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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (54 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Se oyó a lo lejos un grito, seguido de una ráfaga de fusil automático.

—Llevábamos vigilando a Cadey hacía algún tiempo —explicó Yamal—. Estaba trabajando cerca de la frontera libia y queríamos evitar que hiciese nada que perjudicase la seguridad nacional. Un día interceptamos un paquete que envió desde Siwa. Contenía fotografías: de un cadáver, de armas, de ropas. Y una nota con esta única frase: «El ejército perdido de Cambises ha dejado de estar perdido».

—En un primer momento no reparamos en la importancia del hallazgo —intervino Squires—. Fue Crispin quien nos alertó. ¿Qué nos dijo usted, Crispin?

—Que era una suerte que Saif al-Thar no lo hubiese descubierto, pues de lo contrario sería lo bastante rico para financiar un verdadero ejército propio —repuso Oates con una sonrisa, visiblemente satisfecho de sí mismo.

—Entonces se nos ocurrió una idea —explicó Squires—. ¿Y si fuera Saif al-Thar quien lo encontrase? Algo de tal envergadura constituía una oportunidad demasiado extraordinaria para dejarla escapar. Significaba la total independencia económica. Todos sus problemas de financiación se habrían terminado. Se trataba de un regalo llovido del cielo. Y sin duda querría verlo por sí mismo. Era inconcebible que un hombre tan obsesionado por la historia como él permaneciera tranquilamente en Sudán mientras sus hombres exhumaban un hallazgo de tal magnitud. De ninguna manera iba a quedarse sentado a esperar. Vendría y, cuando viniese... —Se acercó las gafas a la boca, le echó el aliento a los cristales y empezó a limpiarlos con el pañuelo. Entretanto, los cuerpos de los soldados de Cambises seguían alineándose junto al borde de la zanja como grandes fichas de dominó—. Nos pusimos en contacto con Cadey y le pedimos su cooperación, pero no se mostró nada receptivo, y al final no nos quedó más alternativa que... eliminarlo de la ecuación. Lamentable. Había demasiado en juego para dejar que un solo hombre lo desbaratase todo.

Tara lo miró meneando la cabeza, entre horrorizada e incrédula. El inglés no pareció reparar en su mirada, y volvió a alzar las gafas, las examinó y siguió limpiándolas.

—El problema que tuvimos que abordar entonces fue cómo hacer para atraer a Saif al-Thar hacia el ejército de Cambises, sin que sospechase que se trataba de un señuelo. Ésa era la clave: tenía que creer que era él quien hacía el descubrimiento. Si por un instante hubiese sospechado que podía ponerse en peligro, no habría dado un solo paso.

—Pero ¿para qué tomarse la molestia de inventarse una tumba? —preguntó Jalifa—. ¿Por qué no haberse limitado a infiltrar a alguien en su organización que le asegurase que sabía dónde estaba el ejército?

—Porque no le habría creído —repuso Squires—. Esto no es como las colinas de Tebas, donde aparecen yacimientos de continuo. Este lugar es tan remoto que no es concebible que nadie lo descubriese por casualidad.

—Pero Cadey lo descubrió.

—Cadey era un arqueólogo profesional. Los hombres de Saif al-Thar son
fellaghas
, campesinos. Ninguno de ellos hubiese tenido el menor motivo para venir aquí. No habría parecido verosímil.

—¿Y sí lo tenía la tumba de un superviviente del ejército?

—Por extraño que parezca, sí. Resultaba tan extraordinario que no podía por menos que ser cierto. Sabíamos que Saif al-Thar recelaría. Claro. ¿Quién no? Pero no tanto como de alguien que le hubiese asegurado que había descubierto el ejército.

Comprobó que los cristales estuviesen bien limpios y se guardó el pañuelo. Jalifa fue a encender un cigarrillo con una astilla de un cajón de madera que aún ardía.

—¿No tiene otra manera de encender el cigarrillo, inspector? —dijo Squires risueño.

—Dravic me quitó el mechero —repuso Jalifa, encogiéndose de hombros.

—¡Qué desconsiderado! —exclamó el británico mirando a Yamal—. Sea buen chico y dele las cerillas al inspector, ¿quiere?

Yamal sacó una caja de cerillas del bolsillo y se la lanzó a Jalifa.

—Por cierto, ¿ha visto alguien por aquí a nuestro amigo Dravic? —preguntó Squires—. Parece que se muestra muy discreto —ironizó.

—Está muerto —contestó Tara sin apartar la vista de la hilera de cadáveres, en voz tan baja que apenas la oyeron—. Al otro lado de la duna. Se lo han tragado las arenas movedizas.

—Bueno, pues... un problema menos —dijo Squires. Sacó otro caramelo, empezó a desenvolverlo y añadió—: ¿Por dónde iba?

—Por lo de la tumba —repuso Jalifa.

—Ah, sí, por lo de la tumba. No era factible excavar una nueva. Por fortuna, dimos con una que nos venía al pelo. Del período y estilo adecuados. Estaba vacía. Sin decoración. Y, sobre todo, desconocida para todos, salvo para un puñado de especialistas en necrópolis tebanas. Los hombres de Saif al-Thar no habrían oído hablar de ella, lo cual, como estoy seguro que reconocerá, era crucial para que el plan funcionase.

Parte del caramelo no acababa de desprenderse del envoltorio y el británico hizo una pausa para retirar el celofán.

—Pero, a pesar de contar con una tumba hecha a medida, tardamos casi un año en completarla —continuó—. Decir que fue una labor penosa constituye un pálido reflejo de la realidad. La decoración tenía que ser falsificada y envejecida con productos químicos, para que pareciese que tenía dos mil quinientos años de antigüedad. Y, por supuesto, había que hacerlo todo en el más absoluto secreto. Créanme: fue una operación de enorme envergadura. Hubo momentos en los que creímos que no llegaríamos a terminarla.

Logró al fin desprender el caramelo del envoltorio y se lo llevó a la boca. Luego hizo una pelotita con el papel y se la metió en el bolsillo.

—En fin... el caso es que logramos terminar el trabajo. Completamos la decoración e introdujimos en la tumba una serie de objetos funerarios, procedentes de los museos de Luxor y de El Cairo, junto a algunos del propio ejército de Cambises. Todo lo que restaba por hacer entonces era filtrar la información a Saif al-Thar y aguardar a que sus hombres descifrasen la inscripción.

—Pero alguien se les adelantó —señaló Jalifa.

—Eso era con lo que no contamos —reconoció Squires, meneando la cabeza—. Había una probabilidad entre un millón; una entre diez millones. Pero aun así, la cosa no tenía por qué terminar en desastre. Podía haberse limitado a llevarse unos cuantos objetos y dejar la decoración intacta, pero resultó que se llevaron el fragmento de texto jeroglífico más revelador, de manera que cuando los hombres de Saif al-Thar llegaron allí, la tumba era, por lo menos desde nuestro punto de vista, completamente inútil. Todo un fiasco. Una verdadera desgracia.

—Pero no tan grave como para Nayar y para Iqbar —apuntó Jalifa.

—No, desde luego —admitió Squires—. Sus muertes fueron muy lamentables. Al igual que la de su padre, señorita Mullray.

Tara alzó la vista y le dirigió una mirada de odio.

—Ustedes nos utilizaron —le espetó—. Dejaron que matasen a mi padre, y no les importó arriesgar nuestras vidas. No son ustedes mejores que Saif al-Thar.

—Quizá exagera usted un poco —dijo Squires en tono condescendiente—. Aunque, dadas las circunstancias, es perfectamente comprensible. Por desgracia, la muerte de su padre fue algo que escapó a nuestro control. Pero sí es verdad que los utilizamos a ustedes. Al igual que en el caso del doctor Cadey, concluimos que el bienestar de una persona debe subordinarse a los más amplios intereses de la sociedad. Es desagradable, pero necesario. —Guardó silencio unos momentos, chupando el caramelo—. Al principio no teníamos ni idea de qué era lo que fallaba en nuestro plan. Sabíamos que Dravic había descubierto la tumba, pero, por la razón que fuese, no picaba. Y al descubrir que faltaba un fragmento esencial del texto jeroglífico nos vimos ante un grave dilema. Era demasiado tarde para renunciar al plan, pero tampoco podíamos hacer nada abiertamente para ayudar a Saif al-Thar. No nos quedó más remedio que dejar que los acontecimientos siguieran su curso.

Una ráfaga de viento más fuerte que la anterior hizo susurrar la duna. El ruido de las cuentas de Yamal remitió por unos segundos y luego se intensificó. Daniel se mordisqueaba el labio inferior.

—Su intervención, señorita Mullray, complicó la situación, pero también nos brindó una salida —dijo Squires asintiendo con la cabeza—. Era obvio que usted sospechaba de la muerte de su padre, y existía el peligro de que empezase a averiguar ciertas cosas. Sin embargo, cabía la posibilidad de que, si nos conducíamos del modo correcto, pudiese ayudarnos a encontrar el fragmento de texto jeroglífico que faltaba, para restituírselo a Saif al-Thar sin que él llegase a sospechar que nosotros estábamos implicados. Y así resultó. Lo hizo usted muy bien —añadió con un deje de ironía.

Tara lo fulminó con la mirada. Se sentía burlada, y maltratada. Daniel la observó por un instante, pero enseguida bajó la vista.

—Hay que reconocer que corrimos un gran riesgo durante unos días —prosiguió Squires—. Si usted llega a dejar el fragmento en Saqqara todo hubiese sido más fácil, pero al llevárselo nos obligó a entrar en un juego muy delicado. De haber recurrido usted a las autoridades egipcias o a nuestra embajada, Saif al-Thar se habría retirado de inmediato. No tuvimos más remedio que inducirla a actuar por su cuenta. De ahí que montásemos la farsa de la existencia de un grupo mafioso que se dedicaba a robar antigüedades y a sacarlas del país.

—A través de Samali —aventuró Tara.

—En efecto. Es uno de nuestros agentes. Y lo hizo de maravilla.

—¡Dios santo! —exclamó ella tan exasperada como abatida. Jalifa sintió el impulso de acercarse para confortarla, pero comprendió que no era el momento.

—Pese a ello, todo pendía de un hilo aún —continuó Squires—. Todavía podíamos fracasar. El inspector nos creó bastantes problemas y controlarla a usted no fue tarea fácil, señorita Mullray. Por suerte, contábamos con alguien entre bastidores que nos fue de gran ayuda —añadió sin extenderse en detalles.

Los soldados habían terminado de depositar los cadáveres de los hombres de Saif al-Thar junto a la zanja y charlaban en el límite del campamento. La actividad en éste había cesado por completo.

Las últimas palabras de Squires habían estremecido a Tara.
«Alguien entre bastidores... Alguien entre bastidores.»
Alzó la cabeza lentamente.

—Oh, no —exclamó con voz ahogada—. ¡Oh, Dios mío! —añadió mirando a Daniel—. Eras tú, ¿verdad?

Daniel palideció. Miró hacia los restos retorcidos de los cadáveres de la zanja.

—Lo sabías, ¿verdad? —agregó entre dientes—. Lo sabías todo desde el principio, ¿no?

Daniel siguió mirando hacia la zanja por unos instantes, y al fin, lentamente, volvió la cabeza hacia ella. Sus ojos reflejaban sentimiento de culpabilidad y pesar, pero también una frialdad brutal. Tara tuvo la sensación de que no lo conocía.

—Lo siento, Tara —dijo él en tono inexpresivo—. Pero me jugaba mi licencia. Prometieron devolvérmela, lo que me permitiría dirigir de nuevo excavaciones.

Ella lo miró fijamente, demasiado afectada para mover un solo músculo. Por un instante se sintió como si sólo ellos dos estuvieran allí. Apenas notaba la presencia de nadie más, ni siquiera de Jalifa, que se le había acercado un poco. Era como si estuviese en un túnel, con Daniel junto a una de las entradas y los demás fuera. Quiso decir algo, pero no logró articular palabra. Daniel volvió a mirar hacia los cadáveres desmembrados que yacían en aquella tumba gigantesca.

—¿Cuándo? —logró musitar ella al fin.

—¿Cuándo me involucré? —preguntó él—. Hace cosa de un año. Se pusieron en contacto conmigo. Me contaron lo del ejército y que querían utilizarlo como señuelo para que Saif al-Thar volviese a Egipto. Me dijeron que, si los ayudaba, podría volver a excavar en el Valle de los Reyes. Por entonces ya hacía seis meses que había perdido la licencia. Y habría hecho lo que fuera por recuperarla. Lo que fuera. —Un súbito rubor tiñó su rostro, como si una parte de él se avergonzase de lo que acababa de decir. Pero el rubor desapareció de inmediato y su cara volvió a reflejar una frialdad sobrecogedora. Se agachó y recogió del suelo la daga que Jalifa había esgrimido hacía unos momentos—. Fui yo quien dio la idea de hacerles creer que uno de los soldados de Cambises había sobrevivido al desastre. Recordaba la inscripción de Dimacos en la KV9, e inventé la historia. Sabía que existía una tumba en perfecto estado de conservación en las colinas. Yo hice todo el trabajo de decoración de las paredes. Me embargaba una extraña sensación de felicidad, por estar allí solo, pintando los jeroglíficos, creando el texto, forjando la historia. Estaba exultante. Y el resultado final... me sorprendió incluso a mí. Recuerdo que, el día que terminé, me senté a contemplar con orgullo mi obra maestra. Aunque ahora comprendo que era demasiado perfecta. Debería haber reparado en que las estatuillas funerarias pertenecían a otro período. Fue una estupidez por mi parte. Un grave descuido.

Miró a Jalifa, que le devolvió la mirada, impertérrito.

—¿Y la daga? —preguntó el inspector.

—La vio usted, ¿verdad? —dijo Daniel con una sonrisa—. No pude resistir la tentación. La tira de piel de la empuñadura estaba un poco suelta. De modo que la retiré y grabé «Dimacos hijo de Menendos» en la empuñadura, con caracteres griegos. La verdad es que me lo pasé en grande añadiendo ese detalle para que todo pareciese auténtico.

Jalifa dio una calada, meneó la cabeza y le dirigió una mirada de desprecio.

—Eso era todo lo que querían que hiciese —dijo Daniel—. Sólo crear una tumba. Pero entonces desapareció el fragmento de texto jeroglífico, entraste tú en escena y ellos descubrieron que te conocía. De modo que me pidieron que me pusiera en contacto contigo y te vigilase. No fue una misión de mi gusto, pero ¿qué podía hacer? Me jugaba la licencia. Y, si he de ser sincero, me sentía tan intrigado como ellos por lo que había ocurrido. Yo había creado la tumba. Me sentía totalmente implicado. De modo que dejé la nota en el apartamento de tu padre, seguro de que reconocerías mi letra.

Las lágrimas habían empezado a rodar por las mejillas de Tara, quien se sentía como si le hubiesen rasgado la ropa y la hubiesen dejado completamente desnuda. Se abrazó como para protegerse de su imaginaria desnudez.

—Si hubieses dejado el fragmento en Saqqara todo habría ido bien —dijo Daniel—. Intenté convencerte, pero no quisiste escuchar. Después... —Alzó las manos con expresión de impotencia. Tara no podía contener el llanto. Tenía el rostro irreconocible, como si sus facciones se hubiesen fragmentado y dispuesto en otro orden.

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