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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

El imperio de los lobos (29 page)

Mathilde Wilcrau pasó a la pregunta crucial:

—Los hombres de Charlier, ¿dónde buscan? ¿Cuántos son?

—No lo sé. Estoy fuera de juego. Para Charlier, el programa está cerrado. No tiene más que una prioridad: encontrar a Anna y retirarla de la circulación. Leéis los periódicos. Sabéis lo que pasa con los medios, con la opinión pública, cuando se descubre una simple escucha telefónica no autorizada. Imaginad lo que ocurriría si el proyecto saliera a la luz.

—Así que soy la pieza que hay que abatir… -murmuró Anna.

—La paciente que hay que tratar, más bien. No sabes lo que tienes en la cabeza. Debes entregarte, ponerte en manos de Charlier. En nuestras manos. Es la única manera de que te cures… ¡Y de que todos nos salvemos! — Las miró por encima de las gafas. Las veía borrosas. Mejor así-. ¡Dios santo, no conocéis a Charlier! insistió-. Estoy seguro de que ha actuado con total ilegalidad. Y ahora está haciendo limpieza. A estas horas, ni siquiera sé si Laurent seguirá vivo. La cosa está jodida, a menos que aún podamos tratarte…

La voz se ahogó en su garganta. ¿Para qué continuar? Él tampoco creía en esa posibilidad.

—Todo eso no explica por qué le cambió el rostro -dijo Mathilde con su flema habitual.

Ackermann sintió que sus labios esbozaban una sonrisa: esperaba aquella pregunta desde el principio.

—Nosotros no te cambiamos el rostro.

—¿Cómo?

El neurólogo volvió a mirarlas a través de los cristales de las gafas. La estupefacción había petrificado sus facciones. Clavó los ojos en las pupilas de Anna.

—Cuando te encontramos, ya tenías ese aspecto. Al hacerte las primeras tomografías, descubrí las cicatrices, los implantes, los clavos… Era increíble. Una operación de estética completa. Una intervención que debió de costar una fortuna. Desde luego, nada que pueda pagarse una obrera ilegal.

—¿Qué quieres decir?

—Que no eres una obrera. Charlier y los demás se equivocaron. Creían que habían secuestrado a una turca anónima. Pero eres mucho más que eso. Por disparatado que pueda parecer, creo que ya te escondías en el barrio turco cuando la policía te encontró.

Anna rompió a llorar.

—No es posible… No es posible… ¿Cuándo acabará todo esto?

—En cierto sentido -siguió diciendo Ackermann con extraño encarnizamiento-, eso explica el éxito de la manipulación. Yo no soy un mago. Jamás habría podido transformar hasta ese punto a una obrera recién llegada de Anatolia. Sobre todo, en unas semanas. El único que se lo traga es Charlier.

Mathilde se detuvo sobre aquel último punto:

—¿Qué dijo cuándo le explicaste que Anna se había operado la cara?

—No se lo dije. Era algo delirante; se lo oculté a todo el mundo. — Ackermann miró a Anna-. Incluso cambié las radiografías el pasado sábado, cuando viniste a Becquerel. Las cicatrices aparecían en todas las placas.

—¿Por qué lo hacías? — preguntó la joven secándose las lágrimas.

—Quería completar el experimento. Era una ocasión demasiado buena… Tu estado físico era ideal para intentarlo. Solo importaba el programa…

Anna y Mathilde se quedaron mudas.

Cuando la pequeña Cleopatra recobró el habla, su voz era tan seca como una hoja de incienso.

—Si no soy Anna Heymes ni Sema Gokalp, ¿quién soy?

—No tengo ni la menor idea. Una intelectual, una refugiada política… O una terrorista. Yo…

Los fluorescentes se apagaron por enésima vez. Mathilde no se movió. La oscuridad parecía espesa como el alquitrán. Me he equivocado, pensó por un breve instante. Van a matarme. Pero la voz de Anna resonó en la tiniebla:

—Solo hay un medio de saberlo. — Nadie encendía la luz. Eric Ackermann adivinaba el resto. De pronto, muy cerca de él, Anna murmuró-:Vas a devolverme lo que me robaste. Mi memoria.

OCHO
42

Se había librado del chico, y eso ya era algo.

Tras la persecución del hombre del chándal y sus revelaciones, Jean-Louis Schiffer había llevado a Paul Nerteaux a una cervecería de enfrente de la estación del Este, La Strasbourgeoise, y había vuelto a explicarle cuáles eran los auténticos retos de la investigación, que podían resumirse en «
cherchez la femme
». Por el momento, no importaba nada más, ni las víctimas ni los asesinos. Tenían que descubrir quién era el objetivo de los Lobos Grises, la mujer que buscaban en el barrio turco desde hacía cinco meses y que aún no habían encontrado.

Por fin, al cabo de una hora de discusiones, Paul Nerteaux había capitulado y dado un giro de ciento ochenta grados. Su inteligencia y su capacidad de adaptación no dejaban de asombrar a Schiffer. Luego, el propio Nerteaux había definido la nueva estrategia.

Primer punto: elaborar un retrato robot de la Presa basado en las fotografías de las tres muertas y, acto seguido, lanzar un aviso de búsqueda en el barrio turco.

Segundo: multiplicar las patrullas, los controles de identidad y los registros a lo largo y ancho de la Pequeña Turquía. Según Nerteaux, por inútil que pudiera parecer, un peinado de esas características podía ponerles en las manos a la mujer por puro azar. No sería la primera vez: tras veinticinco años de fugas, Toto Riina, el jefe supremo de la Cosa Nostra, había sido detenido en pleno Palermo gracias a un control de identidad rutinario.

Tercero: volver a visitar a Marius, el jefe de la Iskele, y examinar sus archivos para comprobar si había otras trabajadoras con el perfil de las víctimas. A Schiffer le encantaba la idea, aunque no podía volver allí tras el tratamiento al que había sometido al negrero.

En compensación, se reservaba el cuarto punto: hacer una visita a Talat Gurdilek, el patrón de la primera víctima. Había que completar el trabajo de interrogatorio de los dueños de los talleres en los que trabajaban las mujeres, y faltaba Gurdilek.

Y quinto punto, y único orientado a los asesinos propiamente dichos: lanzar una orden de búsqueda por el lado de lnmigración y los visados, para comprobar si, desde noviembre de 2001, habían llegado a Francia súbditos turcos conocidos por sus relaciones con la extrema derecha o la mafia. Lo que suponía revisar todas las llegadas procedentes de Anatolia de los últimos cinco meses, así como contrastarlas con la policía turca.

Schiffer, buen conocedor de los estrechos vínculos que unían a sus colegas turcos con los Lobos Grises, tenía escasa fe en aquella pista, pero había dejado hablar a su joven compañero, cegado por el entusiasmo.

En el fondo, no creía en ninguna de sus tácticas. pero se había mostrado paciente, porque tenía otra idea en la cabeza…

Había probado suerte de camino a la Île de la Cité, donde Nerteaux pretendía presentar su nuevo plan al juez Bomarzo. Schiffer le había explicado que el mejor modo de avanzar en esos momentos era trabajar por separado.

Mientras Paul difundía el retrato robot y ponía en antecedentes a la tropa de las comisarías del Distrito Décimo, él podía ir a ver a Gurdilek y…

El joven capitán se había reservado la respuesta para después de la entrevista con el juez y, no contento con hacerlo esperar en un bar de enfrente del palacio de Justicia, lo había puesto bajo la vigilancia de un plantón. No había aparecido hasta más de dos horas después, hinchado como un pavo: Bomarzo le dejaba las manos libres para su pequeño plan Vigipirate. Era evidente que la perspectiva lo ponía de buen humor, porque ahora estaba de acuerdo en todo.

A las seis de la tarde, Nerteaux lo había dejado en el boulevard Magenta, cerca de la estación del Este, y le había dado cita para dos horas más tarde en el café Sancak, de la rue du Faubourg-Saint-Denis, donde se informarían mutuamente.

Ahora Schiffer caminaba por la rue de Paradis, ¡al fin solo! Libre, al fin… Aspirando el acre olor del barrio, sintiendo el magnetismo de «su» territorio. El final de jornada parecía un enfermo febril, demacrado y torpón. El sol depositaba en los escaparates partículas de luz, una especie de talco dorado, de una delicadeza siniestra, como el maquillaje de un embalsamador.

Avanzaba a buen paso, mentalizándose para enfrentarse con uno de los peces gordos del barrio: Talat Gurdilek. Un hombre que había desembarcado en París en los años sesenta, cuando solo tenía diecisiete, sin blanca, sin contactos, y ahora era dueño de una veintena de talleres y fábricas de confección en Francia y Alemania, además de una docena larga de tintorerías y lavanderías automáticas. Un reyezuelo con intereses en todos los estratos del barrio, oficiales y no oficiales, legales e ilegales. Cuando Gurdilek estornudaba, todo el barrio turco se acatarraba.

Schiffer llegó al 58 y empujó la puerta cochera. Avanzó por un lóbrego callejón partido en dos por un canalillo y flanqueado por talleres e imprentas ruidosos por igual, y desembocó en un patio rectangular con embaldosado de rombos. A la derecha, una escalerilla descendía a un largo foso que bordeaba una sucesión de semipelados jardincillos situados a media altura.

Schiffer adoraba aquel rincón del barrio oculto a las miradas, desconocido incluso para la mayoría de los vecinos del bloque; un corazón dentro del corazón, una trinchera que desbarataba todos los puntos de referencia, verticales y horizontales.

El pasillo acababa en una puerta de metal roñoso. Schiffer apoyó la mano: estaba caliente. Sonrió y golpeó con fuerza.

Al cabo de un buen rato, un hombre abrió la puerta, que dejó escapar una nube de vapor. Schiffer se explicó someramente en turco. El portero se hizo a un lado y lo dejó pasar. El viejo policía advirtió que iba descalzo. Nueva sonrisa; allí no había cambiado nada, se dijo penetrando en la sauna.

La luz blanca le reveló el cuadro de costumbre: el pasillo alicatado de blanco, los gruesos tubos calorífugos suspendidos del techo, revestidos de una tela quirúrgica verde pálido; los regueros de lágrimas sobre los azulejos; las abombadas puertas de hierro que jalonaban los tramos, como puertas de caldera blanqueadas con cal viva…

Siguieron avanzando durante varios minutos. Schiffer, que ya tenía todo el cuerpo empapado en sudor, notaba que sus pies chapoteaban en los charcos. Tomaron otro pasadizo transversal con paredes de azulejos blancos y saturado de vapor. A la derecha, el hueco de una puerta dejaba ver un taller del que salía un formidable ruido de respiración.

Schiffer se tomó unos instantes para contemplar el espectáculo. Bajo un techo lleno de conducciones y respiraderos salpicados de luz, una treintena de obreras, con los pies descalzos y la boca protegida con mascarillas blancas, se afanaban sobre tinas o tablas de planchar. Los chorros de vapor silbaban con una cadencia regular y el aire estaba saturado de olor a detergente y alcohol.

Schiffer sabía que muy cerca, en algún punto bajo sus pies, la sala de bombeo del baño turco extraía el agua a más de ochocientos metros de profundidad, la hacía circular por las tuberías, desferruginada, clorada y caliente, antes de canalizarla hacia el baño propiamente dicho o hacia aquella tintorería clandestina. Gurdilek había tenido la buena idea de montar un taller lavandería pegado a su baño turco, de modo que se pudiera utilizar un solo sistema de canalización para dos actividades distintas. Una jugada de buen economista: allí no se malgastaba una gota de agua.

De paso, el viejo policía se regaló la vista observando a las mujeres, que tenían el rostro semioculto tras la mascarilla de algodón y la frente perlada de sudor. Las empapadas batas les moldeaban los pechos y las nalgas, grandes y temblonas, como a él le gustaban. Se dio cuenta de que tenía una erección. Lo tomó como un buen presagio y reanudó la marcha.

El calor y la humedad aumentaban a cada paso. Schiffer percibió un aroma particular, que se desvaneció tan deprisa como si lo hubiera soñado. Pero, unos metros más adelante, reapareció y se intensificó.

Esta vez estaba seguro.

Empezó a respirar a pequeñas bocanadas. Un intenso picor le atacó las fosas nasales y la garganta. Sensaciones contradictorias asaltaban su sistema respiratorio. Tenía la sensación de estar chupando un cubito de hielo y al mismo tiempo le ardía la boca. Aquel olor refrescaba y quemaba a la vez, atacaba y purificaba en la misma inspiración.

La menta.

Siguieron avanzando. El olor se convirtió en un río, un mar en el que nadaba Schiffer. Era peor aún de como lo recordaba. A cada paso se transformaba un poco más en saquito de infusión en el fondo de una taza. Un frío de iceberg paralizaba sus pulmones, mientras la cara le parecía una máscara de cera candente.

Cuando llegaron al final del pasadizo, estaba al borde de la asfixia. Ya solo respiraba mediante pequeñas bocanadas. Tenía la sensación de avanzar por el interior de un inhalador gigante. Consciente de que no estaba muy lejos de la realidad, penetró en la sala del trono.

Era una piscina vacía y poco profunda, rodeada de finas columnas blancas que se recortaban contra un borroso fondo de vapor; los bordes eran de azulejos de color azul Prusia, como en las viejas estaciones de metro. La pared del fondo permanecía oculta tras biombos de madera adornados con símbolos otomanos: lunas, cruces, estrellas…

En el centro de la piscina había un hombre sentado sobre un bloque de cerámica.

Grueso, pesado, con una toalla anudada a la cintura. Su rostro permanecía envuelto en la penumbra.

Su risa resonó sobre el silbido de las fumarolas.

La risa de Talat Gurdilek, el hombre de la menta, el hombre de la voz abrasada.

43

En el barrio turco, todo el mundo conocía su historia.

Llegó a Europa en 1961, en el doble fondo de un camión cisterna, según el método clásico. En Anatolia, a él y sus compañeros les habían colocado encima una chapa de hierro, que a continuación habían fijado con pernos. Los pasajeros clandestinos debían permanecer tumbados, sin aire ni luz, durante todo el viaje, que duraba unas cuarenta y ocho horas.

El calor y la falta de aire no tardaron en agobiarlos. Luego, durante el paso de los puertos montañosos de Bulgaria, el frío, transmitido por el metal, les caló hasta los huesos. Pero el auténtico calvario empezó en las cercanías de Yugoslavia, cuando la cisterna, llena de ácido cádmico, empezó a rezumar.

Poco a poco, el ataúd de metal iba llenándose de vapores tóxicos procedentes del tanque. Los turcos gritaron, aporrearon y patearon la chapa que los aprisionaba, pero el camión continuó su ruta. Talat comprendió que no acudirían a liberarlos hasta que llegaran a destino, y que gritar y agitarse solo servía para aumentar los estragos del ácido.

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