—Sí —contestó su hermano con terquedad—. ¿No crees acaso que los agricultores preferirían tener tres acres de tierra y una vaca antes que tres acres enteros de formularios que rellenar y un sindicato? ¿Por qué nadie funda un partido político que esté formado por labradores ricos que apelen a las viejas tradiciones de los pequeños propietarios? ¿Y por qué no se ataca a hombres como Verner por lo que son?
—¿Y por qué no vas y diriges tú mismo ese partido? —se rió Harry—. ¿No cree que sería de lo más divertido, Lord Saltoun, ver a mi hermano y a toda su cuadrilla de valientes empuñando sus pancartas y carteles y marchando en dirección a Somerset vestidos todos de verde?
—No —contestó el viejo Saltoun—. No creo que fuese algo divertido. Creo que sería una idea sumamente seria y de una gran sensatez.
—¡Vaya, hombre! ¡Que me cuelguen si…! —exclamó Harry mirándolo fijamente—. Hace un momento he dicho que es la primera vez que le oía a usted decir que ignoraba algo, pero ahora debería añadir que es la primera vez que le veo no apreciar una broma.
—En mis tiempos yo he llegado a apreciar muchas cosas —dijo el anciano con bastante amargura—. También en mis tiempos llegué a contar una buena cantidad de mentiras, algo de lo que quizás me arrepienta. Pero, con todo, no es menos cierto que hay muchas clases de mentiras. Los caballeros suelen mentir igual que los colegiales, es decir, en parte por lealtad y en parte para echarse mutuamente una mano. Pero que me cuelguen si encuentro una sola razón para mentir por todos esos terratenientes canallas que sólo saben ayudarse a sí mismos. Hace tiempo que ya no nos respaldan y, es más, siempre están intentando desplazarnos y dejarnos en mal lugar en sus dominios. Así que si un hombre como su hermano desea ingresar en el Parlamento como si fuese uno de esos pequeños propietarios, o como un caballero, o como un jacobino, o como los antiguos britanos, o como lo que él desee, yo me atrevería a decir que sería algo verdaderamente digno de elogio.
En el sobrecogedor silencio que siguió a sus palabras Horne Fisher se puso en pie de un salto, con lo que toda su apatía desapareció de un golpe.
—Estoy dispuesto a poner manos a la obra mañana mismo —gritó—. Supongo que ninguno de ustedes, amigos míos, me respaldará, ¿verdad?
Entonces Harry Fisher dejó aflorar el lado más admirable de toda su impulsiva personalidad haciendo un repentino ademán hacia su hermano, como queriendo felicitarlo.
—Eres un buen chico, Horne —dijo—. Yo te respaldaré si nadie más lo hace. Aunque en realidad todos nosotros te estaremos apoyando, ¿no es cierto? Comprendo lo que Lord Saulton intenta insinuar, y ni que decir tiene que está en lo cierto. Él siempre lo está.
—Entonces mañana mismo emprenderé el camino a Somerset —dijo Horne Fisher.
—Excelente. Queda de camino a Westminster —dijo Lord Saulton con una sonrisa.
Y así fue como, algunos días después, Horne Fisher se encontró en la pequeña estación de una remota ciudad comercial del oeste con la única compañía de una ligera maleta y su alegre hermano. No debe caerse en el error de pensar que el tono festivo que imperaba en su hermano se debiese por entero a los deseos de burla de éste. En realidad, apoyaba al nuevo candidato con una mezcla de esperanza y sentido del humor al mismo tiempo que, a espaldas de su bulliciosa compañía, latía en él un creciente sentimiento de compasión y aliento. Harry Fisher siempre le había tenido un especial afecto a aquel hermano suyo tan callado y excéntrico y sentía ahora, cada vez con mayor intensidad, un enorme respeto hacia él. Y conforme la campaña avanzaba, dicho respeto fue aumentando hasta convertirse en una ardiente admiración. Y es que Harry aún era joven, razón por la cual podía llegar a sentir por su líder electoral el mismo tipo de entusiasmo que puede sentir un colegial por el capitán de su equipo de críquet favorito.
Y dicha admiración no era inmerecida, ni mucho menos. Conforme la nueva disputa a tres bandas se iba desarrollando, se hizo patente para muchos, además de para sus devotos parientes, que en Horne Fisher había más de lo que ellos nunca antes habían sabido apreciar. Estaba claro que aquel arrebato que había tenido junto a la chimenea de la casa familiar no había sido más que la culminación de un largo proceso de estudio y meditación sobre el asunto. Aquel talento que poseía y que había estado reservándose para sí mismo durante toda su vida con el fin de estudiar toda clase de disciplinas, había estado concentrado durante mucho tiempo en la idea de defender un nuevo campesinado frente a una nueva plutocracia. Se dirigía a la masa dando muestras de una gran elocuencia y contestaba a cada individuo con un gran sentido del humor, dos artes políticas que parecía poner en práctica como si fuesen la cosa más natural del mundo. A decir verdad, sabía mucho más de los problemas del campo que Hughes, el candidato reformista, o Verner, el candidato conservador. Investigaba dichos problemas con una curiosidad natural e indagaba en sus orígenes hasta obtener unos resultados con los que ninguno de los otros dos se hubiera atrevido siquiera a soñar. Pronto se convirtió en la voz de todos esos sentimientos populares que nunca encuentran eco en la prensa más difundida: nuevas perspectivas de crítica, argumentos que nunca antes habían sido oídos en labios de una persona culta, pruebas y comparaciones que sólo habían visto la luz en el dialecto de los hombres que solían reunirse a beber en las pequeñas tabernas locales, oficios semiolvidados que habían sido transmitidos de boca en boca desde épocas inmemoriales cuando los padres de los hombres todavía eran libres… Todas estas cosas juntas contribuyeron a crear una excitación generalizada de lo más sorprendente en un doble plano.
Por un lado, sorprendió a los más instruidos porque era una idea nueva y brillante con la que nunca habían contado. Por otro, sorprendió también a los más ignorantes por tratarse de una idea familiar y ancestral que creyeron que nunca sería recuperada. Los hombres comenzaron a ver las cosas bajo una nueva luz, si bien aún no eran capaces de definir si se trataba de la luz del ocaso o la de un nuevo amanecer.
No tardaron en aparecer obstáculos que parecían decididos a impedir que el movimiento adquiriese dimensiones verdaderamente importantes. Mientras Fisher iba de aquí para allá recorriendo toda suerte de caseríos y mesones rurales, fue dándose cuenta poco a poco y sin la menor dificultad de que Sir Francis Verner era un administrador verdaderamente mezquino. La historia de que las propiedades que poseía habían sido compradas no era ni tan antigua ni tan respetable como él había supuesto en un principio. Es más, era conocida en toda la región y, en todos los sentidos, resultaba evidente que había algo de lo más extraño en ella. Hawker, el antiguo propietario, había sido un tipo negligente y disoluto. Había terminado de mal talante sus relaciones con su primera esposa (la cual había muerto, tal y como decían algunos, abandonada por su marido), y se había casado después con una judía sudamericana de lo más vulgar pero poseedora de una inmensa fortuna. En cuanto al dinero de ésta, debió de actuar increíblemente deprisa sobre él, pues pronto se vio obligado a vender la propiedad a Verner marchándose posteriormente a vivir a Sudamérica, seguramente a otras propiedades de su nueva esposa. No obstante, Fisher descubrió que la inoperancia del antiguo propietario resultaba en realidad mucho menos odiada que la eficiencia del nuevo. La historia de Verner parecía encontrarse repleta de astutos negocios y artimañas financieras que siempre dejaban a los demás sin dinero ni esperanzas. Pero a pesar de no hacer más que oír las muchas y repetidas historias que se contaban acerca de Verner, había algo que una y otra vez se le escapaba, algo que nadie sabía, algo de lo que ni siquiera Saltoun había oído hablar nunca: la manera en que Verner había amasado la fortuna con la que le había comprado la propiedad a Hawker.
—Debe de haberla ganado de alguna manera especialmente oscura para desear guardar el secreto tan celosamente —se decía a sí mismo Horne Fisher—. Debe de tratarse de algo de lo que realmente se avergüenza. Pero… ¿qué demonios? ¿Es que acaso puede un hombre avergonzarse de algo hoy en día?
Y mientras meditaba sobre las posibles respuestas, éstas iban adquiriendo formas cada vez más siniestras y retorcidas en su imaginación. Llegó incluso a pensar, de pasada, en cosas improbables y repulsivas, en insólitas formas de esclavitud y brujería, para pasar luego a otras aún más repugnantes y sobrenaturales pero de mayor familiaridad para sus vastos conocimientos. La figura de Verner, que parecía haberse oscurecido y transformado en su imaginación, resaltaba sobre fondos de extrañas y variadas dimensiones.
Mientras recorría las calles de un pueblo enfrascado en sus reflexiones, sus ojos tropezaron con el rostro de su otro rival, el candidato reformista, cuyas facciones ofrecían un notable contraste con las de aquel que ocupaba sus pensamientos. Eric Hughes, con sus rubios cabellos flotando al viento y su ardiente rostro de estudiante, se introducía en ese momento en su automóvil mientras le dirigía unas últimas palabras a su representante en la localidad, un tipo canoso y robusto llamado Gryce. Eric Hughes le hizo a éste un amistoso gesto con la mano, a pesar de lo cual no recibió de Gryce más que una mirada llena de hostilidad. Aunque Hughes era un joven cargado de legítimas aspiraciones políticas, tenía muy presente que los políticos rivales son gente con la que uno tiene que convivir más tarde o más temprano. En cambio, Mr. Gryce era un radical inflexible de carácter más rural, uno de esos tipos acostumbrados a triunfar con sus discursos en la capilla del pueblo, y también una de esas personas que tienen la suerte de trabajar en lo que realmente les gusta.
Cuando el coche comenzó a alejarse, Gryce dio media vuelta y echó a andar, silbando animadamente, por la soleada calle principal de aquella pequeña población con un fajo de papeles asomándole por el bolsillo. Durante un momento, Fisher permaneció observando pensativamente aquella resuelta figura mientras se alejaba. Luego, como impelido por un repentino impulso, comenzó a seguirla. El uno detrás del otro, se abrieron paso por el concurrido mercado, circularon por entre las cestas y carretas de los diferentes puestos, pasaron bajo el letrero de madera que colgaba sobre la puerta de la taberna del Dragón Verde, subieron por una oscura bocacalle lateral, pasaron bajo una arcada y atravesaron todo un dédalo de retorcidas callejuelas pavimentadas con adoquines. Y siempre la figura cuadrada y de andares resueltos en primer lugar y la figura delgada y de andares desmañados detrás de ella como si fuese su propia sombra. Por fin, ambos llegaron frente a una casa de ladrillos marrones en cuya fachada resaltaba una placa de latón en la que podía leerse el nombre de Mr. Gryce. Una vez allí, el que caminaba en primer lugar se volvió y se quedó mirando fijamente a su perseguidor.
—¿Podría tener unas palabras con usted, caballero? —acertó a preguntar entonces Horne Fisher educadamente.
El representante local de los reformistas permaneció mirándole durante algunos instantes más pero, tras asentir cortésmente, lo condujo al interior de una desordenada oficina en la que multitud de folletos se hallaban esparcidos por todas partes y donde grandes carteles de colores colgaban de las paredes asociando el nombre de Hughes con los más altos valores de la humanidad.
—Mr. Horne Fisher, según creo —dijo Mr. Gryce—. Ni que decir tiene que me honra mucho su visita, pero me temo que no puedo felicitarle por haber entrado a formar parte de la disputa, así que le ruego que no espere eso de mí. Llevamos aquí mucho tiempo manteniendo bien alto el antiguo estandarte de la libertad y la reforma para que ahora venga usted y nos desbarate el frente de batalla.
Mr. Elijah Gryce gustaba tanto de las metáforas militares como de la denuncia del militarismo. Era un hombre de mandíbula cuadrada, facciones rudas y una agresiva manera de levantar las cejas. Había estado involucrado de una u otra manera en la política de aquella zona de provincias desde que era un muchacho. Conocía por tanto los secretos de todo el mundo y podía decirse que las campañas electorales eran la pasión de su vida.
—Supongo que pensará usted que me consume la ambición —dijo Horne Fisher con su apática voz— y que mi objetivo es implantar una dictadura o algo así. Bueno, creo que puedo alejar de mí todas esas sospechas de ambición y egoísmo. Lo único que pretendo es que ciertas cosas se lleven a cabo, aunque no deseo ser yo quien las realice porque muy raramente me siento con ganas de hacer nada. He venido aquí para decirle que estoy dispuesto a retirar mi candidatura si puede usted convencerme de que en realidad ambos queremos lo mismo.
El representante del partido reformista lo miró con una expresión de extrañeza y ligera confusión pero, antes de que tuviese oportunidad de responder, Fisher continuó hablando con el mismo tono neutral que había empleado hasta entonces:
—Usted no querrá creerlo, pero tengo mis razones para decirle lo que le he dicho. Y tengo también serias dudas acerca de otras cuestiones. Por ejemplo, los dos queremos expulsar a Verner del Parlamento, pero ¿qué armas estamos empleando para conseguirlo? He oído un montón de rumores que le desacreditan, pero ¿resulta correcto actuar basándose simplemente en estos rumores? Al igual que quiero jugar limpio con usted, quiero jugar limpio también con él. Si tan sólo una pequeña parte de las cosas que he oído contar de él fuesen ciertas, deberían expulsarlo no ya sólo del Parlamento sino de cualquier club de Londres que se precie. Pero lo que no deseo es que se le expulse del Parlamento si esos rumores resultan no ser ciertos.
En ese momento el fuego de la batalla chispeó en los ojos de Mr. Gryce, quien se tornó de lo más locuaz, por no decir violento. Dijo que no tenía ni la más mínima duda de que todas aquellas historias eran ciertas. A su entender, podía incluso llegar al extremo de testificar que eran verdad. Verner no sólo era un propietario severo, sino también un hombre de lo más ruin y un ladrón que pedía unos alquileres abusivos. Cualquier hombre de bien que decidiese deshacerse de él estaría plenamente justificado. Había estafado al viejo Wilkins despojándolo de todos sus bienes con artimañas propias de un vulgar ratero. Se había encargado de enviar a Mrs. Biddle a un asilo de pobres. Había conseguido estirar el brazo de la ley para dejarlo caer sobre Long Adam, el cazador furtivo, hasta llegar a un punto en que todos los magistrados se avergonzaban de tener que tratar con él.