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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (22 page)

—Me extraña que seas precisamente tú quien exija respeto, después de lo que te han hecho —le reprochó Kramer.

—Esa bomba sólo ha dejado dos cosas en Nagasaki: vivos y muertos—replicó, grave, el tullido—. Las demás diferencias que antes dividían a los hombres se han esfumado para siempre. Y no olvides quién la ha arrojado.

—No salgas otra vez con eso —le pidió en voz baja el comandante, tratando de evitar la polémica que venía minando la escasa resistencia de sus hombres desde el estallido.

—¿Dónde está ese chico?

Alzó el brazo, como si quisiera tocarlo al no poder verlo. Kazuo se le acercó solícito.

—Soy el teniente Groot, o lo que queda de él —le dijo mientras le acariciaba la cabeza—. Antes de colgarme este uniforme me dedicaba a escribir las crónicas de sucesos de un periódico y ahora estoy peor que las víctimas que las protagonizaban. Dios mío, cuánto me alegro de que hayas venido.

—¿Por qué?

—Un chico holandés viviendo en casa de unos japos... No hagas ningún caso a esta panda de indocumentados. Para mí personificas la poca esperanza que pueda quedar en el mundo.

Kazuo trató de comprender el alcance de aquellas palabras.

—¿Tenéis radio? —le preguntó un soldado muy joven que acababa de incorporarse al corro, interrumpiendo sus cavilaciones.

—¿Cómo? —se extrañó Kazuo.

—Que si en las casas de Japón hay aparatos de radio.

—Pues claro que los hay, idiota —le contestó otro antes de que el chico dijese nada.

—¡Qué sabrás tú acerca de lo que hay o no en las casas de esta gente!

—Sí que tenemos radio —les confirmó.

—¡Dime quién ganó la liga americana de béisbol el año pasado!

—¿Béisbol?

—¿Te crees que los japos están al tanto de la liga? —volvió a interrumpir el de antes.

—Muérete.

—¡Ya lo estoy —rió el soldado—, y tú! Pero mírate: ¡si pareces un esqueleto!

—Chico, ¿sabes o no quién ganó la liga?

—¿Quién ganó el Oscar a la mejor actriz? —añadió el de la pierna vendada.

—¿Y Olivia de Havilland? —siguió un cuarto—. ¡Por favor, dime que se ha desplazado a vivir a Eindhoven, cerca de la casa de mis padres!

Todos estallaron en una carcajada.

—Ven conmigo —le pidió el comandante.

Anduvieron despacio por el patio hasta un montón de cascotes en el que Kramer ayudó a sentarse al teniente Groot. Los demás rompieron filas. La mayoría volvió al barracón. Kazuo se fijó con descaro en el comandante. En distancias cortas, magnetizaba de una forma casi física. Permanecieron un rato en silencio, disfrutando del hecho de haberse liberado del grupo.

—¿Qué le ocurrió en los ojos? —le preguntó Kazuo a Groot sin tapujos, imaginando la respuesta.

—Fue por mirar el estallido. De repente surgió de la nada un segundo sol mucho más luminoso que el real.

—En ese momento yo estaba mirando por unos prismáticos —le contó—. El doctor Sato me dijo que me protegieron los ojos.

—Me consuelo pensando que al menos tiraron la bomba a plena luz del día.

—¿Por qué dice eso?

—Porque a esa hora teníamos las pupilas contraídas. Si hubiera estallado de noche, todos los supervivientes de la región estarían igual de ciegos que yo. —Le dio una arcada—. Aunque lo peor son los malditos vómitos...

No pudo retener la segunda arcada. Se contrajo de forma violenta, arqueó la espalda y expulsó un chorro de líquido verduzco que fue a caer a los pies de Kazuo sin darle tiempo a apartarse. Recordó la infección del doctor Sato y se estremeció.

—¿Cómo sobrevivisteis a la bomba? —le preguntó a Kramer para quitarse a su padre japonés de la cabeza.

—Aquella mañana pasó algo raro en la Mitsubishi. Empezaban a circular rumores sobre lo que había ocurrido en Hiroshima; los jefes de planta se reunieron a puerta cerrada y mandaron al pelotón de prisioneros de vuelta al campo. Vimos caer el paracaídas desde el patio y tuvimos tiempo de ponernos a salvo en el refugio subterráneo que habíamos empezado a cavar para protegernos de posibles bombardeos convencionales. La onda y el fuego nos pasaron por encima y muchos logramos salir vivos.

—¿Y ahora quién los vigila?

—Ya no hay guerra, hijo —le contestó Kramer—. Al menos no para los habitantes de esta ciudad. Cuando vimos que todo había pasado sólo pensábamos en sacar de debajo de los escombros a los que habían quedado aprisionados, ya fueran prisioneros o guardias. Como antes explicaba el teniente Groot, después de algo tan espantoso reinaba un sentimiento de solidaridad que hacía enmudecer cualquier enemistad. Algunos incluso nos decidimos a sortear estos muros y vagamos entre la destrucción con la misma perplejidad que los japos, o incluso más. No alcanzábamos a comprender cómo los aliados habían sido capaces de arrojar la bomba sabiendo que había prisioneros aquí abajo. El caso es que llegué caminando hasta la catedral y... El resto ya lo sabes.

—¿Desde cuándo se conocen? —preguntó Kazuo.

—Groot también me salvó la vida jugándose la suya —le explicó Kramer. A Kazuo no se le escapó que había dicho también.

Le invadió un cosquilleo de orgullo al ver que el comandante tenía presente su gesta de la catedral—. Fue en Borneo. Caminábamos agachados entre la maleza de esa maldita selva siguiendo a un escuadrón de japos y caí en una trampa de los aborígenes dayak para cazar monos. Descubrieron nuestra posición y todo el escuadrón salió huyendo, salvo Groot. —Se detuvo un instante—. Te deseo una mujer que merezca la pena, pero más aún te deseo la cercanía de un amigo como el teniente. Groot no se opuso a la adulación de su compañero.

—Yo ya tengo una mujer —declaró Kazuo—, y además es mi amiga.

—¡Vaya con el chico! —exclamó Groot—. ¿Dónde la has dejado?

—No la he visto desde la víspera de la bomba.

—¿Estaba en la ciudad el día de la explosión?

—Sí.

—Y ¿no has tenido ninguna noticia suya?

Asintió de nuevo. Los dos holandeses callaron.

—Usted podría ayudarme a buscarla —aprovechó para pedirle a Kramer.

—¿Cómo?

—Tiene experiencia, ha luchado en la selva de Borneo.

—Hijo...

—Llevo meses observando desde la loma todo lo que ocurre en este campo —se le ocurrió decir para ganarse su confianza.

—¿De qué estás hablando?

Señaló con vigor hacia la loma, que apenas se distinguía a lo lejos entre la bruma.

—Desde allí. Todos los días. Podría escribir un diario con cada uno de sus movimientos.

Los dos holandeses soltaron una risotada.

—Deberías llevarlo contigo a Karuizawa, Kramer.

—Groot...

—Este chico vale más que tú y yo juntos. Y además se lo debes, qué demonios. ¿Vas a dejarlo en este cementerio? Seguro que alguna de las familias europeas estaría encantada de...

—Calla.

—¿Se va a marchar? —preguntó Kazuo.

—En cuanto pueda.

—¿Y eso será pronto?

Le fascinaba la idea de que lo llevase con él a cualquier lugar lejos de aquel infierno, pero antes tenía que encontrar a su princesa. No viajaría a ningún sitio sin ella.

—De momento es más prudente permanecer aquí —le explicó Kramer de forma pausada. El chico se sintió más tranquilo—. En esta ciudad fantasma todavía pasamos desapercibidos, pero si pusiéramos un pie más allá de la zona devastada nos volaría la cabeza a la primera de cambio cualquier escuadrón de los acuartelamientos vecinos. Además —resolvió—, no me marcharé hasta saber que mis hombres serán tratados como merecen.

Aquella actitud de entrega maravilló al chico. Lejos de lo que el comandante Kramer hubiera pretendido, reafirmó su voluntad de buscar a Junko.

—Sólo nos queda esperar a que Hiroito se rinda —completó Groot adoptando un tono más derrotista que el que venía exhibiendo hasta entonces—. Y más vale que lo haga pronto o los supervivientes se nos echarán encima. Llegará un día en el que querrán venganza y volverán a vernos como lo que somos: el enemigo.

—¿Dónde está Karuizawa? —retomó el chico.

Kramer lanzó una mirada severa a Groot por haberle metido en aquel aprieto.

—Es un pueblo de los Alpes japoneses, no muy lejos de Tokio.

—¿Y qué tiene que hacer allí?

—He de recoger a alguien antes de volver a casa.

—¿Una mujer?

—Sí, una mujer.

—¿Una japonesa? —supuso, y comenzó a hablar de forma atropellada—. ¡La chica que estoy buscando también es japonesa! Se llama Junko. Tiene el pelo liso y muy brillante, la piel blanca como una geisha y un kimono rojo. Bueno, el kimono no lo he visto, pero me dijeron que el día del estallido lo llevaba, un kimono rojo de seda. Debía de estar cerca de la catedral cuando pasó todo. Por eso fui allí cuando...

—Tranquilo, hijo.

—¿Va a ayudarme a buscarla?

—¡Tranquilízate, por favor! —gritó Kramer.

Su semblante estaba cada vez más serio.

—¿Qué le pasa? —se arredró el chico.

—Pasa que la catedral estaba en pleno epicentro.

Se hizo un profundo silencio, tanto que llegó a parecer que sus tres corazones habían dejado de latir en señal de duelo.

—Yo vi supervivientes —dijo Kazuo.

De nuevo el silencio.

—Cuéntale la historia de Elizabeth —intervino Groot.

Kramer le lanzó una nueva mirada de condena. Su amigo se la devolvió aumentada.

—No quiero hablar de eso.

—¿No crees que merece algo de esperanza? Él también va tras la persona que ama.

A Kazuo se le hinchó el alma.

—¿Qué clase de esperanza puedo ofrecerle? Ni siquiera sé si Elizabeth seguirá en Karuizawa cuando yo llegue. Si es que llego alguna vez.

—No digas estupideces.

—¿La mujer que va a buscar se llama Elizabeth? —salió al paso Kazuo.

Kramer respiró hondo con desgana.

—Sí.

—Entonces no es japonesa —murmuró apenado, comprobando que su historia y la del comandante no eran del todo paralelas.

—No, no es japonesa. Nació en Suiza. Terminemos esta conversación de una vez —cortó por lo sano.

—¿Y qué está haciendo su novia suiza en Japón en plena guerra? —siguió interrogándole Kazuo.

—¿No habéis oído lo que he dicho? —gritó malhumorado—. ¡Se acabó la charla!

Dio media vuelta y se dirigió al barracón sin admitir réplicas. Kazuo y Groot permanecieron unos segundos en silencio.

—No te preocupes —dijo por fin el teniente, temiendo que el chico fuera a marcharse ante la reacción del comandante.

—No pasa nada.

—En realidad tiene razones para estar así.

—¿Qué razones?

Groot suspiró, recolocó la pierna llagada y sacó con parsimonia del bolsillo de su camisa una minúscula colilla. La encendió y aspiró con fuerza, como si quisiera extraer su esencia.

—Su novia se llama Elizabeth Ulrich —comenzó a contarle, atravesando con cada sílaba los aros de humo recién formados—, y es una fantástica violinista. Kramer era representante de músicos y la conoció en el primer concierto que ella dio en el Concertgebouw de Amsterdam con la sinfónica nacional.

—¿El comandante se dedicaba a eso antes de la guerra? —exclamó el chico frunciendo el ceño.

—Desde el momento en que la oyó tocar se quedó prendado. Es obvio que también influyó el hecho de que fuese tan bella. Y no cejó en su empeño hasta que por fin la conquistó. Durante meses, allí donde ella iba a tocar encontraba su camerino inundado de ramos de flores y otros regalos. Nuestro comandante era muy insistente —acertó a bromear—. No tardaron mucho en comenzar a verse.

—Pero vivían en diferentes países...

—Se citaban en las ciudades en las que ella tenía actuación, por lo que durante unos meses disfrutaron de una especie de luna de miel ininterrumpida: siempre en hoteles, con románticas veladas a base de champán y fresas, ya sabes cómo son esas cosas.

Kazuo podía imaginarlo por lo que había leído en las novelas de su madre.

—Y ¿qué salió mal?

—Lo de siempre —suspiró Groot.

—¿Qué es lo de siempre?

—Kramer la convenció para que despidiese a su antiguo representante y comenzó a gestionar él mismo la contratación de sus conciertos. Hasta ahí todo bien. Pero un día ella quiso darle una sorpresa y se presentó en Amsterdam sin avisar. Imagina la cara que se le debió de quedar cuando le abrió la puerta en ropa interior una cabaretera que quería convertirse en cantante de ópera.

—No...

—Él le pidió perdón mil veces, le juró que la amaba y todas esas cosas que se dicen en esos momentos. Y al parecer era cierto que la quería y que estaba arrepentido, pero Elizabeth se fue convencida de que sólo la había utilizado para ganar dinero. Quedó tan destrozada que vino a Japón para pasar una temporada con sus padres y olvidarse de todo.

—¿Qué hacían ellos aquí?

—Su padre, Beat Ulrich, trabaja para la embajada de Suiza. Ha vivido en Tokio durante casi una década con la madre y el hermano pequeño de Elizabeth, un chico de más o menos tu edad llamado Stefan. El matrimonio estaba muy bien relacionado, por lo que pronto consiguieron que unos productores nipones le organizasen a Elizabeth una gira de conciertos. Fue entonces cuando comenzó la guerra... y sus verdaderos problemas. La acusaron de espionaje.

—¿Cómo?

—Los esbirros del Kempeitai se enteraron de sus viajes constantes por toda Europa, de la repentina gira por Japón justo antes del conflicto... Nadie sabe lo que los organizadores de los recitales contaron al servicio secreto para quitarse el problema de encima. Quizá incluso la propia Elizabeth improvisó alguna confesión para que interrumpieran las torturas a las que fue sometida antes de ser confinada con sus padres en Karuizawa.

Kazuo pensó inconscientemente en Junko. Estaba consternado.

—No puedo creer que alguien sea capaz de torturar a una chica...

—Pues imagina la reacción de Kramer. Cuando se enteró se volvió loco. Se alistó voluntario en las tropas del Pacífico y fue superando una misión tras otra hasta que consiguió terminar en esta maldita isla. Incluso se alegró el día que le hicieron prisionero. Decía que una vez aquí ya se las apañaría para llegar hasta ella.

Kazuo pasó de la incredulidad a la admiración. A pesar de todos los errores que el comandante hubiera podido cometer en el pasado, aquel empeño de seguir a su amada hasta el fin del mundo no podía resultarle más inspirador.

—¿Por qué está retenida en un pueblo de montaña? Groot tiró la colilla cuando notó que se estaba quemando los dedos.

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