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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras,Clásico

El faro del fin del mundo (17 page)

He aquí a qué irrisorio resultado le había conducido su heroica tentativa. Doce horas de retraso suplementario; a esto se reducía todo el perjuicio sufrido por la banda de piratas.

Aquella misma tarde, con sus averías reparadas, la goleta se alejaría por el extenso mar, desapareciendo en el horizonte.

El ruido del martilleo que subía de la caleta probaba que Kongre hacía trabajar con ardor para poner a la Carcante en disposición de hacerse a la mar.

A las cinco y cuarto, este ruido cesó bruscamente, con gran desesperación de Vázquez y Davis, que comprendieran que había dado fin el trabajo de reparación.

Pocos minutos después, el chirrido de la cadena les comunicó que Kongre había mandado levar el ancla, disponiéndose para zarpar.

Vázquez no pudo contenerse y, haciendo girar la roca, se arriesgó a echar una ojeada al exterior.

Hacia el oeste, el sol declinaba detrás de las montañas que limitaban la vista por esta parte.

No transcurriría una hora sin que la luz solar se hubiera extinguido por completo.

La goleta continuaba en el fondo de la bahía sin que mostrase ninguna visible huella de sus recientes averías. A bordo todo parecía estar dispuesto. La cadena, vertical y rígida, indicaba que bastaría un último esfuerzo para levar el ancla en el momento deseado.

Vázquez, olvidando toda prudencia, había sacado la mitad del cuerpo fuera del agujero. Davis, detrás de él, estaba pegado a su espalda. Ambos miraban anhelantes.

La mayor parte de los piratas estaban ya a bordo. Sin embargo, algunos quedaban todavía en tierra. Entre éstos, Vázquez reconoció perfectamente a Kongre, que se paseaba con Carcante.

Poco después se separaron, y Carcante se dirigió hacia la puerta del faro.

—Cuidado —dijo Vázquez—; sin duda ese bandido va a subir a la galería.

Los dos se deslizaron hasta el fondo de su escondrijo.

Efectivamente, Carcante subía por última vez al faro. La goleta, iba a partir enseguida, y quería inspeccionar el horizonte para ver si algún barco aparecía a la vista de la isla.

La noche prometía ser hermosa, el viento había amainado y seguramente tendrían buena navegación. Cuando Carcante hubo llegado a la galería del faro, John Davis y Vázquez le vieron muy distintamente que daba la vuelta, dirigiendo su larga vista sobre todos los puntos del horizonte.

De pronto se escapó de su boca un verdadero rugido. Kongre y los demás habían levantado la vista hacia él. Entonces, con una voz que todos oyeron perfectamente. Carcante gritó:

—¡El «aviso»!… ¡El «aviso»!…

VI. El aviso «Santa Fe»

¿Cómo describir la agitación que se produjo entre los piratas?…

El grito de: «¡El aviso!… ¡El aviso!», había caído como una bomba, como una sentencia de muerte sobre la cabeza de Gatos miserables. El Santa Fe era la justicia que llegaba sobre la isla, era el castigo de tantos y tantos crímenes que no podían quedar impunes.

¿Pero se habría equivocado Carcante? ¿Aquel barco que se aproximaba era en realidad el «aviso» de la marina argentina?… ¿Navegaría con rumbo a la bahía de Elgor?… ¿No sería más bien otro vapor cualquiera que se dirigiera hacia el estrecho de Lemaire o hacia la punta Several, pasando al sur de la isla?

En cuanto Kongre hubo oído el grito de Carcante, echó a correr hacia el faro, precipitándose escalera arriba a unirse con su segundo.

—¿Dónde está el barco? —preguntó. —Allí, al nortenordeste.

—¿A qué distancia? —A unas diez millas. —¿De suerte que no puede llegar a la bahía antes de la noche? —No.

Kongre tomó el anteojo y observó el barco con extrema atención, sin pronunciar una palabra.

Nada más cierto que se trataba de un vapor. Distinguíase el humo, que se escapaba en volutas espesas; lo que demostraba que la máquina activaba sus fuegos.

Y que este vapor fuera el «aviso» era cosa indudable para Kongre y Carcante, que habían visto varias veces el barco argentino durante los trabajos de construcción del faro. Además, este navío se dirigía directamente sobre la bahía. Si la intención de su capitán hubiera sido dar en el estrecho de Lemaire, hubiera puesto la proa más al oeste, y más al sur si su intención era pasar a la altura de la punta Several.

—¡Sí! — dijo al fin Kongre—

¡Es el «aviso»!

—¡Maldita suerte, que nos ha retenido aquí tanto tiempo! —exclamó Carcante—. Sin la intervención de esos pillos, que por dos veces nos han retardado, ya estaríamos en pleno Pacífico.

—Bueno; la situación no se arregla con palabras —dijo Kongre—. Es necesario adoptar una resolución. —¿Cuál? —Zarpar. —¿Cuándo? —Inmediatamente. — Pero antes que estemos lejos, el «aviso» estará en la entrada de la bahía. —Sí, pero no podrá entrar. —¿Y por qué? —Porque como no verá la luz del faro, no se arriesgará hacia la caleta en medio de la oscuridad.

Estas atinadas consideraciones que Kongre hacía, se les ocurrían también a Vázquez y Davis. No podían salir de su agujero porque se arriesgaban a ser vistos desde lo alto de la galería. En su estrecho escondrijo participaban del modo de pensar del jefe de los piratas. El faro debía ya lucir, puesto que el sol acababa de desaparecer. Aunque conociera la situación de la isla, lo natural era que el comandante Lafayate no se decidiera a continuar su ruta en medio de la oscuridad. No pudiendo explicarse esta extinción, lo lógico era que no entrara en la bahía hasta el amanecer. Verdad es que había entrado ya diez veces en aquel fondeadero, pero siempre de día y no teniendo el faro para indicarle la ruta no se aventuraría, seguramente, por entre los peligrosos arrecifes. Además, el comandante del «aviso» pensaría que la isla era teatro de graves acontecimientos, puesto que los torreros no estaban en su puesto.

—Pero si el comandante no ha divisado la isla —observó Vázquez—, si continúa marchando con la esperanza de descubrir la luz del faro, ¿no podrá ocurrirle lo que al Century? ¿No corre el peligro de perderse contra las rocas del cabo San Juan?

John Davis no contestó más que por un gesto evasivo. La eventualidad de la que hablaba Vázquez podía muy bien producirse. Desde luego, el viento no soplaba furioso para colocar al Santa Fe en la situación del Century; pero, no obstante, estaba en lo posible y aun en lo probable que le ocurriera algún grave accidente.

—Corramos al litoral —dijo Vázquez —. En dos horas podemos llegar a la punta del cabo y encender fuego para señalar la costa.

—No —contestó Davis—, sería demasiado tarde. Tal vez antes de una hora el «aviso» estará a la entrada de la bahía. —¿Qué hacer entonces?— ¡Esperar! Eran más de las seis y el crepúsculo empezaba a envolver la isla.

Sin embargo, los preparativos de salida se hacían con la mayor actividad a bordo de la Carcante. Kongre quería zarpar a toda costa. Devorado por la inquietud, había resuelto dejar inmediatamente el fondeadero; si lo demoraba hasta la marea del siguiente día, se exponía a encontrar el «aviso», y el comandante Lafayete no la dejaría pasar sin interrogar al capitán de la goleta. Seguramente querría saber por qué el faro no había sido encendido. La presencia de la Carcante le parecería, con sobrada razón, sospechosa. Cuando la goleta se hubiera detenido iría a bordo, inspeccionarla la tripulación, y solamente la facha de sus hombres sería lo bastante para concebir las más legítimas sospechas, que obligarían al barco a virar en redondo y a seguirle hasta la caleta para tercer torrero del faro, Kongre y ampliar su información.

Y cuando el comandante del Santa Fe no encontrase los tres torreros, no podría explicar su ausencia más que por un atentado. ¿Y no creería que los autores de este crimen era precisamente la gente del navío que trataba de escapar?

Por último, tal vez se produjera otra complicación.

Así como los piratas habían divisado al Santa Fe a la vista de la isla, pudiera suceder que lo hubieran descubierto los que por dos veces atacaron a Carcante cuando se disponía a lanzarse a la mar. Si los incógnitos enemigos habían seguido todos los movimientos del «aviso», se presentarían al llegar el barco a la caleta; y si, como era de suponer, se encontraba entre ellos el tercer torrero del faro, Kongre y los suyos no escaparían, seguramente al castigo de sus crímenes.

Kongre había tenido en cuenta todas estas eventualidades y sus consecuencias. De aquí la decidida resolución que había adoptado: zarpar inmediatamente; y puesto que el viento que soplaba del norte le era favorable, aprovechar la noche para ganar alta mar a toda vela. La goleta tendría ante ella el vasto océano, y lo probable era que el «aviso», en la imposibilidad de descubrir la luz del faro, y no queriendo aproximarse a tierra en medio de las tinieblas, permaneciese bastante alejado de la Isla de los Estados. Si era preciso, extremando más la prudencia, en vez de dirigirse hacia el estrecho de Lemaire, Kongre pondría la proa al sur e iría a doblar la punta Several.

Después de hacerse todas estas consideraciones, el jefe de la banda dio las órdenes para apresurar los preparativos de marcha.

John Davis y Vázquez adivinaban el plan de los piratas: se preguntaban de qué manera se las arreglarían para frustrarlo, y sentían, desesperados, toda la magnitud de su impotencia.

A las siete y media, Carcante llamó a los hombres que aún quedaban en tierra. En cuanto la tripulación estuvo a bordo, se izó el bote, y Kongre ordenó levar el ancla.

John Davis y Vázquez oyeron el chirrido regular de la cadena recogida bajo la acción del molinete…

Al cabo de cinco minutos, el ancla estaba recogida al servirla. Inmediatamente, la goleta empezó su evolución, y desplegando las altas y bajas velas, con el fin de aprovechar toda la brisa que ya iba cayendo, empezó a navegar lentamente.

Bien pronto la navegación se le hizo muy difícil. La mar estaba baja, la corriente no le favorecía, y en estas condiciones poco podían avanzar en las dos horas que faltaban para la marea ascendente.

Poniendo las cosas muy favorablemente, podía asegurarse que no estaría a la altura del cabo San Juan antes de medianoche.

Sin embargo, poco importaba que así fuera. Desde el momento que el Santa Fe no entraba en la bahía de Elgor. Kongre no arriesgaba un encuentro con el «aviso». Aunque tuviese que esperar la marea siguiente, al amanecer estaría bien lejos de la isla.

La tripulación se esforzaba en apresurar la marcha de la Carcante. Aunque Kongre conocía esta orilla, sabía cuan peligrosa era por el sinnúmero de arrecifes que la desbordan. Una hora después de la partida se creyó tan cerca de las rocas, que le pareció prudente virar a fin de apartarse del peligro.

No sin trabajo podría ejecutarse este cambio de amarras con aquella brisa que caía más y más con la noche.

Sin embargo, la maniobra era urgente, y todos se pusieron presurosos a la faena. Pero, a falta de velocidad, la goleta no consiguió orzar, y continuó derivando hacia la costa.

Kongre comprendió el peligro. No le quedaba más que un recurso: echaron el bote al agua, se embarcaron en él seis hombres, y a fuerza de remos lograron hacer evolucionar la goleta, que tomó las amuras a estribor. Un cuarto de hora, después pudo navegar en su primitiva dirección, sin temor de ser arrojada contra los arrecifes del sur.

Desgraciadamente, no se sentía un soplo de viento: las velas batían contra los mástiles. El bote hubiera intentado en vano remolcar la Carcante hasta la entrada de la bahía. Todo lo más que podía conseguirse era resistir la marea ascendente que empezaba a hacerse sentir. Kongre no iba a tener más remedio que fondear en aquel sitio a menos de dos millas de distancia de la caleta.

Después que la Carcante hubo zarpado, John Davis y Vázquez descendieron hasta la orilla del mar, siguiendo anhelosos todos los movimientos de la goleta. Habiendo caído completamente la brisa, comprendieron que Kongre no tendría más remedio que mantenerse al pairo en espera del próximo reflujo. Pero tendría tiempo de ganar la salida de la bahía antes de amanecer, quedándole grandes probabilidades de partir sin ser advertido.

—¡No, no partirá!… ¡Le tenemos atrapado! —exclamó de pronto Vázquez. —¿Y cómo? —preguntó Davis —¡Venga usted, venga usted!… Vázquez arrastró rápidamente a su compañero en la dirección del faro.

Era de parecer que el Santa Fe debía de cruzar ya delante de la isla. Hasta pudiera estar muy cerca; lo que, después de todo, no ofrecía un gran peligro, dada la tranquilidad del mar.

No había duda que el comandante Lafayete, muy sorprendido de la extinción del faro, estaría frente a la isla esperando que amaneciese.

Así pensaba también Kongre; pero al mismo tiempo veía grandes probabilidades de poder despistar al «aviso». En cuanto el reflujo empujara las aguas de la bahía hacia el mar, la Carcante, sin necesidad de viento, reanudaría su marcha, y en menos de una hora estaría en pleno océano.

Una vez fuera, Kongre no se alejaría hacia alta mar, sino que, al amparo de la brisa, que no falta ni aun en las noches más tranquilas, iría costeando hacia el sur en medio de la oscuridad de la noche. En cuanto lograse doblar la punta Several, distante de siete a ocho millas, la goleta quedaría al abrigo del acantilado y nada tendría que temer. El único peligro era ser advertidos por los vigías del Santa Fe; pues seguramente que el comandante Lafayate no dejaría alejarte a la Carcante sin interrogar a su capitán a propósito del faro.

Forzando la máquina, el «aviso» alcanzaría a la goleta antes que ésta pudiera desaparecer detrás de las alturas del sur.

Eran más de las nueve. Kongre tuvo que resignarse a fondear para resistir la marea, esperando el momento en que se hiciera sentir el reflujo. Era necesario esperar seis horas próximamente, porque antes de las tres no sería favorable la corriente. El bote se había izado nuevamente a bordo y Kongre permaneció vigilante para no perder un minuto en cuanto pudiera ponerse en marcha.

De pronto, la tripulación lanzó un grito que hubiera podido oírse desde las dos orillas de la bahía.

Un extenso haz luminoso acababa de alumbrar las tinieblas. La luz del faro brillaba en todo su esplendor iluminando el mar.

—¡Ah, canallas! ¡Han encendido el faro! —exclamó Carcante. —¡A tierra! —ordenó Kongre. Efectivamente, para escapar al apremiante peligro que les amenazaba, no había más que un recurso: desembarcar, dejando a bordo de la goleta un reducido número de hombres; correr hacia el faro, subir la escalera de la torre, arrojarse sobre el torrero y los que le acompañasen, desembarazarse de ellos y apagar aquella luz que era su perdición…

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