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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

El hombre de bronce (2 page)

Johnny usaba lentes con un cristal de mayor potencia sobre el ojo izquierdo.

Daba la sensación de un hombre de ciencia, estudioso y medio muerto de hambre.

Era probablemente uno de los más grandes expertos en geología y arqueología, dos ciencias que lo apasionaban.

Seguía el comandante Thomas J. Roberts, apodado «Long Tom».

Este era el alfeñique físico del grupo de aventureros: delgado, no muy alto y de aspecto enfermizo. Se le conocía como un verdadero mago de la electricidad.

«Ham» iba tras Long Tom. Brigadier general Theodoro Marley Brooks, se le llamaba en las ocasiones solemnes.

Delgado, nervioso, rápido en el andar y en el obrar. Parecía lo que era realmente: un pensador sagaz y posiblemente el abogado más astuto que jamás saliera de la Universidad de Harvard.

Se apoyaba en un bastón negro y sencillo, que además le prestaba otros servicios. Era un estoque.

Por último llegaba el personaje más extraordinario de todos. Con una estatura que sobrepasaba algo el metro y medio, pesaba más de cien kilos.

Tenía las proporciones de un gorila y, también, su fuerza poderosa. Sus ojos, menudos y chispeantes, parecían hundidos en las profundidades de las cuencas, no obstante brillar comprensivos y leales. Sonreía con una boca tan grande, que parecía resultado de un accidente.

—¡Monk! —le llamó alguien.

Era el teniente coronel Andrew Blodgett Mayfair, pero oía su verdadero nombre tan pocas veces, que hasta había olvidado cómo sonaba.

Los hombres entraron en la sala de recepción de las oficinas, suntuosamente amueblada.

Tras los primeros saludos, permanecieron silenciosos, embarazados. No sabían qué decir, ni cómo empezar la conversación.

EL padre de Doc Savage había muerto de una dolencia extraña, desde la última vez que se reunieron, como lo hacían periódicamente.

El padre era conocido del mundo entero por su porte dominador y por la fantástica empresa que pretendía llevar a buen fin.

Siendo joven amasó una enorme fortuna, que destinó a un fin único.

Ese propósito consistía en trasladarse de un extremo a otro del mundo, en busca de emoción y aventuras, socorriendo al menesteroso, ayudando al desvalido y castigando con justicia a quien lo merecía.

Con tales procedimientos, su fortuna menguó hasta reducirse a casi nada.

Pero al disminuir en proporción, su influencia y renombre aumentaron.

Eran increíblemente amplios —una reputación en consonancia con el hombre— y, siempre correspondió dignamente a ellos.

Pero mayor aún fue la herencia legada a su hijo. No en dinero, sino en cultura y educación, que le capacitaban para hacer frente a la vida de aventuras a que estaba destinada por suprema voluntad de su padre.

Clark Savage júnior fue educado desde la cuna para llegar a ser el aventurero supremo.

Apenas empezó Doc a dar sus primeros pasos vacilantes, cuando su padre ya le inició en una disciplina rígida, que llegó a ser en el muchacho una costumbre.

Ejercitaba intensamente durante dos horas diarias, sus músculos, sus sentidos y su cerebro.

El maravilloso resultado del método paterno se tradujo en un sentido de la fuerza y el valor llevados a un límite inconcebible.

Su cultura intelectual se inició con la medicina y la cirugía, extendiéndose a todas las artes y ciencias. Así como le era fácil vencer y dominar a Monk, a pesar de su enorme fuerza, también era cierto que le ganaba en sus profundas conocimientos de química.

Lo mismo era aplicable a Renny, el ingeniero, a Long Tom, el mago de la electricidad, a Johnny, el geólogo y arqueólogo de tanto renombre, y a Ham, el abogado.

Doc recibió una educación completa y destinada a llevar a cabo su obra.

Los cinco amigos estaban apesadumbrados. Savage padre fue un buen amigo, un leal consejero y todos correspondían a su cariño.

—La muerte de tu padre ocurrió hace tres semanas —dijo Renny, al fin.

Doc movió la cabeza con apesadumbrada lentitud.

—Así me enteré por los periódicos, cuando regresé hoy.

Renny, haciéndose portavoz del sentir de los amigos, dijo finalmente:

—Intentamos comunicarnos contigo. Todas las pesquisas resultaron inútiles; parecía como si te hubieses escondido bajo tierra… y así fue imposible.

Doc miró hacia la ventana, procurando ocultar la profunda pena que empañaba sus dorados ojos.

Capítulo II

Un mensaje de los muertos

La lluvia azotaba la cara exterior del cristal de la ventana. En el fondo, veíanse las luces de la calle, muy pálidas a través de la espesa cortina de agua.

Por el río Hudson, un vapor señalaba su presencia con intermitentes toques de sirena cuyo rumor llegaba amortiguado hasta la habitación.

Unas manzanas más allá, se discernían tan sólo muy vagos los perfiles del rascacielos en construcción, destacándose como una mancha oscura coronada de un laberinto de viguetas de acero.

Desde luego, era imposible distinguir al extraño servidor de la muerte, de dedos carmesí, en aquella oscuridad.

Doc Savage murmuró lentamente:

—Me encontraba muy lejos cuando murió mi padre.

No dio detalles, ni mencionó su «Fortaleza de la Soledad», su refugio construido en una isla rocosa, en las profundidades casi ignoradas de las regiones árticas.

A ese lugar desconocido se retiraba cuando quería estudiar a fondo los últimos progresos de la ciencia.

Este era el secreto de sus conocimientos enciclopédicos, pues sus períodos de concentración en aquel lugar remoto y tranquilo eran largos e intensos.

La Fortaleza de la Soledad fue construida por su padre, y nadie en el mundo conocía el emplazamiento exacto de su retiro.

Sin quitar los ojos de la mojada ventana, preguntó:

—¿Ocurrió alguna cosa extraña en la muerte de mi padre?

—No estamos muy ciertos de ello —murmuró Renny, apretando sus delgados labios en una expresión amenazadora.

¡Yo sí que lo estoy! —afirmó Littlejohn con entereza.

—¿Qué quieres decir, Johnny? —preguntó Doc Savage.

—¡Tengo la seguridad de que tu padre fue asesinado!

La gravedad con que pronunció estas palabras impresionó a los reunidos.

Doc Savage volvió lentamente a la ventana. Su rostro de bronce no había cambiado de expresión.

Pero, bajo su chaqueta, los músculos tensos engrosaban sensiblemente el espesor de sus brazos.

—¿Por qué dices eso, Johnny?

Este titubeó un instante, encogiéndose de hombros.

—Se trata sólo de un presentimiento —explicó. Luego añadió, casi gritando—:

—¡Mas no me equivoco! ¡Estoy seguro de ello!

Así era Johnny. Tenía una absoluta fe en lo que llamaba sus presentimientos. Y casi siempre acertaba, aunque en ciertas ocasiones en que se equivocó, se equivocó de verdad.

Preguntó Doc:

—¿Qué es lo que, en resumen, diagnosticaron los doctores como causa de su muerte?

La voz de Doc Savage era baja y agradable, pero capaz de gran volumen, y de tono cambiable.

Renny contestó la pregunta. Su voz parecía un trueno surgiendo de una cueva.

—Los doctores lo ignoraban. Era una enfermedad nueva para ellos. Tu padre tuvo una extraña erupción de manchas rojas y circulares en el cuello. Fracasaron todos los remedios y vivió solamente un par de días.

—Practiqué toda clase de investigaciones químicas, intentando averiguar si se trataba de un veneno o de gérmenes desconocidos que produjeran las manchas rojas —terció Monk, abriendo y cerrando sus manazas—. No logré averiguar nada en absoluto.

El aspecto de Monk era engañador; sin embargo, a pesar de su sencilla apariencia, estaba reputado como uno de los químicos más célebres y conocidos de América.

—¡No poseemos el menor dato en que basar nuestras sospechas! —exclamó Ham, el despierto abogado de Harvard, cuyo cerebro sagaz le conquistó el rango de brigadier en la Guerra Mundial—. Pero te aseguro, Doc, que abrigamos profundas sospechas.

Dos Savage cruzó con brusquedad el aposento en dirección a la enorme caja de caudales, que le llegaba por encima de los hombros.

La abrió de par en par. Se vio al instante que un poderoso explosivo había hecho saltar el secreto mecanismo de la puerta.

Una exclamación de sorpresa brotó de los labios de los amigos.

—La encontré violentada en esta forma a mi regreso —explicó Doc—. Quizá guarde alguna relación con la muerte misteriosa de mi padre. Acaso se trate de un robo vulgar.

Los movimientos de Doc eran rítmicos cuando, apartándose de la caja, se sentó en un ángulo de la enorme mesa situada frente a la ventana.

Su penetrante mirada escudriñó al detalle el aposento que servía de oficina, con sus cómodos y lujosos muebles.

AL lado existía un despacho mayor, que se utilizaba como biblioteca, provisto de una colección de libros técnicos sobre todas las especialidades, que no tenía igual en el mundo entero.

A continuación estaba el vasto laboratorio, repleto de aparatos para toda clase de experimentos químicos y eléctricos.

Ésa fue la parte material de la herencia que Savage dejó a su hijo Clark.

—¿Qué preocupación te consume, Doc? —preguntó Renny—. Todos hemos acudido a tu aviso de reunirnos esta noche. ¿Qué sucede?

Los dotados y extraños ojos de Doc Savage se posaron sucesivamente sobre los hombres allí reunidos, en quienes reconocía a los cinco cerebros más poderosos unidos para un mismo fin.

Sólo un ser humano podía sobrepasar a cada uno de ellos en su propia esfera: el mismo Doc Savage.

—Creo que no es difícil adivinar por qué os he llamado —respondió.

Monk se frotó sus manos; velludas y cubiertas de cicatrices grises como si una bandada de polluelos, con sus endebles patitas, hubiesen marcado sobre ellas su paso.

De los seis hombres reunidos, sólo Monk ostentaba cicatrices, pues los demás no presentaban en su piel el menor recuerdo de su pasado inquieto y aventurero.

Doc poseía una especial habilidad en curar heridas sin que éstas dejasen la menor señal, después de cicatrizadas.

Pero Monk, que se enorgullecía de su aspecto rudo, jamás consintió en ponerse bajo los cuidados de su amigo.

—Nuestro gran trabajo va a empezar, ¿eh? —preguntó con voz suave y rebosante de satisfacción.

Doc asintió con la cabeza, sin pronunciar palabra.

—El trabajo a que dedicaremos el resto de nuestras vidas —terminó Monk, con un suspiro de alivio.

En los rostros de todos los presentes se reflejó un intenso interés, y se prepararon para escuchar la sensacional declaración de Doc.

Este hizo oscilar una de sus piernas, que colgaba del ángulo de la mesa.

Ignoraba el gran peligro que estaba corriendo, pues desconocía la presencia del asesino de dedos carmesí, quien, desde el distante rascacielos, acechaba el momento propicio, se había colocado de modo que su espalda se apartaba de la línea de la ventana.

Un secreto y desconocido instinto le obligó a tomar aquella posición que por el momento salvaba su vida.

—Nos unimos por primera vez en la guerra —empezó, lentamente—. Nos complacía a todos una vida de aventura; la pasión por la lucha penetró como un veneno en nuestra sangre. Al regresar, la existencia del hombre vulgar y normal no satisfacía nuestras exaltadas naturalezas, que precisaban de la lucha y la agitación para encontrar la vida atractiva. En consecuencia, buscamos algo distinto.

Doc retenía la atención de sus compañeros, a los que electrizaba con sus palabras.

Su ser denotaba un profundo conocimiento de todas las cosas y una absoluta capacidad para ser el jefe de cualquier empresa.

—Movidos por nuestra mutua admiración hacia mi padre —continuó—, decidimos seguir su trabajo donde se vio obligado a interrumpirlo. Empezamos al instante a educarnos para ese propósito. Es la causa para la cual yo estoy destinado desde la cuna, pero que vosotros emprendéis, llevados por vuestro amor a la justicia y a las aventuras.

Haciendo una pausa, miró a sus compañeros, uno tras otro, a la suave luz de la bien amueblada oficina, escasa muestra de la riqueza que en otro tiempo pertenecía a su padre.

—Esta noche —continuó en tono sombrío— empezamos a llevar a cabo los ideales de mi padre, prestando auxilio a los que se ven desamparados y necesitados de ayuda y castigando a todos aquellos que se creen impunes en sus fechorías.

Sucedió un silencio sombrío a la proclamación del programa.

Monk, a quien no le complacían los intervalos depresivos, rompió el silencio, preguntando:

—Lo que me intriga es saber quién violentó esa caja de caudales y con qué fin. Doc, ¿crees tú que guarda alguna relación con la muerte de tu padre?

—Desde luego, es posible —replicó Doc—. El contenido de la caja ha sido saqueado a conciencia. Ignoro si mi padre guardaba en ella algo de verdadera importancia. Pero sospecho que sí.

Sacó un papel doblado del interior de su chaqueta. La parte interior aparecía quemada, con todos los bordes chamuscados por las llamas.

Siguió hablando: —El hecho de encontrar este papel en un rincón de la caja de caudales, me induce a creerlo. La explosión que permitió abrir el arca, destrozó, evidentemente, parte del papel, y es probable que al ladrón le pasara inadvertido el resto. Leedlo.

Se lo entregó a los cinco hombres. El papel estaba cubierto de la escritura ágil y firme del padre de Doc. Todos reconocieron su letra al instante.

«Querido Clark:

»Tengo muchas cosas que contarte. En toda tu vida, jamás hubo una ocasión en que deseara tanto tenerte a mi lado como en estos instantes. Te necesito, hijo mío, porque suceden acontecimientos que me indican la proximidad de mi fin. Verás que mis desvelos no se traducen en riquezas materiales tangibles, de las que puedas usar tranquilamente.

»No obstante, tengo la satisfacción de saber que reviviré en ti.

»He procurado educarte, desde la más tierna infancia, con la idea firme de convertirte en el hombre que ahora eres, y no escatimé tiempo ni gastos para hacer de ti el símbolo del ideal de toda mi vida.

»Todos mis trabajos se han encaminado al propósito de hacerte capaz de continuar mi labor, la empresa que empecé con tantas esperanzas y que en estos últimos años ha sido casi imposible llevar adelante.

»Si no vuelvo a verte antes de que esta carta llegue a tus manos, deseo asegurarte que aprecio en lo profundo del alma tu devoción filial y el tierno cariño hacia tu padre. Tus largas ausencias han sido una fuente secreta de satisfacción para mí, pues durante ellas te has convertido en un hombre eficiente y confiado en sus propias fuerzas. Nada en el mundo podría complacerme más.

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