—No hay que apurarse por tan poca cosa —dijo de improviso el cura levantándose del suelo y acudiendo oficiosamente al lugar de la disputa—. Si es preciso que alguien sople, yo soplaré, que lo haré muy bien, caballeritos, y bueno es un poco de ejercicio a estas horas.
Deseando congraciarse con sus verdugos, Respaldiza cuya poquedad de ánimo y corazón pequeño se habían mostrado ya, se prestaba a todo.
—¿Qué más da? —decía entre dientes—. Más padeció Jesús por nosotros. A él le pusieron atado a una columna y le abofetearon y escupieron. Movamos el fuelle, herreros de Satanás. Si vuestros cuerpos estuvieran dentro del fuego, ¡con qué ganas soplaría!
Metió la mano en la argolla y tirando de la cadena infló el depósito de viento. El caño de la fragua resonó con ardiente resoplido, como la respiración de un cíclope, y las moribundas ascuas revivieron lanzando llamas rojizas. Al compás del canto de los herreros, tiraba de la cadena el cura, afectando en su semblante cristiano humildad; pero lleno de cólera y más que de cólera de miedo.
La noche sin luna oscurecía el cielo y la tierra; pero no cesaba el espantoso ruido dentro y fuera del patio.
La roja claridad de la fragua iluminó los diversos grupos, y D. Fernando, que tenía en su alma todas las oscuridades de la tristeza y todas las llamas de la desesperación, no pudo pensar en echarse al pozo, porque los franceses lo cerraron.
A ratos le causaba profunda pena ver la degradación y falta de dignidad de su compañero de desgracia, el cual seguía en su tarea, y aun sonreía ante los soeces herreros con mengua de su honor y de la jerarquía sacerdotal. Por fin cesó el trabajo; entraron varios soldados españoles y dos o tres renegados, trayendo un par de zaques de vino, a cuya vista se regocijaron todos, disponiéndose a dejarlos vacíos. En el mismo instante llegó Monsalud con algunos soldados, y ordenando a los prisioneros que le siguiesen entró con ellos en el piso bajo de la casa contigua, que lo era de labor y estaba destinada en su parte alta a alojamiento de oficiales. Sin decirles cosa alguna, encerró a cada uno en una pieza baja, separadas ambas por un tabique ruinoso, y sin puerta que las comunicara. Luego que D. Fernando entró en lo que parecía mazmorra, echose en el desnudo piso sin mirar al que le había encerrado. Este arrojó un pan en el suelo, y como cayese a regular distancia del prisionero, el sargento empujó la hogaza con la punta del pie, diciendo:
—Ahí tiene Vd. para pasar la noche. Estoy de guardia hasta las doce y me han encargado la custodia de los dos prisioneros. Traeré también agua y algo de carne, si hay.
—No necesito nada —dijo Garrote sin mirarle—. Yo no como tu pan.
Incorporándose, dio tan fuerte puntapié a la libreta que la lanzó al otro extremo de la pieza.
—Mal genio tiene Vd. —dijo el joven con lástima—. Hay que llevarlo con paciencia. El coronel me ha mandado que después de encerrar e incomunicar a Vd. y a su compañero les notifique…
—Ya lo sé… que seremos arcabuceados…
—A la madrugada. El general no quiere carnicerías; pero el jueves cogió Mina a diez franceses y a todos los degolló.
—Hizo bien —dijo D. Fernando—; y es lástima que no te cogiera también a ti, español renegado a lo que pareces… Si Dios me sacara de esta cárcel y recobrase yo mi libertad y mis armas a ningún afrancesado perdonaría.
—Amigo —dijo el joven—, la situación en que Vd. se halla no es la más propia para vituperar la conducta de los demás y poner cual no digan dueñas a los que, por razones que Vd. ignora, servimos a los franceses.
—Mi situación no me espanta —repuso el viejo con gravedad—. Moriré por la patria, por la religión, y Dios me acogerá en su seno. La muerte que me espera no la cambiaría por cien vidas como la tuya, infeliz joven, por esa vida deshonrada en flor.
El mozo guardó silencio.
—¿Quién te engañó? ¿Quién te sedujo? ¿Sabes lo que es servir al enemigo y hacer causa común con los verdugos de la patria?
—Hablador es el viejo —dijo Salvador un poco enojado—. Hará Vd. bien en descansar y en tranquilizarse, Sr. Navarro. Adiós.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Me lo dijo Respaldiza. Conozco mucho al cura de la Puebla de Arganzón, donde he vivido dos años.
—¿Cómo te llamas?
—Salvador Monsalud… yo soy de Pipaón.
El anciano dio un suspiro profundo echando hacia atrás la cabeza, que al chocar bruscamente contra el tabique produjo un triste y hueco sonido como el de un cántaro que está a punto de romperse.
—Adiós —dijo el joven con la mayor indiferencia—. Volveré después a traer a Vds. alguna cosa. Me da lástima de los que van a morir aunque se lo tengan muy merecido… ¿Conque agua? Si hubiera carne… Veremos.
El estado moral de D. Fernando Garrote fue, desde que se quedó solo, el más espantoso que imaginarse puede. La imagen y la idea de la muerte que poco antes ocuparan por completo su espíritu, huyeron como accidentes fútiles y pasajeros, indignos del pensamiento. Toda su vida pasada, sus culpas, sus glorias se le pusieron delante juntamente con el infeliz joven cuyo nombre acababa de saber. Veía tan claro el designio de Dios, que hasta con los ojos del cuerpo estaba viendo al mismo Dios delante de sí, grave, ceñudo, majestuoso y admirablemente sobrenatural y divino. D. Fernando sintió el terror más vivo que un alma humana puede sentir, miedo semejante tan sólo a los terrores bíblicos que sobrecogían al pueblo elegido, cuando entre rayos y truenos sonaba la voz que había mandado a la luz que se hiciera, y a la tierra separarse de las aguas.
El anciano se prosternó en tierra y apoyando contra las frías baldosas su ardiente cabeza, dijo en voz alta:
—¡Señor, Señor, lo merezco! ¡He sido un malvado! ¡Cúmplase tu voluntad! ¡Justicia terrible, pero justicia al fin! ¡Digna de mi vida es esta última hora que has dispuesto para mí!
Después siguió balbuciendo en voz baja oraciones piadosas y vehementes hasta que su alma se fue tranquilizando poco a poco y las terribles majestuosas facciones del semblante de Dios, que delante creía ver, se amansaron. El pobre anciano respiró y levantándose del suelo fue tentando las paredes hasta el rincón más próximo, donde se acurrucó, cruzando las piernas y los brazos, y entre estos escondiendo la cabeza, de tal modo que parecía un ovillo. En tal postura, solo, sin movimiento, profundamente abstraído y encerrado dentro de sí mismo, como el gusano en su capullo, dijo el soliloquio siguiente, examen sincero de sus muchas culpas:
—«Consagré mi juventud al vicio. Obediente a la ley de Dios tan sólo en lo superficial y externo, falté a todos los deberes cristianos. Iba todos los días a misa y rezaba el rosario, ambos actos sin devoción y por pura rutina, pues en misa no atendía más que a las mujeres que poblaban la iglesia. Llamándome buen católico, y defendiendo de palabra y aun de obra la religión siempre que se ofrecía, mi conducta no dejaba de ser execrable. ¿De qué valía a mi alma el ser presidente por derecho hereditario de la sagrada congregación de
Esclavos de Cristo
, ni hermano mayor de la Virgen de la Asunción, y guardián de su camarín, cuyas llaves se han conservado siempre en las arcas de mi familia, con el derecho de vestir la imagen en las grandes fiestas?… ¡Ay! He sido un perverso que se ha burlado de todas las leyes divinas y humanas. Amonestome un buen religioso francisco; pero me burlé de sus palabras atendiendo más que a él a los que me adulaban fomentando con viles alabanzas mi disolución.
»Diome el cielo fortuna, sin duda por probarme en el empleo que de ella haría, y más valiera que me criara Dios pobre y desnudo, para que así mi natural vicioso se encaminase a la virtud, y con las abstinencias se educara firme y valerosa mi alma. Mas yo empleé mi hacienda en deslumbrar con engañosos oropeles la inocencia, en seducir con mentidas promesas a honradas familias, en corromper dueñas y criadas. Hice del honor mercadería que con el oro se compra y se vende, y de la paz y buena fama de las familias, un juego caprichoso. El demonio, mi aliado y en realidad mi Dios, sugeríame a cada instante artificios nuevos para derrocar la honestidad y vencer la resistencia, que la templanza y el recato ofrecían a mis abominables apetitos. Todo lo atropellé; pisoteé los sentimientos más puros como pisotean los cerdos las flores de un jardín, sin comprender su belleza.
»Dios me tocaba a veces el corazón, dándome ratos de profunda tristeza en los cuales mi conciencia aclarándose ante mí con prodigiosa luz, me ponía delante la fealdad horrenda de mi conducta; mas estos momentos que coincidían siempre con mi cansancio, eran breves como los relámpagos en la noche oscura, y mi alma envilecida dejaba el arrepentimiento para la vejez. Mi memoria con ser portentosa, no puede recordar uno por uno todos los desafueros que cometí, los planes execrables que realicé, ni las víctimas todas de mi salvaje descomedimiento. Pero en estos momentos terribles en que mi conciencia a la vista de un hombre se ha abierto de súbito como una sima llena de horrores, y se me ha presentado Dios con el semblante de la justicia, aprestándose a juzgarme sin misericordia porque no la merezco, uno solo de mis crímenes se me ofrece visible y claro entre los demás, porque a todos los compendia, y con su magnitud oscurece a los otros.
»La ejemplar persona sacrificada vive, al parecer para mi castigo. ¡Ay! A muchas seduje, a muchas atropellé; pero con ninguna fue el engaño tan torpe y miserable como con esta. Cuanto puede hacer un hombre para disimular su vil intención, yo lo hice; cuanto puede inventarse para aparecer bueno sin serlo y apasionado sin estarlo, mi entendimiento, fecundo siempre para el mal, lo inventó con pasmoso ingenio. Burleme después de la desgraciada joven a quien sacrifiqué y yo mismo aplaudí su deshonra en reunión de inicuos amigos y calaveras. Llevado de no sé qué perversos instintos, que desde entonces han sido causa en mí de espantosos remordimientos, llegué hasta a suponer en aquella infeliz faltas que no había cometido, y torpezas y tratos con otros hombres que jamás se acercaron a ella. ¡Escupir el cadáver de la víctima que se acaba de inmolar, no es tan vil como lo que yo hice! ¡Ay! ¿Por qué no taladró mi lengua un hierro encendido como esos que he visto esta tarde en la fragua del patio? ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué no quedé paralítico, ciego y mudo, sin sentido para la maldad, y sólo con pensamiento para meditar en mi merecida ruina y pensar en mi salvación?
»Nació un niño a quien pusieron por nombre Salvador. Me lo dijeron y lo oí como si oyera decir: 'La vaca del vecino ha parido un ternero'. Ya no volví a Pipaón desde que proyecté casarme con otra mujer. Olvidado de mí aventura, llegué sin embargo a entender que la hermosa hija de D. Pablo el Riojano había quedado en la miseria. Nada hice por ella; poco a poco fue envolviéndose en nubes de misterio lo sucedido y la madre y el hijo no existieron para mí. Hace tres años dijéronme que un joven llamado Salvador Monsalud había aparecido en la Puebla en compañía de su madre, mujer melancólica, piadosa y enferma. Sentí cierta aflicción inexplicable, pero nada hice. El amor de mi hijo legítimo me ocupaba por entero. Hace poco, y aún hoy mismo, doña Perpetua me ha recordado la antigua y casi olvidada deuda; mas preocupado con mis preparativos de guerra y soñando con gloriosas hazañas, apenas detuve el pensamiento en los dos desgraciados seres que tan cerca estaban de mí…
»Ha tiempo, sin embargo, que el arrepentimiento trabaja en mi alma, labrándose en ella un hueco con lentitud, pero con constancia. He vuelto los ojos a Dios aunque de soslayo, y a fuerza de pensar en mis culpas y en la justicia divina, he llegado a considerar que el mejor desagravio que a Dios podía ofrecer era sacrificarle los últimos días de mi vida, combatiendo por la fe verdadera contra los herejes y renegados. En mi necio orgullo no he comprendido hasta ahora que Dios no podía aceptarme como diligente servidor, ni menos premiar mi arrojo. Clara, como la luz del sol al medio del día, veo ahora su mano llevándome al destino y fin deplorable que merecía; veo su lógico designio, obra de la perpetua justicia, en los sucesos de esta tarde, y más que en otra cosa alguna, en la presencia de ese joven, de ese ejemplo vivo de mis crímenes, de esa venganza humana y celeste, de ese malaventurado hijo mío, que con la frialdad de los verdugos y la crueldad de un enemigo vencedor se me ha puesto delante para anunciar la muerte que merezco. ¡Oh! merezco más, mucho más, Señor, merezco vivir después de lo que he visto.