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Authors: Mary Kirchoff & Steve Winter

Tags: #Fantástico

El incorregible Tas (28 page)

¿Qué ocurre? ¿Por qué te has parado
?

No estoy seguro
, respondió.
Me be quedado atascado en algo, pero…, ¡oh, no
!

¿Qué pasa
?

La voz de Tas sonó ronca por la aprensión.

Es una tela de araña y estoy enredado en ella. Tengo inmovilizadas las alas y las patas, y cuanto más me esfuerzo por soltarme, más me enredo
.

Espera
. Selana se soltó de la espalda del mago y regreso hacia la puerta. Tenía a la vista la telaraña cuando Tas, que se debatía para soltarse las patas, oyó el grito de la joven.
¡Encima de ti, Tasslehoff…, la araña
!

El kender alzó la vista a tiempo de ver un monstruo peludo y marrón, con las fauces rezumantes de veneno, deslizarse a toda velocidad por la pegajosa tela en su dirección. Antes de que tuviera tiempo de hacer nada, lo tenía encima, enrollándolo con un hilo mientras lo sujetaba con las patas traseras. Tas sintió tensarse el filamento a cada vuelta. No estaba asustado (los kenders rara vez sienten miedo), pero la situación le parecía grave. Al mismo tiempo, se sentía fascinado, maravillado por la eficiencia y la rapidez de la araña. Cada vez que le daba una vuelta veía su propia cabeza, negra, reflejada en los ojos compuestos de la araña.

Selana pasó revoloteando impotente junto a la tela, demasiado asustada para acercarse y demasiado aturdida para pensar con claridad. Los hilos empezaron a cubrir la cabeza de Tas. Los fríos ojos de la araña se cernieron sobre el cuello de su víctima, apuntando antes de inyectar la sustancia paralizadora. Tas cerró los ojos y se relajó. Un instante después, en medio del destello de chispas minúsculas, la mosca se convertía en un ratoncillo de pelaje marrón. Los hilos que lo envolvían se rompieron, al igual que la propia tela, y Tas se precipitó al suelo pero, dando un giro en el aire, consiguió aterrizar sobre las cuatro patas. La araña cayó un trecho, pero enseguida se aferró a un hilo por el que trepó a toda velocidad hacia la seguridad del techo.

Selana, con una risa que rozaba el histerismo, se posó junto a Tas y se transformó también en ratón. Con las patas todavía temblorosas, observó a Tas que estiraba los miembros doloridos.

¿Por qué no se te ocurrió esa idea en el primer momento
?, le preguntó.

¿Por qué no me lo sugeriste tú
?, replicó el kender.
En cualquier caso, todo ha salido bien. ¿Por qué estás enfadada
? Selana hizo caso omiso.
Mira, ahí tenemos al Tuerto
.

Vieron que el hechicero se había detenido ante una puerta, al final del largo corredor iluminado con velas. Los dos ratones se deslizaron a hurtadillas por el pasillo, pegados a la pared y manteniéndose al abrigo de las sombras hasta que llegaron a un par de metros de la puerta. El hechicero abrió la lisa hoja de madera y cruzó el umbral. Tas, más adelantado que Selana, vio que al otro lado había una habitación, pero la puerta se cerró antes de que tuviera ocasión de cruzarla.

Los dos ratones avanzaron con cautela. Sus aguzados oídos captaban los movimientos del hombre al otro lado de la hoja de madera; entre el extremo inferior y el suelo de piedra quedaba una rendija de casi tres centímetros, hueco más que suficiente para que dos ratones se metieran, aunque con esfuerzo.

Tú primero, por favor
, invitó Tas, señalando el resquicio con su bigotudo hocico.

Selana se deslizó en silencio bajo la puerta, seguida de inmediato por el kender. Los dos amigos se preguntaban qué horrores encontrarían al otro lado.

13

La moneda de dos caras

Con la mano sana, Balcombe echó unos fragmentos del cerebro de una ardilla en el interior de un cuenco de barro. Realizaba su trabajo en una mesa de madera de un metro de altura, instalada en el laboratorio anexo a sus aposentos del castillo Tantallon. El cuarto era pequeño, si se comparaba con el tamaño habitual de un laboratorio mágico, pero resultaba amplio con respecto a las habitaciones de un castillo normal. En la pared exterior había una tronera por la que penetraba algo de luz, pero para iluminar el cuarto eran precisas las antorchas.

Con el entrecejo fruncido, lamió las últimas gotas de sabor amargo que quedaban en un cuenco de porcelana. Los efectos del conjuro, hecho con una perla blanca como la nieve y una pluma de lechuza remojada en vino, agudizaron sus sentidos de un modo desagradable. Los sonidos adquirieron una calidad discordante, llenándole la cabeza con molestas vibraciones; los olores trajeron consigo una inquietante sensación del tiempo y las secuencias de pasados acontecimientos; y, lo peor de todo, colores y formas se hicieron mucho más específicos, como si estuviesen disociados y se los pudiera examinar individualmente. Claro que ése era el propósito. El elixir lo facultaba para identificar las características de un artilugio mágico. Podía, literalmente, ver, sentir, oír y oler el potencial del objeto. En este momento, lo que examinaba era el brazalete de cobre que llevaba en la muñeca. Balcombe pasó los dedos sobre el metal como si acariciase a una amante. Le gustaba el tacto de las joyas; era una sensación placentera que casi alcanzaba la condición de sensual con ciertas piezas. Ésta en particular le producía ese estímulo, incrementado por las gemas incrustadas en su superficie; sentía debilidad por cualquier clase de piedra preciosa tallada.

Era evidente para Balcombe que el brazalete revelaba el futuro a quien lo llevara puesto, a través de visiones, como había dicho el patético hombrecillo timador. Lo verdaderamente curioso eran los antecedentes de la joya. Al parecer había sido fabricada por un enano, pero en su realización había también detalles que apuntaban la inconfundible influencia elfa. No alcanzaba a identificar con precisión el reino elfo involucrado, pero no era Silvanesti ni Qualinesti; de eso estaba seguro. Un tenue pero persistente aroma se aferraba a la joya, un olor salino que le resultaba desconocido. Tal vez procedía de la isla de Sancrist, o incluso de algún lugar más lejano.

Fuera cual fuera su origen, Balcombe sospechaba que, tras un período de veinticuatro horas, una persona con la pericia necesaria sería capaz de hallar respuestas específicas a un buen número de interrogantes sobre un futuro inmediato. Su potencial era enorme para un usuario experto, si bien dominar por completo su manejo llevaría bastante más tiempo y práctica. Decidió llevarlo puesto a lo largo de todo un día la semana próxima; ahora, no obstante, estaba demasiado cansado para experimentar con él. Por tanto forcejeó para sacarse el brazalete de la muñeca; la joya le quedaba un poco ajustada. Por fin logró sacársela y la puso sobre el tablero de la mesa.

Los hombros del hechicero se hundieron por el agota miento. La realización del conjuro le había llevado diez horas; las ocho primeras las dedicó a purificar el brazalete, como requería el sortilegio de identificación, a fin de eliminar cualquier influencia que alterara o enturbiara la sensibilidad incrementada por la magia. Estaba a punto de finalizar esta fase del conjuro cuando fue interrumpido por el inesperado despertar de su más reciente zombi, el que antaño había sido Omardicar el Omnipotente.

Lo había irritado sobremanera encontrar allí a los cuatro extraños, y más aún porque habían destruido a un zombi del que no había tenido oportunidad de servirse. El enano y el semielfo capturados apenas le habían dado información, salvo que iban tras el brazalete, pero no habían sido capaces de determinar el motivo. Balcombe pensó en los dos prisioneros, a los que tenía a buen recaudo tras las rejas. Eran mucho más inteligentes y perceptivos que el falso visionario y habían sido un reto mucho mayor para su mente. Los había tanteado, tanto verbal como mágicamente; el enano le había dado poca información al tener una resistencia natural contra la magia. El semielfo no le había revelado mucho más. Existía una leve conexión entre ellos y el que llamaban Delbridge, el último y mal aprovechado zombi de Balcombe; de hecho, sostenían que ni siquiera lo conocían en persona, afirmación cuya veracidad comprobó el mago mediante un conjuro detector de mentiras. Cuando dio por concluido el interrogatorio, Balcombe estaba bastante seguro de que no sabían nada de su intervención en la desaparición de Rostrevor.

Serían unos zombis excelentes.

Aguardó impaciente la noticia de que los dos que habían escapado, la extraña mujer de piel pálida y el kender, habían encontrado la muerte en las garras de su monstruo de sombras. No quería correr ningún riesgo; no cuando estaba tan cerca de su meta final. Balcombe bostezó y parpadeó; le pesaban los párpados. La tensión producida por la preparación del sortilegio lo había agotado físicamente, pero los sucesos en la mazmorra y los calabozos le habían provocado una gran agitación mental. Sentía una necesidad imperiosa de relajarse y descansar. Cogió un cuenco azul de una estantería, así como la navaja que utilizaba para afeitarse la cabeza. Con ambos objetos en la mano, cruzó el sucio suelo del laboratorio y pasó por la puerta que llevaba a un dormitorio ricamente alfombrado y equipado. Se acomodó en un diván de terciopelo malva y se reclinó entre el montón de almohadones de plumas.

Balcombe dejó el cuenco en el suelo. Extendió el brazo izquierdo por el borde del diván y lo colocó sobre el recipiente; luego abrió la navaja y puso el filo cortante contra la parte carnosa de la palma de la mano. Permaneció así durante varios segundos, saboreando por anticipado lo que estaba a punto de hacer. Un tenue entramado de cicatrices, finas como un cabello, se marcaba en la palma, paralelas a la afilada hoja de la navaja. Con un brillo de enajenación en los ojos, el hechicero ejerció la presión justa para abrir un corte superficial en la palma. Luego, esbozando una sonrisa tirante, movió la hoja hacia sí. A medida que la navaja se deslizaba, los bordes de la carne herida se alzaron. Un hilillo de sangre fluyó bajo el acero, y luego corrió, cálido y rojo, por la palma inclinada, para gotear dentro del cuenco que estaba en el suelo. El flujo brotaba al ritmo del pulso, y su cabeza se movió arriba y abajo al compás del sedante y acompasado palpito. Muy pronto, unos minúsculos arroyos de sangre se entrecruzaban por su mano, siguiendo el trazado de la fina trama de cicatrices marcadas en la piel. Poco después, la palma estaba enrojecida por la sangre y empezaba a ponerse pegajosa mientras el fluido carmesí se iba coagulando.

El descubrimiento de que la contemplación de su propia sangre lo tranquilizaba, de que la sensación de su propio dolor lo excitaba, le había llegado una noche plagada de horrores, diez años atrás. En aquella noche húmeda, bañada por la luz de la luna, un destrozado aprendiz de mago se había tambaleado al borde del Abismo, para, en el último momento, burlar a la muerte merced a un trato con el demonio en persona.

Balcombe había aprendido mucho desde entonces. El antaño iniciado se había asegurado una posición como mago de la corte de un Caballero de Solamnia maniático y expatriado, en un apartado rincón de Abanasinia. Había tenido plena libertad —e incluso remuneración— para perfeccionar sus aptitudes mágicas al amparo del lujo y la opulencia, sin interferencias, sin atraer la atención sobre sí mismo. Tenía libertad para atizar el fuego de su rencor contra aquellos a quienes consideraba responsables de su fracaso en la Prueba de la Torre: el Cónclave de Hechiceros, que había dirigido la Prueba y después lo había dado por muerto.

Nunca había llegado a la conclusión de a cuál de las tres Ordenes odiaba más por participar en su humillación. El jefe del Cónclave, Par-Salian, era un poderoso hechicero de los Túnicas Blancas. En el tiempo en que Balcombe lo conoció —cuando a Balcombe le encargaron su primera misión como aprendiz—, el archimago de mediana edad se había mostrado distante, como si la conversación fuera una molesta distracción que lo apañaba de su verdadero trabajo, que, en apariencia, estaba demasiado concentrado en la teoría. Balcombe estaba convencido de que había sido Par-Salian quien había proyectado la Prueba.

En la época en que Balcombe se sometió a la Prueba, Justarius acababa de ser nombrado portavoz de los Túnicas Rojas, la Orden a la que Balcombe pensaba incorporarse. En la actualidad, a Balcombe lo enfurecía la neutralidad de la Orden, sobre todo por el hecho de que había impedido a Justarius intervenir en favor del joven aprendiz en el momento más acuciante de la Prueba.

Y quedaba Ladonna. También de mediana edad, la hechicera de cabello gris plomizo era la portavoz de la Orden de los Túnicas Negras. Balcombe la conocía menos que a los otros, ya que durante su aprendizaje nunca había tenido en cuenta la posibilidad de vestir la Túnica Negra. A decir verdad, la consideraba la menos responsable de todos a causa de su alineación con el Mal.

Por ello, precisamente, quería ocupar su puesto en el Cónclave.

¿Cabía mayor venganza que Par-Salian y Justarius tuvieran que tratar como a un igual a quien no había superado la irrealizable Prueba proyectada por ellos? Alcanzaría un poder mucho mayor del que jamás había imaginado cuando hizo su primer viaje al bosque de Wayreth.

Ojalá Hiddukel mantuviera su parte del trato hasta el final.

Balcombe había aprendido mucho sobre negociaciones desde que había aceptado este pacto. Después de diez años y la entrega de incontables almas desde el momento en que cerró el acuerdo con el dios del Mal, en la oscuridad del bosque de Wayreth, el hechicero tenía un plan que lo ayudaría a alcanzar su meta y pondría punto final al compromiso contraído con Hiddukel de una vez por todas. Ofrecería al dios de los acuerdos fraudulentos, al traficante de almas, un espíritu tan prístino, tan inestimable, que el dios consentiría en anular su contrato verbal con Balcombe con tal de apoderarse de él.

Pero el hechicero planeaba pedir un precio aún mayor. Hiddukel le había prometido poder y venganza mucho tiempo atrás. Lo primero ya se le había concedido, puesto que Balcombe era, sin lugar a dudas, el hechicero más poderoso de la región. Ahora también tendría la venganza al reclamar como suyo el puesto de Ladonna en el Cónclave.

Al recordar cómo pensaba abordar el tema con el dios, Balcombe ejerció presión sobre la herida de la palma hasta que dejó de sangrar y después hizo un vendaje prieto con una tira limpia de seda que sacó de una caja esmaltada que estaba a los pies del diván. Llevó el pequeño cuenco al laboratorio y allí mezcló unos polvos de aroma dulzón con la sangre hasta hacer una pasta, que colocó sobre las rojas ascuas de un brasero; a continuación inclinó la cabeza sobre la ondeante humareda que salía del cuenco. El denso vapor eliminó el agotamiento de las últimas diez horas y dejó a Balcombe alerta y despejado.

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