La proa era pasto de las llamas; el palo del trinquete ardía.
El Señor de las Nubes
pasó por encima de la popa. Sturm tendió a Kitiara en el suelo y asió un bichero de la batayola. Cuando la nave gnoma se aproximó con lentitud al lado de babor, el caballero la enganchó y la arrastró junto a la carabela.
Los hombrecillos sujetaron al
Werival
mientras Sturm se cargaba al hombro a la inconsciente Kitiara; luego, corrió hacia el costado de la carabela y saltó. De repente, al soltar los gnomos el agarre,
El Señor de las Nubes
comenzó a perder altura.
—¡Demasiado peso! —gritó Alerón—. ¡Fuera lastre!
Desde el centro de la cubierta, Argos, Carcoma y Trinos arrojaron por la borda puertas, cristales de ventanas y otros objetos indeterminados. La nave se alzó de nuevo sobre las nubes bajas.
—¡B...bienvenido a bordo! —dijo Tartajo con cordialidad.
—Me alegro de estar aquí. —La voz de Sturm denotaba un sincero alivio. El hombre se dejó caer al suelo, agotado.
—¿Qué ocurrió en ese barco? —quiso saber Alerón.
—Es una larga historia.
—¿Se encuentra bien Kitiara? ¿Está inconsciente? —intervino Argos, al tiempo que levantaba uno de los brazos de la mujer y lo dejaba caer.
—Se recobrará —aseguró Sturm.
El Señor de las Nubes
salió por encima de los tormentosos cúmulos. Bajo sus pies, el imponente torbellino del ciclón se extendía con toda su grandiosidad. Los hombrecillos orientaron las velas y pusieron rumbo al este. A sus espaldas, el sol estaba en su ocaso.
—Tuviste una buena idea al encender una hoguera para indicarnos vuestra posición —dijo Alerón—. Pero se te fue un poco la mano, ¿no? Quiero decir, que podrías haber destruido todo el barco antes de nuestra llegada.
Sturm sintió el loco impulso de reír.
—En realidad, no fue así como ocurrió. —El caballero hizo una pausa y soltó un impresionante bostezo.
—¿Encontrasteis algo interesante en esa nave? —le preguntó Argos.
Sturm no respondió. Se había quedado profundamente dormido.
La carretera a Garnet
Sturm olfateó el olor a tierra: tierra húmeda, flores, campos recién labrados. El sol le daba en los ojos. Se incorporó. Se encontraba en el puente de mando, solo. Tanto ventanas y puertas, como la mayor parte del tejado, habían desaparecido. Salió a cubierta. Argos estaba en la proa y observaba con su catalejo el paisaje que se extendía bajo sus pies. Cerca del que fuera el mástil de cola, se sentaban Kitiara, Tartajo, Remiendos y Pluvio. La mujer hablaba a toda velocidad y gesticulaba con las manos de forma exagerada.
—...¡Y entonces Sturm se adelantó y cortó de un tajo el brazo del monstruo! —Todos los gnomos exclamaron
«Oh»,
y Kitiara les describió a continuación el modo en que la extremidad se había descompuesto y hecho polvo delante de sus propios ojos. Tartajo divisó al caballero y fue a su encuentro.
—¡Ah, Sturm! Ya te d...despertaste. Acabamos de enterarnos de la t...tremenda aventura vivida a bordo de esta c...carabela maldita.
El hombre farfulló una frase evasiva, al tiempo que miraba a la guerrera.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
—En plena forma. ¿Y tú?
—Descansado. ¿Cuánto tiempo he dormido?
—D...dos noches y un día —le informó el jefe de los gnomos.
—¡Dos noches!
—Y un día —añadió Remiendos.
—Desperté hace sólo una hora —aclaró Kitiara—. He dormido como si estuviera muerta, pero ahora me siento mejor de lo que me he sentido en diez veranos.
—Es que estuviste a punto de morir. —Acto seguido, el caballero le relató cómo la había envenenado el Gharm y que la gema elfa había salvado su vida una vez más. La guerrera extrajo la amatista de debajo de su blusa. La piedra no sólo estaba sin color, sino también agrietada en cientos de minúsculas fisuras.
—No recuerdo haberla usado —dijo desconcertada.
—No lo hiciste tú. Fui yo.
Kitiara abrió los ojos de par en par, asombrada. Él se dio media vuelta y se encaminó hacia el comedor. El barril de agua estaba casi vacío; a pesar de la tibieza del líquido, Sturm se tragó un cazo entero. Fuera se escuchaban murmullos.
—Creí que los hombres de su orden no utilizaban la magia bajo ninguna circunstancia —susurró Alerón.
—No deben hacerlo —puntualizó Kitiara. La mujer iba a guardar el colgante bajo la blusa, pero al tocarlo, la gema se desmenuzó en cientos de fragmentos. Miró con tristeza los cristalinos añicos esparcidos sobre su túnica. «Se acabó el regalo de Tirolan Ambrodel», pensó. Luego los sacudió con aire ausente.
—Disculpadme, muchachos. Tengo que hablar con Sturm —informó a los gnomos.
Lo encontró apoyado en la batayola de estribor, con la mirada perdida en el verde paisaje que sobrevolaban.
—Ergoth del Norte —dijo, al llegar junto a él—. Alerón oteó una bandada de golondrinas de mar y las siguió. Las aves los guiaron hasta la costa. —Sturm observaba el paisaje, sin decir una palabra. Ante el persistente silencio del caballero, Kitiara habló.
—Un método muy poco científico, bajo mi punto de vista. Pero Alerón argumentó que «todo lo que produce un buen resultado es científico».
—Estoy mancillado —dijo él de manera inesperada, con voz tenue.
—¿A qué te refieres?
—He utilizado la magia. Es algo que tenía prohibido. Jamás me convertiré en caballero.
—¡Es ridículo! En Lunitari también usaste la magia cuando tuviste las visiones —protestó ella.
—Fue algo impuesto, no tenía elección. En la carabela me valí del poder de la joya para sanar tu herida en un acto voluntario.
—¡Pues pienso que hiciste lo que debías! ¿Acaso te arrepientes de haberme salvado la vida? —preguntó sarcástica.
—Por supuesto que no.
—Y, sin embargo, ¡piensas que estás mancillado!
—Lo estoy.
—Entonces, eres un necio, Sturm Brightblade, ¡un estúpido mojigato! ¿Crees de verdad que un montón de reglas anticuadas para la conducta de un caballero son más importantes que la vida de un compañero? ¿Más importantes que mi vida?
Sturm denegó con un vigoroso cabeceo.
—No, Kit. Hubiera dado la mía a cambio de la tuya, pero ha sido una cruel jugarreta del destino que me haya visto obligado a romper la Medida.
La guerrera apretó los puños, enfurecida. Cuando habló, su voz sonó tensa.
—No me había dado cuenta hasta ahora de lo poco que valoras la amistad. Quieres que te crea y acepte ese viejo y polvoriento código tuyo. Igual que Tanis. Él trató de convertirme en algo que no soy. ¡Pero no logró controlarme y tampoco tú podrás! —La mujer pateó las tablas de la cubierta, dominada por la cólera. Sturm enlazó las manos y las miró con fijeza mientras explicaba.
—El honor es un señor inflexible, Kit. El Código y la Medida no se crearon para que fueran cargas fáciles de llevar. Un caballero las soporta sobre su espalda cual pesadas rocas y es su peso lo que lo hace firme y recto. —Sturm levantó la mirada hasta encontrarse con la de ella—. Nunca lo comprenderás, porque todo cuanto esperas de la vida es que otros echen sobre sus hombros tu carga. Un amante, un sirviente, incluso un dragón broncíneo. De ese modo, en tanto otra persona soporte el peso del honor por ti, no te sentirás culpable de nada ni te enfrentarás a las consecuencias de tus actos.
El semblante de la mujer se demudó. Nadie le había hablado así jamás, ni siquiera Tanis.
—Muy bien. Se acabó —dijo ella con frialdad—. En el mismo momento en que esta pompa de jabón se pose en el suelo, tú y yo habremos terminado.
Kitiara se dio media vuelta y lo dejó solo. Sturm se quedó en cubierta, distraído en la contemplación del verde dosel de los árboles que se deslizaba bajo sus pies.
No volvieron a dirigirse la palabra.
* * *
—¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Ojo con esas ramas!
El Señor de las Nubes
entró en un claro del bosque. El ramaje de olmos, fresnos y abedules amenazaba con enganchar la nave. Alerón se hallaba sobre el techo del comedor para dirigir el aterrizaje. Chispa y Trinos habían abierto la boca de la bolsa de gas a fin de que escapara parte de la fuerza sustentadora. La nave había pasado rozando unas pesadas colinas antes de que el viento la hiciera descender. Sturm se situó en la proa y se ocupó de desviar las ramas peligrosas por medio del bichero que cogiera en el
Werival,
único recuerdo de las críticas horas vividas en la carabela hechizada. No tenían ancla ni rezón que los frenara; tan sólo contaban con la coordinación y el control de la bolsa de gas. Chispa y Trinos se colgaban de la cuerda que mantenía cerrado el globo medio vacío.
Las ramas de los árboles rozaron el casco y se quebraron al engancharse en los huecos de las ventanas del puente de mando. Los pájaros levantaron el vuelo con estruendosos píos, cuando la nave irrumpió en sus nidos.
—¡Claro al frente! —advirtió Sturm a voces.
—¡Preparados! —gritó Alerón.
La proa se hundió al dejar atrás los árboles. La quilla rozó con suavidad la hierba del prado, se arrastró unos cuantos metros y por último se detuvo. Sturm ensartó el bichero en la madera de la cubierta y saltó sobre la batayola. Aterrizó sobre el suelo de Krynn con ambos pies.
—¡Loado sea Paladine! —exclamó—. ¡Por fin tierra firme!
La rampa de embarque se abrió y los siete gnomos bajaron en tromba. Alerón inhaló hondo y se palmeó el pecho. Trinos inició un gorjeo interrogante.
—¿Ya podemos abrir la bolsa? —inquirió Chispa.
—¡Sí, sí, hemos aterrizado!
Los dos hombrecillos tiraron con fuerza de la costura zigzagueante. Una ráfaga de aire sulfuroso escapó del globo y la agotada embarcación se asentó definitiva y pesadamente sobre el terreno.
Kitiara descendió por la rampa y soltó en el suelo las escasas pertenencias que le quedaban. A pesar de lo abrupto y amargo de su separación, Sturm la siguió con la mirada.
La guerrera no prestó la más mínima atención a ninguno de los presentes y se mantuvo a distancia, ocupada en colgar la cantimplora del agua sobre una cadera y la mochila de cuero sobre la otra a fin de equilibrar el peso; luego se cargó al hombro el petate. Sturm sentía la imperiosa necesidad de hablarle, de decir una palabra de reconciliación, pero la expresión desabrida de ella lo refrenó.
—Bueno, Alerón, ha sido un viaje largo e insólito. Nunca lo olvidaré —se despidió Kitiara.
El hombrecillo estrechó la mano que le tendía.
—No lo habríamos logrado sin tu ayuda —respondió.
La guerrera se acercó a Carcoma, Argos, Trinos y Chispa.
—Seguid cavilando nuevas ideas. Será la única forma de evitar que el mundo se vuelva indolente y apático —les dijo con voz amable.
Luego se volvió a Bramante y a Remiendos.
—Adiós, muchachos. No os separéis..., formáis un equipo estupendo.
Por último, la mujer se dirigió a Pluvio y a Tartajo.
—Eres un tipo con suerte, Tartajo —dijo con voz cálida—. No existen muchas personas que logren realizar el sueño de su vida de un modo tan pleno como tú. Sigue volando, viejo amigo. Espero que aún vivas muchas aventuras.
—Cielos. No p...parece probable. He de redactar m...muchos informes y tendré que dar infinidad de c...conferencias. Después de todo, la Oficina Gnoma de P...patentes tiene que estar satisfecha de lo que hemos c...conseguido. Adiós, Kitiara. Fuiste una torre de f...fortaleza. —El gnomo saludó con una formal inclinación de cabeza.
—Sí que lo fui, ¿verdad?
—¿Hacia dónde encaminarás tus pasos? —inquirió el piloto.
—A donde me lleve el camino.
La guerrera medio esbozó su sesgada sonrisa. Luego alzó la mirada al cielo y dejó que los rayos del sol, que todavía no había alcanzado su cénit, acariciaran su rostro.
Sturm se mantuvo alejado del grupo. Sentía sobre sí todo el peso de su decisión y sabía que Kitiara estaba en lo cierto cuando dijo que su amistad había terminado. Con todo, comprendía que iba a echar de menos a la Kit de antaño, aquella compañera amante de la diversión, alegre, descarada...
Sin volverse a mirar atrás, Kitiara cruzó el soleado prado a largas zancadas, y se abrió paso entre la crecida hierba. Los dorados haces del astro bruñían los oscuros rizos de la mujer. El caballero se agachó para recoger sus bártulos y, cuando se incorporó, Kitiara había desaparecido en el frondoso bosque de olmos y abedules que cercaban la pradera.
—¿No vas tras ella? —le preguntó Remiendos.
—¿Por qué lo iba a hacer? —preguntó a su vez Sturm, mientras ataba el rollo de mantas con una tira de cuero y se lo ponía bajo el brazo—. Sabe cuidar de sí misma. Es lo que mejor hace.
El pequeño gnomo se rascó la nariz, perplejo.
—No lo comprendo. Creía que vosotros dos os casaríais algún día.
A Sturm se le cayeron de las manos los cacharros de cocinar. La olla de barro le machacó los dedos del pie. Miró boquiabierto al gnomo unos instantes.
—¿De dónde demonios has sacado esa peregrina idea? —articuló por fin.
—Bueno, sabemos que los hombres y las mujeres humanos se gritan y se pelean, y luego se casan y... ya sabes —Remiendos enrojeció—, tienen niños.
El caballero se agachó de nuevo y recogió los cacharros esparcidos por el suelo.
—Aquél que quiera aspirar a su mano ha de poseer una fortuna y un poder que yo nunca tendré. —Sturm se echó al hombro la mochila—. El hombre que conquiste a Kitiara Uth Matar se armará con la paciencia de Paladine y la sabiduría de Majere, si quiere retenerla.
Los hombrecillos rodearon al caballero mientras éste acomodaba el resto de su equipaje.
—¿Dónde irás? —le preguntó Alerón.
—A Solamnia, adonde me dirigía cuando nos encontramos. Hay ciertas cosas que quiero investigar. Es muy vago el recuerdo que queda en mi memoria de las visiones que tuve en la luna roja, pero sé que el rastro de mi padre arranca en mi hogar ancestral, el Castillo Brightblade. Esa es mi meta.
Las diminutas manos de los gnomos le palmearon Ja espalda, en una afectuosa despedida.
—Te deseamos toda la suerte del mundo, maese Brightblade. Posees una mente muy despierta para ser un humano —afirmó Carcoma.
—Eso es un cumplido; sobre todo, si proviene de un gnomo —replicó el caballero con ironía.
—N...nos ofreceríamos a llevarte hasta S...Solamnia, pero también nosotros nos encontramos sin m...medios de transporte.