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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

El equipaje del rey José (8 page)

—He dicho que lo pensaría, ¿no es eso? —murmuró Monsalud sin pensar en comer—. Pues bien, lo pensaré… déjenme pensarlo todo el día… Es cosa grave… El convoy que he custodiado y que lleva el general Maucune, sale ahora mismo; pero yo no saldré hasta mañana con el convoy grande.

La madre y los dos amigos permanecieron mudos, y sin pestañear le observaron. Luego abrazó el hijo a la madre, y sonriendo dijo:

—Volveré más tarde.

Cuando salió de la habitación, la vieja se expresó así:

—¡Perdido, perdido para siempre!

Más optimista y generoso el cura, tranquilizó a la afligida madre ,diciendo:

—Es nuestro.

- IX -

Para mayor claridad de sucesos que han de venir, Dios mediante, no estará de más referir algunos antecedentes relativos a las principales personas de esta historia. Era doña Fermina natural de Pipaón y rama del tronco de una honradísima e hidalga familia; mas Dios quiso que en ella y su hermano tuviese fin el lustre de su casa, pues quedando huérfanos en edad temprana, mientras él derrochaba en Madrid toda la fortuna paterna, sufrió ella una desgracia irreparable que por siempre la condenó a la oscuridad y a la vergüenza, con lo cual acabó para el mundo, y en el olvido quedaron las nobles prendas de su alma y superior mérito.

Una herencia de poquísimo valor y un pleito enfadoso la obligaron a establecerse en la Puebla en 1811. Vivía allí con modestia y muy retirada; pero la trataban algunas personas, y entre ellas asiduamente doña Perpetua y el cura, que bien pronto ejercieron en su ánimo grande influencia, convidándoles a ello la gran sencillez y bondad de la piadosa mujer. Doña Fermina no era vieja aún; pero habíala desfigurado la negra tristeza que en todos tiempos llenaba su alma, y finalmente el pesar por la ausencia de su hijo. Los amores de este con cierta joven de la villa, y sus cuestiones y disputas con otro muchacho, hijo de acomodados padres, obligaron a doña Fermina a enviarle a Madrid, donde hizo lo q ue ya sabemos, y se entregó en cuerpo y alma a los franceses.

Después de la conferencia antes referida, salió Monsalud a la calle, y vagó por las principales del lugar, tan ocupado por sus pensamientos que a nada atendía, ni paró la atención en la mucha gente que le miraba. Su entereza había sido muy quebrantada por la lastimosa escena de la mañana, y la deserción que antes le parecía un hecho deshonroso, contra el cual a voces protestara su pura conciencia, se le representaba al fin no sólo como natural, sino como en alto grado laudable y meritorio. El grande amor que a su madre tenía, y el prestigio de las dos religiosísimas personas de que se ha hecho mención, habían trastornado sus ideas, abierto nuevas vías a su pensamiento, y cambiado el modo de ver las cosas de la vida y especialmente de la guerra.

—Es indudable —dijo para sí— que el deber que hacia mi patria tengo anula todos los demás deberes… Al nacer contraje con mi patria el compromiso tácito de defenderla, y este compromiso anula también todos los juramentos posteriores… Váyanse los franceses con doscientos mil demonios… Pero una conciencia honrada ¿puede consentir el abandono traidor de los que nos han hecho un beneficio, y el hacer armas contra ellos, aunque sea en las filas de la patria? No, en caso de desertar renunciaré a mis grados militares, romperé mis charreteras y dejando a los franceses, me retiraré a mi casa resuelto a no volver a tomar un fusil en la mano.

Así discurría, balanceando su voluntad de un lado para otro, pero inclinándose más del lado de la deserción. Al fin sus pensamientos tomaron vuelo por distintos espacios, y puso en olvido a franceses y españoles: en aquel mar agitado de sus ideas sobrenadó lo que sobrenada siempre, y todo lo demás se fue al fondo. Mirando las verdes copas de unos árboles que se elevaban sobre los tapiales viejos de una huerta entre irregulares tejados, dijo hablando consigo mismo:

—¿Estás ahí, Genara? Todo sigue lo mismo, árboles, casa, cielo y tierra, el aire y el sol, y lo mismo también mi corazón, que antes dejará de latir que de quererte.

Los redobles de tambor que sonaron en las inmediaciones del pueblo le obligaron a seguir adelante.

—Como la división no se pone en marcha hasta mañana temprano —dijo— tengo tiempo de pensar lo que debo hacer; vamos al campamento y esta noche… Esta noche veré a Genara aunque me sea preciso degollar a su madrastra y ahorcar a su abuelo.

Pensándolo así, fue al campamento llamado por su obligación; mas nada le ocurrió en él digno de contarse, por lo cual apresuramos la narración, acortando el día y transportando a nuestros lectores a la apacible y oscura noche, cuando Monsalud dirigiose solo y con el alma llena de ansiedades entre dulces y dolorosas, a aquellos mismos tapiales de tierra que por la mañana vimos, descollando sobre ellos la frondosa arboleda de una huerta. Llegó el joven y reconocidos los contornos para ver si alguien le observaba, cerciorado al fin de que en las callejas contiguas no había curiosos ni rondadores, tomó una piedrecilla y la arrojó contra la única ventana de la casa que a la huerta daba. Luego articuló hábilmente unos silbidos que parecían el canto de un pájaro nocturno; mas ninguna señal de la casa contestó a su extraña música hasta la tercera repetición.

Abriose al fin la ventana, pero no conociendo Salvador la persona que en el oscuro hueco apareciera y receloso de que fuera el suspicaz abuelo o la vigilante madrastra, calló y ocultose en las densas sombras que proyectaban las cercanas paredes. Poco después creyó sentir pasos en la huerta y el tenue ruido de las matas que se rozaban unas con otras, apartándose para dar paso a un vestido. Acercose entonces muy quedito a la empalizada que tapaba la entrada de la huerta, y que en sus tablas carcomidas tenía grietas, agujeros y hendiduras suficientes para dar paso libre a la palabra durante la noche y aun a la vista durante el día. El joven conocía aquellos viejos maderos, la disposición de sus huequecillos y claros como se conoce el traje que se ha usado muchos años. Al pegarse a ellos su corazón más que su oído le dio a entender que por dentro suspiraba una persona.

—Generosa —dijo aplicando los labios a una juntura por donde difícilmente podía pasar un dedo.

—Salvador —repuso desde el contrario lado una dulce y conmovida voz como gemido del viento entre las hojas—. ¿Eres tú?

—Aquí estoy, siempre tuyo, siempre queriéndote, muriéndome, Genara, por ti —dijo Monsalud oprimiendo su cuerpo contra las frías y duras tablas—. Dime si me has olvidado, si quieres a otro. Genara, estás aquí y no puedo verte. ¡Maldita noche!… ¿Me has olvidado? ¿Me quieres todavía?

—Sí —repuso desde dentro la dulce voz—, te quiero. ¿Por qué has estado tanto tiempo sin escribirme? ¡Cuánto me has hecho llorar!

—Genara —exclamó el joven apoyando su frente abrasada sobre la madera—, mete tus deditos por esta rendija de la derecha.

Dos blancos dedos aparecieron por la rendija, moviéndose como dos culebritas. Monsalud, después de imprimir en ellos amorosos besos los estrujó entre sus manos, hasta que la muchacha los retiró diciendo:

—Me lastimas, Salvador.

—Genara, soy muy desgraciado, soy el más infeliz de los hombres. Déjame que te vea, pues viéndote, aunque sea un momento, me será menos penosa la vida.

—¿Por qué eres desgraciado?

—¿Por qué…? —repuso el joven vacilando—, porque no te veo, porque tu abuelo y tu madrastra no quieren que seas para mí… Genara, por Dios, rompamos estas tablas.

—¿Estás loco? Deja las tablas como están y hablemos. Aún no sé si podré estar aquí mucho tiempo.

—¿Los de tu casa duermen?

—Sí; pero mi abuelo tiene el sueño muy ligero, y como todos hemos de madrugar mañana para ir a Vitoria, se ha acostado vestido, y al menor ruido, Salvador, saldría como un león.

—¿Te vas a Vitoria?

—Sí, el abuelo teme que los franceses destruyan esta villa. Allá estamos más seguros… ¿Irás tú por allá?

—Tal vez.

—Pero no me has dicho las causas de tu desgracia. Yo también soy desgraciada. Tengo un pesar que me destroza el alma. ¿Sabes por qué? Porque te quiero, Salvador —dijo la muchacha con acento quejumbroso—, porque te quiero mucho, porque desde hace dos años, desde que tú y tu madre vinisteis a estableceros en esta villa, te estoy queriendo.

—¿Lloras, Genara? —preguntó Monsalud, oyendo los sollozos de su amiga.

—Sí, lloro… Pero de ti depende que me muera de dolor o que sea muy feliz. Respóndeme.

—¿A qué?

—Salvador, Salvador de mi alma, en la Puebla se ha dicho que te habías pasado a los franceses. Hoy mismo dijo mi abuelo que estabas entre los vándalos que llegaron anoche. Yo no he querido creerlo, se me ha resistido creerlo: dime si es verdad, dime si te has pasado a los franceses; y si es cierto, Salvador, no volverás a oír una palabra de mi boca, ni me verás. Genara ha muerto para ti. Genara te aborrece.

Monsalud se quedó yerto y frío y sin habla. Helado sudor corría por su frente.

—Genara —dijo haciendo un esfuerzo para traer la palabra de su agitado corazón a sus trémulos labios—, ¿por qué has de tomar tan a pechos…?

—Contéstame pronto —repitió la voz.

El joven vaciló un momento y después dijo:

—Pues bien; es mentira.

—¡Salvador, has dicho que es mentira! —exclamó Genara alzando la voz—. ¡Bendita sea tu boca! ¡Bendita sea tu alma! Todo mentira; invenciones de la gente, envidia también de tus buenas prendas.

—Invenciones, envidia —repitió sordamente Salvador.

—Pues tú me lo dices, lo creo —dijo la muchacha—. Nunca me has dicho sino la verdad. No sé de dónde ha sacado la gente tal noticiota. Dijeron que te habían visto hoy por el pueblo, vestido con un uniforme verde y un sombrero de piel.

Monsalud calló.

—Hace un momento, Salvador mío, me quedé dormida; soñé primero con tu uniforme verde y tu sombrero de piel, adornado con un águila dorada. ¡Me causabas horror! A pesar de tanto como te he querido, viéndote de aquel modo me parecías el más horrible, el más espantoso de los hombres.

Salvador sentía en su garganta un cerco de hierro que le ahogaba. Era la gola con la insignia imperial. Bajando hasta su pecho le mordía el corazón, y el águila majestuosa que exornaba su frente no le hubiera quemado el cerebro con más violencia, si fuera una llama. El desgraciado joven sentía en su interior una ansiedad semejante a la agonía que precede a la muerte.

—Pero después —prosiguió la joven— tuve otro sueño mejor. Soñé que lo de pasarte a los franceses era mentira, como has dicho, soñé que volvías a la Puebla vestido de paisano, pobre, pero con honra; que volvías después de haber estado combatiendo con los franceses en las filas de Longa, de Pastor o de Mina… ¿Estás de paisano? Cuéntame lo que has hecho durante ausencia tan larga.

—Todo te lo contaré. Pero dime; si yo hubiera cometido la infamia, la deslealtad, la alevosía de servir a los franceses, ¿es cierto que habrías aborrecido al pobre Salvador que lo mismo te quiere hoy que ayer?

—No me lo digas —contestó la joven—. ¿Por qué se quiere a las personas? ¿Por el rostro? No lo creas. Se quiere a las personas por las prendas del alma, por el valor, por la honradez, por la generosidad, por la lealtad, por la dignidad, por la nobleza.

Monsalud no oía estas palabras. Sentíalas en su corazón como saetas que se lo atravesaban de parte a parte.

—El que en una guerra como esta —continuó la joven— da de lado a sus hermanos que están matándose por echar a los franceses; el que ayuda a los enemigos, a esa caterva de herejes, ladrones y borrachos, es un traidor cobarde, un ser despreciable, un Judas. Los perros de España merecen más consideración que el que tal vileza comete. Si tú la cometieras, Salvador, no sólo te aborrecería, sino que me mataría la vergüenza de haberte querido.

Monsalud apuró con resignación este cáliz de amargura. Las palabras de la vehemente muchacha, juntamente con el recuerdo de la escena ocurrida en la casa materna, le hicieron comprender la inmensidad del sentimiento patrio. Todo lo que en él había de violentamente salvaje desaparecía ante la grandeza de su lógica. Contra aquello ¿qué podían José ni Napoleón con todos sus ejércitos? Sobre aquel sentimiento, sobre aquel odio de las muchachas a todo el que no fuera patriota, descansaba la inmortalidad nacional, como una montaña sobre sus bases de granito. Monsalud lo vio todo, vio aquel gigante cruel y sublime, salvaje pero grandioso, y se inclinó ante él abrumado, vencido, resignado, comprendiendo su propia miseria y la magnitud aterradora de lo que tenía delante.

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