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Authors: Fred Vargas

Tags: #Policiaco

El hombre de los círculos azules (4 page)

—Danglard, trabaja usted deprisa.

Se produjo un silencio entre los dos hombres. Adamsberg se mordió los labios. Había cogido un cigarrillo, sacado un lápiz del bolsillo y apoyado un papelito sobre sus rodillas. Pensó: «Este tipo me va a soltar un discurso, está enfadado, impresionado, jamás debí contarle la historia del perrazo que babeaba, jamás debí decirle que Patrice Vernoux supuraba crueldad como el chaval de la montaña».

No debió hacerlo. Adamsberg miró a su colega. El cuerpo grande y blando de Danglard, que había adquirido en la silla la forma de una botella a punto de derretirse, estaba tranquilo. Había metido sus enormes manos en los bolsillos de su bonito traje, había dejado el vaso en el suelo, tenía la mirada fija en el vacío, e incluso así, Adamsberg vio que era excesivamente inteligente. Danglard dijo:

—Le felicito, comisario.

Luego se levantó, como había hecho antes, doblando primero la parte superior de su cuerpo hacia delante, después alzando el trasero, y después, por fin, irguiéndose.

—Tengo que decirle —añadió volviéndose de espaldas a medias— que, después de las cuatro de la tarde, parece ser que no valgo gran cosa, como usted sabe. Si tiene algo que pedirme, hágalo por la mañana. Y en cuanto a la persecución, el disparo, la caza del hombre y otras fruslerías, ni lo intente, tengo la mano temblorosa y las rodillas débiles. Aparte de eso, podemos utilizar mis piernas y mi cabeza. Creo que mi cabeza no está demasiado mal construida, aunque me parece muy diferente de la suya. Un colega zalamero me dijo un día que, si yo seguía siendo inspector, con lo que le doy a la botella, era gracias a la benevolencia ciega de algunos superiores y porque había realizado la hazaña de tener dos veces gemelos, cosa que suma cuatro hijos si se hace bien la cuenta, a los que educo solo porque mi mujer se fue con su amante a estudiar las estatuas de la isla de Pascua. Cuando era un recién nacido, es decir, cuando tenía veinticinco años, quería escribir las
Memorias de ultratumba
o nada. No le sorprenda si le digo que eso ha cambiado completamente. Bueno. Recojo las botas y voy a ver a Patrice Vernoux y su novia que me esperan ahí al lado.

—Danglard, le aprecio mucho —dijo Adamsberg mientras dibujaba.

—Creo que lo sé —dijo Danglard recogiendo su vaso.

—Pida al fotógrafo que se presente aquí mañana por la mañana y acompáñele. Quiero una descripción y clichés precisos del círculo de tiza azul que seguramente será trazado esta noche en París.

—¿Del círculo? ¿Se refiere a esa historia de redondeles alrededor de chapas de botellas de cerveza? ¿«Víctor mala suerte qué haces fuera»?

—A eso me refiero, Danglard. Exactamente a eso.

—Pero si es una estupidez... Qué es lo que...

Adamsberg movió la cabeza con impaciencia.

—Lo sé, Danglard, lo sé, pero hágalo. Se lo ruego. Y no hable de ello con nadie, de momento.

Después, Adamsberg terminó el dibujo que estaba haciendo sobre las rodillas. Oyó ruido de voces en el despacho contiguo. La novia de Vernoux gritaba. Era evidente que ella no tenía nada que ver en el asesinato del viejo comerciante. Su único error de juicio, pero que podía llegar lejos, era haber amado mucho a Vernoux, o haber sido demasiado dócil para cubrir su mentira. Lo peor para ella no iba a estar en el tribunal sino en este momento, y era el descubrimiento de la crueldad de su amante.

¿Qué había podido comer Adamsberg a mediodía que le había producido tanto dolor de estómago? Imposible acordarse. Descolgó el teléfono para pedir una cita con el psiquiatra Rene Vercors-Laury. Mañana a las once, propuso la secretaria. Había dicho su nombre, Jean-Baptiste Adamsberg, y eso le había abierto las puertas. Aún no estaba acostumbrado a esa clase de celebridad. Aunque duraba desde hacía un instante. Sin embargo, Adamsberg tenía la impresión de no tener relación alguna con su imagen pública, cosa que le hacía desdoblarse. Pero como desde la infancia se había sentido dos, por un lado Jean-Batiste y por otro Adamsberg, que miraban actuar a Jean-Baptiste, él les pisaba los talones riendo burlonamente, y resultaba que ahora eran tres: Jean-Baptiste, Adamsberg y el hombre público, Jean-Baptiste Adamsberg. Santísima y desgarrada Trinidad. Se levantó para ir a buscar un café a la habitación de al lado, en la que había una máquina ante la que solía estar Margellon. Sin embargo, en ese momento allí estaban casi todos, con una mujer que parecía estar armando un jaleo espantoso, y a la que Castreau decía con paciencia: «Señora, tiene que irse».

Adamsberg se sirvió un café y se quedó observando: la mujer hablaba con voz ronca, estaba nerviosa y también triste. Estaba claro que los polis la cabreaban. Iba vestida de negro. Adamsberg pensó que tenía una cabeza egipcia, o de cualquiera de esos lugares que producen esas magníficas caras afiladas y oscuras que no se olvidan jamás y que se llevan a todas partes, un poco como su querida pequeña.

Ahora, Castreau le decía:

—Señora, esto no es una agencia de información, así que sea amable y váyase, váyase, váyase ahora mismo.

La mujer ya no era joven, Adamsberg le calculó entre cuarenta y cinco y sesenta años. Sus manos eran morenas, violentas, con las uñas cortas, las manos de una mujer que seguramente había pasado la vida fuera, buscando algo con ellas.

—Entonces, ¿de qué sirven los polis? —decía la mujer moviendo su melena negra que le llegaba a los hombros—. Un pequeño esfuerzo, un consejito, no creo que se vayan a morir por eso, ¿no? Yo voy a tardar diez años en encontrarle, algo que a ustedes les llevaría ¡un día!

Esta vez Castreau perdió la calma.

—¡Su problema me importa un carajo! —gritó—. El tipo que busca no está inscrito entre las personas desaparecidas, ¿verdad? Bueno, pues entonces déjeme en paz, nosotros no nos ocupamos de los anuncios por palabras. Y si sigue armando escándalo ¡llamaré a mi superior!

Adamsberg estaba apoyado en la pared del fondo.

—Yo soy el superior —dijo sin moverse.

Mathilde se volvió. Vio a ese hombre de ojos caídos que la miraba con una dulzura poco común, con la camisa por un lado dentro de unos pantalones negros, y fuera por otro, vio que ese rostro delgado no pegaba con sus manos copiadas de una estatua de Rodin, y comprendió que ahora la vida iba a ser más fácil.

Despegándose un poco de la pared, Adamsberg empujó la puerta de su despacho y le hizo un gesto para que entrara.

—Es verdad —admitió Mathilde sentándose—, ustedes no son una agencia de información. Mi jornada ha sido un desastre. Ayer y anteayer no fue mejor. El resultado es un trozo de semana echado a perder. Le deseo que haya pasado un trozo mejor que yo.

—¿Un trozo?

—En mi opinión, el lunes, el martes y el miércoles forman un trozo de semana, el trozo 1. Lo que ocurre en el trozo 1 es completamente distinto de lo que ocurre en el trozo 2.

—¿El jueves, el viernes y el sábado?

—Eso es. Si observamos atentamente, vemos más sorpresas importantes en el trozo 1, en general, digo bien, en general, y más precipitación y diversión en el trozo 2. Es una cuestión de ritmo porque no alterna jamás, a diferencia de los aparcamientos para coches en algunas calles, donde durante una quincena se puede aparcar y durante la siguiente no se puede. ¿Por qué? ¿Para que la calle descanse? ¿Para dejar la tierra en barbecho? Misterio. De todas formas, en los trozos de semana nada cambia jamás. Trozo 1: nos interesamos, creemos los chismes, encontramos cosas. Drama y milagro antrópicos. Trozo 2: no encontramos absolutamente nada, no aprendemos nada, la vida y la compañía resultan irrisorias. En el trozo 2, da igual cualquier persona y cualquier cosa, y entonces nos dedicamos a beber, mientras que el trozo 1 es más importante, evidentemente. Prácticamente, un trozo 2 no puede estropearse, o digamos que no tiene importancia. Sin embargo, un trozo 1, cuando lo hacemos polvo como el de esta semana, produce un impacto. Lo que también ha ocurrido es que en el café había lentejas con carne en el menú. Las lentejas con carne me ponen triste. He sentido una gran desesperanza. Y eso, en pleno final del trozo 1. Ha sido una mala suerte ese puñetero plato.

—¿Y el domingo?

—¡Ah, claro! El domingo es el trozo 3. Ese día solo cuenta como un grupo completo, cosa que explica su gravedad. El trozo 3 es la desbandada. Si usted conjuga unas lentejas con carne y un trozo 3, realmente lo único que puede hacer es morirse.

—¿Dónde estábamos? —preguntó Adamsberg, que tenía la repentina y nada desagradable impresión de desorientarse mucho más con aquella mujer que consigo mismo.

—No estábamos en ninguna parte.

—¡Ah, sí! Es verdad, en ninguna parte.

—Ya me acuerdo —dijo Mathilde—. Como mi trozo 1 estaba prácticamente echado a perder, al pasar ante esta comisaría de policía, he pensado que, como todo era una mierda, podía intentar probar suerte a pesar de todo. Sin embargo, ya lo ve, intentar salvar un trozo 1 en su final es tentador pero no produce nada bueno. Y a usted, ¿le ha ido bien?

—No ha estado mal —reconoció Adamsberg.

—Pues para mí, el trozo 1 de la semana pasada, tenía que haberlo visto, fue estupendo.

—¿Qué ocurrió?

—No puedo resumirlo así, sin más, tendría que consultar mi agenda. Bueno, mañana empieza el trozo 2 y podré soltar un poco el freno.

—Mañana voy a ver a un psiquiatra. ¿Es un buen comienzo para un trozo 2?

—¡No me diga! ¿Para usted? —dijo Mathilde—. No, qué idiota soy, es imposible. Imagino que aunque tuviera la manía de mear contra las farolas de las aceras de la izquierda, se diría «que ocurra lo que tenga que ocurrir y que Dios haga que sigan existiendo las farolas y las aceras de la izquierda», pero no iría a preguntarse por qué a la consulta de un psiquiatra. Y luego, mierda, hablo demasiado. Estoy harta. Me aburro a mí misma.

Mathilde le cogió un cigarrillo diciendo «¿Puedo?» y le quitó el filtro.

—Seguramente va usted a ver al psiquiatra por el hombre de los círculos azules —añadió—. No me mire así, le aseguro que no he estado espiando, pero los recortes de periódico están ahí, bajo el pie de su lámpara, así que lógicamente, me pregunto...

—Es verdad —reconoció Adamsberg—, es por él. ¿Por qué ha entrado usted en la comisaría?

—Busco a un tipo al que no conozco.

—Entonces, ¿por qué le busca?

—Porque no le conozco, ¡qué pregunta!

—Naturalmente —dijo Adamsberg.

—Estaba siguiendo a una mujer por la calle y la perdí. Entonces seguí vagando hasta un café y así fue como conocí al ciego guapo. Es increíble la gente que puede haber por la calle. Uno ya no sabe con quién va a tropezar, así que habría que seguir a todo el mundo para cerciorarse. Hablamos un momento, el ciego guapo y yo, de qué, no lo sé, tendría que consultar mi agenda, y lo que en realidad pasó es que ese hombre me gustó. Normalmente, cuando alguien me gusta, no me preocupa en absoluto porque siempre estoy segura de que volveré a encontrarle. Y éste, nada. El mes pasado seguí a veintiocho personas y descubrí nueve escondites. Llené dos agendas y media. Tiempo suficiente para ver gente, ¿no cree? Y sin embargo, nada, ni el menor rastro del ciego. Es un tipo de fracaso difícil de asimilar. Se llama Charles Reyer y eso es todo lo que sé de él. Dígame, ¿se pasa usted la vida dibujando?

—Sí.

—Supongo que no se puede ver.

—Es verdad. No se puede.

—Es divertido cuando se mueve usted en la silla. Su perfil izquierdo es duro y su perfil derecho tierno. Eso hace que, si quiere inquietar a un sospechoso, se vuelva de un modo, o si quiere conmoverle, se vuelva en el otro sentido.

Adamsberg sonrió.

—¿Y si me vuelvo todo el tiempo en un sentido y luego en otro?

—Entonces ya nadie sabe a qué atenerse. El infierno y el paraíso.

Mathilde soltó una carcajada. Luego se puso seria.

—No —continuó diciendo—, hablo demasiado. Estoy avergonzada. «Mathilde, hablas a tontas y a locas», me dice un amigo mío filósofo. «Sí —respondo—, pero ¿cómo se habla con inteligencia y cordura?»

—¿Quiere que lo intentemos? —preguntó Adamsberg—. ¿Usted trabaja?

—No va a creerme. Me llamo Mathilde Forestier.

Adamsberg guardó el lápiz en el bolsillo.

—Mathilde Forestier —repitió—. Entonces es usted la famosa oceanógrafa... ¿De verdad?

—Sí, pero eso no tiene por qué impedirle seguir dibujando. Yo también sé quién es usted. He leído su nombre en la puerta, y su nombre lo conoce todo el mundo. Y a mí no me impide actuar a tontas y a locas, y además en pleno final del trozo 1.

—Si encuentro al ciego guapo, se lo diré.

—¿Por qué? ¿A quién quiere agradar? —preguntó Mathilde recelosa—. ¿A mí o a la famosa oceanógrafa que sale en los periódicos?

—Ni a una ni a otra. A la mujer a la que he invitado a entrar en mi despacho.

—Eso está bien —dijo Mathilde.

Permaneció un instante sin decir nada, como si dudara en tomar una decisión. Adamsberg había vuelto a sacar tabaco y papel. No, no olvidaría a aquella mujer, ese fragmento de la belleza del mundo a punto de romperse. Y era incapaz de saber de antemano lo que ella iba a decirle.

—¿Sabe? —continuó de repente Mathilde—. Cuando ocurren las cosas es cuando cae la noche, tanto en el océano como en la ciudad. Todos se levantan, los que tienen hambre y los que sufren. Y los que buscan como usted, Jean-Baptiste Adamsberg, también se levantan.

—¿Usted cree que yo busco?

—Sin la menor duda, y además muchas cosas al mismo tiempo. Así, el hombre de los círculos azules sale cuando tiene hambre. Camina, espía, y de repente, traza. Yo le conozco. Le busqué desde el principio, y le encontré, la noche del mechero, la noche de la cabeza de la muñeca de plástico. Incluso ayer por la noche, en la Rué Caulaincourt.

—¿Cómo lo consiguió?

—Se lo diré, no es importante, son cosas mías. Y resulta gracioso porque es casi como si el hombre de los círculos me permitiera estar allí, como si se familiarizara conmigo de lejos. Si una noche quiere verle, venga a reunirse conmigo, pero sólo para verle de lejos, en ningún caso para acercarse, para joderle. No es al poli famoso al que confío mi secreto, sino al hombre que me ha invitado a entrar en su despacho.

—Eso está bien —dijo Adamsberg.

—Pero ¿por qué el hombre de los círculos azules? No ha hecho nada grave. ¿Por qué le interesa?

Adamsberg levantó la cara hacia Mathilde.

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