrogando la policía.

—Pasamos a esta habitación y hablamos durante un buen rato de cosas sin importancia. Se empeñó en hacer cuentas y en abonar los pasajes de barco que yo había comprado para los dos. Discutimos un rato porque no quise cobrárselos. Después me entregó los objetos personales que pensaba regalarme y una copia de su testamento, y también siete mil dólares en metálico. Dijo que prefería que fuese yo quien llevara el dinero para los gastos del viaje. Luego echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Llegué a pensar que estaba dormido, pero cuando quise despertarle…

Linus Daff se sentó en otro butacón y se pasó la mano por la barbilla varias veces.

—Pedro… dice usted que Castro de Lema le entregó una copia de su testamento antes de morir. ¿Le importa que lo vea?

—Claro que no —le alargó un sobre sin cerrar—. Yo ni siquiera tuve tiempo de leerlo.

Linus Daff se colocó bien los lentes antes de examinar aquel documento escrito de puño y letra de Fernando Castro.

Yo, Fernando Castro de Lema, de setenta y un años de edad, gallego de nacimiento y de fe y cubano de adopción, instituyo como mi único y universal heredero al pueblo de Vilabranca, lugar de mi nacimiento y patria mía en la que quiero me entierren.

Mi universal patrimonio, que por este testamento ordeno, deberá destinarse en su totalidad a la creación de un colegio de primera y segunda enseñanza al que tendrán acceso gratuito todos los hijos de Vilabranca.

Este Colegio habrá de ser gobernado por un Consejo Rector cuyos miembros designaré en un posterior codicilo que complementará el presente testamento y que personalmente otorgaré ante el Notario de Vilabranca.

Su primera misión será la elaboración de unos Estatutos en los que habrá de detallarse la inversión concreta de mis bienes, con la sola limitación de que deberá estar orientada a dotar el Colegio con todos los recursos humanos y materiales necesarios para que pueda llegar a ser considerado entre los mejores de Europa.

Estos Estatutos, garantía última de que mi voluntad será cumplida y mi herencia no será desviada a otros fines, deberán ser respetados por las autoridades de Vilabranca, so pena de devenir automáticamente ineficaz esta institución.

Declaro por último ser también mi voluntad el confiar a mi querido amigo Pedro Almeiras, al que siempre he amado como al hijo que nunca tuve, la salvaguarda del cumplimiento de este testamento. Sabiendo como sé que no hay cosa material alguna que desee, quiero hacer suyo lo único de vida que dejaré a mi muerte: mi memoria.

En La Habana, a 17 de mayo de 1911
.

Linus Daff leyó varias veces aquellas líneas redactadas con la pulcra caligrafía de Fernando Castro de Lema, y Pedro Almeiras creyó ver en los ojos tranquilos del inglés un signo de sobresalto.

—Pedro… escuche, porque esto es muy importante… ¿tiene noticia de que alguien, excepción hecha de usted, esté en posesión de una copia del testamento?

—Por supuesto que sí. Un abogado de Nueva York, otro de La Florida y otro de Barcelona. Al parecer, a Fernando Castro de Lema le quedaban unos parientes lejanísimos desperdigados por ahí, y tenía miedo de que alguno de ellos reclamase su parte del pastel, así que decidió cubrirse las espaldas enviando copia del texto a varios despachos legales con los que había trabajado anteriormente. —Pedro Almeiras se dio cuenta de que las pupilas del inventor de historias habían adquirido un brillo de fiebre—. ¿Qué ocurre, Daff? ¿Hay algún problema?

Linus Daff describió un gesto amargo con la boca.

—¿Un problema? Es mucho peor que eso, Pedro. Por querer hacer bien las cosas, el pobre Fernando Castro ha convertido en un imposible sus planes para Vilabranca.

—No comprendo…

—Mire —le tendió el pliego manuscrito—, aquí, en el tercer párrafo: «Este Colegio habrá de ser gobernado por un Consejo Rector cuyos miembros designaré en un posterior codicilo que complementará el presente testamento y que personalmente otorgaré ante el Notario de Vilabranca.»

—Perdone, pero sigo sin entender…

—Dadas las circunstancias, esta frase invalida el testamento. Fernando Castro habla de un codicilo donde designará a los miembros del consejo rector del centro y que él en persona entregará al notario. Pero Castro de Lema ya no está en condiciones de redactar ningún codicilo ni mucho menos de entregarlo de propia mano. Fíjese ahora en los siguientes párrafos: «Su primera misión será la elaboración de unos estatutos… Estos estatutos…. deberán ser respetados por las autoridades de Vilabranca, so pena de devenir automáticamente ineficaz esta institución.» El testamento se declara ineficaz en caso de que los estatutos no se respeten… pero sucede que no hay estatutos que respetar.

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