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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (7 page)

Un silencio fúnebre se apoderó de la sala tras las palabras del notario. Levanté la vista y miré directamente al acusado.

—Voy a proceder a interrogarlo en nombre de la Iglesia. —Hice un silencio y mis ojos se clavaron en su carne; después proseguí con una voz que resonó con fuerza en la sala—. Dígame, Gianmaria.... ¿Por qué se le ha traído ante mí?

El acusado no levantó la vista, sólo balbuceó en una mezcla de dialecto veneciano e italiano mal pronunciado.

—En verdad, no lo sé. Pensé que vos lo sabríais, pues no creo haber hecho nada malo.

Gianmaria había permanecido encerrado largo tiempo sin saber por qué. Era el procedimiento habitual, y generalmente efectivo, para propiciar el examen interno y la confesión por medio de una reflexión solitaria.

—Le hemos dado la oportunidad de defenderse. En estos días pasados enviamos a su celda velas, papel, plumas y tinta. ¿Por qué desaprovechó esa valiosa oportunidad?

Eros parecía decidido a no mostrar su rostro, permanecía cabizbajo y oculto tras su cabellera.

—Este tribunal no cree en mi palabra... Ni siquiera sé realmente qué quiere de mí. Sólo busca un tropiezo que pueda condenarme. Y ahora pregunto... ¿Es ésta la forma de llevar a cabo un juicio honesto? Me arrojáis papel y plumas sabiendo que lo único que ingiero es pan duro y agua sucia... ¿Defensa? ¿De qué defensa me habláis? Para Sus Señorías sólo son creíbles las palabras que pueden incriminarme, sólo aquellas que me condenan; cuando clamo inocencia... ahí vuestros oídos son de piedra... Mis palabras son las de un mentiroso. Señor inquisidor De Grasso, dejemos de lado mi defensa escrita: sólo me trae malos recuerdos.

—Se le acusa de herejía —continué—, de creer y enseñar cosas diferentes de las que la Santa Iglesia promulga. ¿Qué dice al respecto?

El reo tomó aire, miró al tribunal y se dirigió a mí.

—Quisiera saber quiénes son los que me acusan, pues no creo ser culpable ni de creencias ni de actos herejes.

—Sabe muy bien, señor Gianmaria, que los testigos gozan de nuestra protección y está prohibido mencionarlos en los procesos. Créame, hay gente decente que lo señala. ¿Acaso no me cree?

—Claro que sí, Su Señoría; creo abiertamente en sus afirmaciones —murmuró Gianmaria hacia el suelo.

—Sigamos adelante. Asegura entonces que las acusaciones son falsas y que los testigos mienten....

—No sé si mienten, pero sí estoy seguro de que se equivocan —afirmó Gianmaria interrumpiéndome.

—Si afirma que los que le acusan de hereje se equivocan, entonces ellos le calumnian y, en consecuencia, estarían mintiendo a este honorable tribunal.

—No digo que mientan. Digo que se equivocan.

— ¡No se equivocan...! Acaba de sugerir que ellos mienten en sus acusaciones —aclaré de forma enérgica.

—Sí, Su Señoría... Mienten. Disculpad mi confusión, soy un hombre sencillo y no sé hablar y razonar como lo hacen Sus Señorías, que son doctores y letrados.

—Bien, Gianmaria, puesto que hay gente que le acusa de herejía —comenzó Woljzowicz ansioso y directo—, ¿qué descargo ofrece en su favor?

Eros no dio importancia a la pregunta y se tomó su tiempo para responder.

—Preguntádselo a ellos... A ésos que tiran piedras, y según parece, están limpios de pecado —respondió y, tras hacerlo, se frotó la nariz y permaneció de nuevo en silencio, mirando al suelo como había hecho desde el principio, sin intención de continuar la conversación. Fue el momento adecuado para seguir adelante con mi interrogatorio.

—Gianmaria... Su acusación es de brujería, de poseer y difundir libros prohibidos, de efectuar ritos satánicos y, sobre todo, de ser el autor de horribles homicidios en sacrificio a sus heréticas creencias. ¿Es esto cierto?

—Preguntadle a mis delatores; si ellos lo afirman, ya tenéis la sentencia que deseáis. Después podéis quemarme y hacer saber al pueblo lo desgraciado que fui como persona.

—Tiene que validar las delaciones afirmándolo con su boca. Debería sincerarse y admitirlo. Si así lo hace, cerraremos su caso.

— ¿Qué valor tiene mi palabra? ¿Acaso no es la misma que silencian al encerrarme? Si en verdad tuviese valor, la usaría. Por otro lado, sincerarse es algo personal y seguro que lo haría ante quien considerara digno.

—Somos dignos para escuchar sus penas; quién mejor que nosotros para oírlas —susurró el fiscal desde su asiento.

El acusado levantó por primera vez la vista y clavó sus ojos en Woljzowicz. Gianmaria descubrió su rostro mostrando unos pómulos curtidos como cuero y una nariz desviada, con el tabique nasal roto. Su barba, no demasiado larga, era inmunda en apariencia, llena de sudor y saliva reseca.

— ¿En verdad os creéis digno de confesar? —le espetó, desafiante.

Woljzowicz se quedó atónito antes de enrojecer y responder airado:

— ¿Qué intenta decir? ¿Acaso duda de mi honestidad? No olvide que soy fiscal... Debe mostrar respeto a mi cargo.

Gianmaria no parecía molestarse ante la irritación del polaco.

—Este hombre de cabello blanco —continuó, señalándole— es bien conocido por su afición a las monedas. Un monje mezquino, que imparte los sacramentos sólo a cambio de dinero, ¿es digno de confesar? Ni las indulgencias que el Santo Padre pudiera firmarle ni el oro que tiene en sus bolsillos lo harían escapar del fuego. ¿Esperáis, realmente, que me sincere con vos? —Gianmaria parecía conocer bien al fiscal, quien gozaba de muy mala fama entre el vulgo.

Woljzowicz estalló en cólera y dio un fuerte golpe a la mesa.

— ¡Esto es un atropello! ¡Es demasiado en boca de un hereje...! Silencien al irrespetuoso.

Dragan indicó a los carceleros que golpearan al reo, pero yo no dudé en ponerme de pie y detener la paliza. Por mucho menos, los carceleros le habrían roto los huesos a Gianmaria. El polaco no podía creer lo que veían sus ojos, el inquisidor en persona poniéndole en entredicho.

— ¡Que nadie se tome la justicia por su mano en esta sala! —Grité con el dedo en alto—. Yo soy quien preside el tribunal y no toleraré abusos de poder.

Me di cuenta de lo vergonzosa que era la situación para Woljzowicz, pero mi intención no era perjudicarlo, sino conseguir mi propósito: obtener de Giamaria la valiosa información que me interesaba. Eros sonrió y continuó ensañándose verbalmente con el polaco.

—Pareciera que el señor Woljzowicz conoce bien y hasta domina las prácticas alquímicas, pues puede transformar sus palabras en oro. ¿O no son ciertos los rumores de que corre hacia los lechos de muerte para sacramentar a los más poderosos? Es un arte mágico el suyo, pues sólo por otorgar la extremaunción sus bolsillos engordan... ¿Cuántos de nuestros ducados «mágicos» daríais ahora por verme sufrir? —Eros le preguntó directamente al polaco, que le miraba rabioso—. Cuánto oro noble genovés contienen vuestros bolsillos y cuánto odio contiene vuestro corazón, señor Apóstol de Cristo.

Woljzowicz se incorporó, y con el semblante encendido tomó el abrecartas del escritorio y amenazó al reo. Los guardias empuñaron sus espadas y no quitaron sus ojos del preso: ellos velarían por la seguridad de cualquier miembro del tribunal.

— ¡Dragan! —Gritó el notario—. Tomad asiento. Tranquilizaos... ¡Tomad asiento, por el amor de Dios!

La animosidad tardó varios minutos en cesar. Gianmaria fue seriamente advertido de que sería castigado si porfiaba en sus ofensas y, poco a poco, la vista prosiguió en una aparente y poco creíble normalidad.

—Gianmaria —continué—, le prometo conducir esta sesión de manera ordenada y sin agravios. ¿Está dispuesto a responder en los mismos términos?

—Veo que el Ángel Negro ofrece una tregua. ¿Acaso podré confiar en vuestra palabra?

Me quedé atónito al oír pronunciar mi apodo, con tanto descaro, ante el tribunal. Pero contuve la ola de ira que me inundó, determinado a cumplir con la misión que me había encomendado el Santo Padre, y repliqué:

—Eso sería, sin duda, un paso adelante en nuestras relaciones, ¿no lo cree así?

—Así es. —El acusado pareció comprender.

Provoqué un breve silencio y luego proseguí. El interrogatorio no había hecho sino comenzar.

— ¿Se considera inocente?

—Sí, Su Señoría. Todo es una conspiración contra mi persona.

— ¿Cree que los testigos, que son personas honestas de la comunidad, cometen perjurio y le acusan de forma inmerecida?

—Sí, Su Señoría.

—Entonces, sus creencias son, en verdad, las mismas en las que la Santa Iglesia cree y profesa.

—Sí, Su Señoría.

— ¿Cree y predica doctrinas diferentes a las que la Iglesia romana declara como verdaderas?

—No, nunca, Su Señoría.

— ¿Es judío?

—No tengo nada que ver con judíos... Nunca me enredé con ellos.

—Por tanto, afirma no ser ni hereje ni judío. ¿Cree ser cristiano?

—Sí, Su Señoría.

—Afirma, pues, que su fe es la cristiana. Entonces, ¿cree en Cristo nacido de María, que sufrió como hombre, fue condenado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y resucitó de entre los muertos?

—Creo.

— ¿Cree que el pan y vino consagrados en la Santa Misa se transforman en el Cuerpo y Sangre de Cristo por causa divina?

—Creo.

—¿Cree en la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, como Dios Uno y Trino, la doctrina central de todo aquél que se llame cristiano?

—Creo.

— ¿Cree en Jesús como el Verbo de Dios encarnado?

—Creo.

— ¿Cree en el Verbo de Dios como Dios verdadero, tal cual enseñan nuestros ministros y fundamenta el versículo uno del capítulo uno del Evangelio de san Juan?

—Creo.

— ¿Cree en Cristo y en la unión de sus dos naturalezas divina y humana en un solo hombre?

—Creo.

— ¿Cree en la Virgen María como madre que dio a luz al Verbo encarnado por fecundación divina?

—Creo.

— ¿Cree entonces que María es la madre de Dios en cuanto a la naturaleza de los hombres?

—Creo.

— ¿Cree en la Santa Iglesia, el Papa, los obispos y el clero, como sucesores directos en la tierra de Pedro y los apóstoles?

—Creo.

— ¿Cree en la potestad otorgada por Jesús a su Vicario en la tierra y en la autoridad del Sumo Pontífice como interlocutor de Cristo, por medio del Espíritu Santo?

—Creo —susurró Gianmaria algo fatigado ante mis rápidas y constantes preguntas.

—Bien. Entonces llegó el momento de jurar vuestras afirmaciones, que el notario ya ha asentado en el libro de esta sesión.

— ¿Jurar no está prohibido para nosotros los cristianos? —preguntó el hereje.

—Yo no le obligaré a jurar, lo dejo a su criterio, pues si le obligara podría decirme que le hice cometer una falta contra la fe y transferiría el pecado a mi persona. Pero si quiere jurar sin mi autorización, lo escucharé.

— ¿Y si no juro?

—Me parecería sospechoso... ¿No cree?

— ¿Y cómo he de jurar?

—Ponga en alto su mano derecha y evite cruzar los dedos. Luego jure que sus afirmaciones religiosas son verdaderas... Jure por los Santos Evangelios.

Gianmaria sonrió. Luego alzó su mano derecha y dijo mirando al polaco.

—Juro que mis afirmaciones son veraces. Lo juro por los Santos Evangelios.

En ese momento fui yo el que sonrió. Gianmaria había mordido el anzuelo.

—Notario, ordenad que traigan las pruebas —dije sin dejar de mirar al reo.

Un monje entró en la sala llevando consigo una caja de madera y el cofre que traje de Roma, y los dejó ante mí sobre la mesa del tribunal. Extraje de la caja dos libros de tapa dura manuscritos en italiano. Abrí uno de ellos y mostré su contenido al tribunal.

—Un libro en italiano con deplorables historias y conjuros. Mirad estos dibujos: un papa con cabeza de chivo, un cardenal con pies de lobo y cortesanas a su alrededor. ¿Qué clase de literatura es ésta?

Miré al hereje antes de mostrar el contenido del segundo libro.

—Lean con cuidado estos títulos: Adorar al tercio de las estrellas fijas, El oráculo del fondo del mar, Las siete diademas de su frente, El dominio de las siete cabezas... ¿Acaso no es esto literatura diabólica?

Dejé los libros en la mesa y abrí el pequeño cofre para sacar de él dos pequeños sacos de tela. Bajo la mirada atenta del tribunal volqué el contenido de uno de ellos sobre la mesa.

—Tierra negra, sin duda, procedente de algún cementerio. —Seguí con el otro—. ¿Y qué creéis que es esto? —Al vaciar el saco había caído sobre la mesa un fragmento de maxilar humano, que conservaba restos recientes de tierra y de encarnadura—. Esto fue encontrado en su última casa, en Venecia. ¿Acaso no es prueba de satanismo, de cultos idólatras y de sus inmundicias? ¿Acaso no es suficiente prueba de que miente a este tribunal, que ha jurado en falso y que se burla de mis piadosas intenciones de seguir este interrogatorio sin recurrir al tormento?

Gianmaria replicó con su clásico tono irreverente:

— ¿Cómo sabéis que todo eso me pertenece?

—Fue requisado cuando le detuvieron en Venecia.

— ¿Quiénes son Sus Señorías para imponerme la posesión de esas miserables pruebas?

—Somos religiosos. ¿Acaso dudáis de la honestidad de los dominicos y de su juicio ecuánime?

— ¡Mentiras! ¡Toda una sarta de mentiras! Inventaríais las pruebas con tal de condenarme. ¿Pensáis que tenéis el caso resuelto por un par de huesos y un mugriento puñado de tierra negra...? Si os parecen pruebas suficientes, es ridículo por mi parte pensar en defenderme ante un tribunal supersticioso como éste. ¡Tierra y huesos! ¿Qué delito es ése?

— ¡Silencio! —grité—. ¡Es un mentiroso con lengua de serpiente! Queda claro que ha jurado en vano y miente por boca del diablo. Tengo razones sobradas para condenarle por hereje.

—Esas pruebas no son válidas —insistió el brujo.

—Insiste, bajo juramento, en que no son sus pertenencias —intervino Woljzowicz—. ¡Jure su inocencia si en verdad tiene la conciencia tranquila!

— ¡Un demonio voy a jurar! —gritó Gianmaria, encolerizado y como poseído—. Polaco profano e insolente... Veo que en vez de asistir a doctrina vos preferisteis siempre los burdeles. ¡Monje vicioso!

— ¡Blasfemia! —Gritó el polaco poniéndose de pie—. ¡Está insultando de nuevo a este tribunal! Merecería que le cerraran la boca para siempre. Cuando se le muestran las pruebas que le delatan no hace otra cosa que mentir.

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