Omar se inclinó hacia Daniel y le susurró algo al oído.
—¡Bébete esa Coca-Cola y no digas bobadas, Omar!
Estuvieron charlando un rato distendidamente; sobre los hijos de Omar, sobre sus días en El Cairo y los yacimientos que había en la zona. La muchacha reapareció con una fuente de lentejas. Cuando dieron cuenta de ellas, volvió con una bandeja de pollo frito, arroz y
molochia
. Después salió la esposa de Omar con una pipa
shisha
que dejó en la mesa entre los dos hombres. Agradeció los elogios de todos por la comida, retiró los platos y, tras dirigir una breve mirada a Tara, volvió a entrar en la casa.
—Bueno —dijo Omar exhalando el humo por la nariz—. Sospecho que no ha venido sólo a visitar a un amigo, doctor.
—¡No se le escapa nada al viejo El-Faruk! —exclamó Daniel.
—Mi familia ha trabajado con arqueólogos durante más de cien años —dijo Omar entre risas, guiñándole un ojo a Tara—. Mi tatarabuelo estuvo con Petrie; mi bisabuelo con Carter; y un hermano de mi bisabuelo con Pendlebury, en Amarna. Los conocemos muy bien. Para nosotros son tan transparentes como el cristal. —Le pasó la pipa a Daniel y añadió—: Y bien, dígame, amigo mío. Cuente conmigo para lo que sea. Usted es parte de mi familia.
Daniel guardó silencio por unos momentos, luego miró a Tara y dijo:
—Enséñasela.
Tara titubeó, pero por fin sacó la caja de cartón de su bolso y la tendió hacia Omar, que levantó la tapa y sacó la tablilla decorada.
—Creo que procede de por aquí —dijo Daniel— de una tumba, probablemente. ¿La habías visto antes? ¿Sabes algo de ella?
Omar no contestó de inmediato. Siguió examinando la tablilla por ambas caras, después la devolvió a la caja, la tapó y preguntó:
—¿Dónde la han encontrado?
—Me la regaló mi padre —respondió Tara—. Por lo visto, Saif al-Thar está muy interesado en hacerse con ella, y el personal de la embajada británica también.
Tara advirtió que Daniel se rebullía incómodo en la silla y que no le había gustado que mencionase aquello.
Omar asintió con la cabeza, se llevó la boquilla de bronce a la boca y dio una profunda calada.
—¿Y por esto han venido desde El Cairo? —preguntó por fin.
—Sí —repuso Daniel—. Nos ha parecido mejor evitar la región central. Sabes algo, ¿verdad?
El egipcio exhaló el humo lentamente.
—Ayer por la mañana me llevaron a la comisaría para interrogarme —dijo—. No es nada anormal. Siempre que se comete un delito relacionado con las antigüedades en lo primero que piensa la policía es en un miembro de la familia El-Faruk. Estamos cansados de repetirles que ya no traficamos, que hace cien años que dejamos de hacerlo. Pero es inútil. Siguen interrogándonos. En esta ocasión, sin embargo, no me hicieron las preguntas habituales. En esta ocasión se trata del asesinato de un hombre que, según el inspector que me interrogó, podía haber descubierto una tumba, haberse llevado algunos objetos y, luego, haber tenido un... desagradable encuentro con gente muy poderosa. Querían saber si había oído algo al respecto. —Vació parte de la ceniza de la
shisha
y prosiguió—: Por supuesto, no dije nada a la policía. Son unos perros, y antes muerto que ayudarlos. La verdad es que sí que he oído algunas cosas sobre el descubrimiento de una tumba en las colinas. No sé exactamente dónde, pero al parecer se trata de algo muy importante y Saif al-Thar está empeñado en conseguir lo que hayan encontrado.
—¿Y crees que esta tablilla puede ser parte de lo que contuviese la tumba? —preguntó Daniel.
Omar se encogió de hombros.
—No lo sé. Tal vez. De lo que estoy seguro es de que corren ustedes un grave peligro. Es un mal asunto hacer algo que contraríe a la Espada Vengadora.
Omar los miró. El asno había dejado de ramonear las hojas y en ese momento se hallaba delante de la casa, olisqueando la boca de un horno de arcilla para cocer pan.
—Necesitamos averiguar la procedencia de esta tablilla —dijo Daniel—, saber por qué es tan importante. Ayúdanos, por favor.
Omar guardó silencio unos momentos, fumando. Luego, lentamente, se levantó y fue hacia la casa. Por un instante Tara creyó que los abandonaba, pero antes de entrar Omar se volvió hacia ellos y dijo:
—Por supuesto que los ayudaré, Daniel. Es usted mi amigo y, si un amigo le pide ayuda a un Abd el-Faruk, la obtiene. Indagaré. Entretanto, serán mis huéspedes.
Omar señaló hacia la casa y los condujo al interior.
Jalifa estaba en el vestíbulo principal del Museo de Antigüedades Egipcias de El Cairo, mirando hacia la gran cúpula de cristal del techo y las colosales estatuas que había al fondo del patio. Una y otra vez se repetía que era una lástima no disponer de más tiempo. Hacía dos años que no visitaba el museo, y le hubiese gustado volver a ver algunas de sus piezas favoritas: los féretros de Yuya y Tjuju; los tesoros de Tutankamón; la estatuilla de caliza pintada que representaba al enano Seneb. Pero la tarde ya estaba muy avanzada y tenía que tomar el tren. De modo que sin entretenerse más cruzó la galería del Imperio Antiguo y subió por una escalinata que partía del fondo, mirando los objetos al pasar pero resistiendo la tentación de detenerse a contemplarlos. Al final de la escalinata abrió una puerta que conducía a las oficinas, subió por un tramo de escaleras de madera y a continuación enfiló un pasillo hasta llegar al despacho del profesor Mohamed al-Habibi. Llamó con los nudillos y una voz jovial lo invitó a entrar. Su viejo profesor estaba de pie, de espaldas, examinando con una lupa algo que tenía encima de su mesa.
—Un segundo... —dijo el profesor distraídamente, sin volverse—. Como si estuviera en su casa.
Jalifa cerró la puerta y se apoyó contra ésta, mirando afectuosamente al profesor. Sabía que era inútil tratar de llamar su atención en esos momentos. Cuando el profesor estaba absorto en algo ni una manada de elefantes lograba distraerlo. Tenía el mismo aspecto de siempre, rechoncho, con una sempiterna chaqueta de punto y pantalones tejanos que le venían cortos. Quizá estuviera un poco más cargado de espaldas y algo más calvo, pero había que considerar que tenía casi ochenta años. Por lo demás, estaba igual que siempre.
Jalifa recordaba el día que lo había conocido, hacía ya veinticinco años. Había sido allí mismo, en el museo. Él y Alí estaban frente a una mesa de libación de alabastro, preguntándose en voz alta qué era una libación. El profesor, que pasaba por allí, se detuvo y se lo explicó.
Les cayó bien de inmediato, por su aspecto desaliñado, su jovialidad y el modo de referirse a aquella mesa como si fuese una persona en lugar de un objeto inanimado. También al profesor le cayeron bien Jalifa y Alí, y se sintió conmovido por el interés que mostraban por el pasado, por su evidente pobreza y porque un hijo suyo, de la edad de Alí, se había matado en accidente de automóvil.
El profesor se convirtió en su guía oficioso. Todos los viernes iban al museo y él les enseñaba distintas salas durante una o dos horas. Les compraba un par de refrescos y unas
basbousas
en un tenderete de Midan Tahrir. Cuando se hicieron mayores, en lugar de un refresco y
basbousas
los invitaba a comer en su casa los viernes. Cocinaba su esposa, que era aún más rechoncha y desaliñada que él. Les prestaba libros y pequeñas reproducciones de objetos antiguos y les dejaba ver la televisión, algo que aunque ninguno de los dos hermanos lo reconociese, era lo que más les gustaba de sus visitas al profesor, quien, en cierto modo, llenaba el vacío que había dejado su padre. Los trataba con afecto paternal. El orgullo que sintió el profesor cuando Jalifa logró ingresar en la universidad era más propio de un padre que de un amigo. Y otro tanto cabía decir de sus lágrimas al morir Alí.
El profesor tardó varios minutos en dejar la lupa a un lado y volverse.
—¡Yusuf! —exclamó al ver a Jalifa—. ¿Por qué demonios no has dicho que eras tú? —añadió dirigiéndole una sonrisa franca—. ¡Mira que eres bobo!
—No he querido distraerlo.
—¡Tonterías!
Jalifa se acercó y se abrazaron.
—¿Cómo están Zainab y los niños?
—Bien, gracias. Todos le envían un beso.
—¿Y el pequeño Alí? ¿Qué tal va en la escuela?
El profesor era el padrino del hijo de Jalifa y siempre mostraba un gran interés por su educación.
—Muy bien.
—Ya lo sabía yo. A diferencia de su padre, ese muchachito tiene cerebro —dijo el profesor guiñándole un ojo.
Rodeó su mesa arrastrando los pies y descolgó el teléfono.
—Llamaré a Arwa para decirle que irás a cenar.
—Lo siento, pero no puedo. He de volver a Luxor esta misma noche.
—¿No vas a tener tiempo ni para algo rápido?
Jalifa se echó a reír, porque la idea que tenía la señora Habibi de una cena rápida era de cinco platos, por lo menos.
—De verdad, profesor, me es imposible.
Habibi refunfuñó y volvió a colgar el auricular.
—Se enfadará conmigo por no haberte convencido. Dirá que debería haber insistido más, y llevarte a rastras si fuera necesario.
—Lo siento, profesor. Será una visita de médico.
—Pues deberías ir al médico más a menudo —dijo Habibi, y se echó a reír. Sacó una botella de jerez de un armario y llenó la copa que tenía encima de la mesa—. Supongo que las leyes de Alá no se han dulcificado desde la última vez que nos vimos.
—Me temo que no.
—En tal caso no voy a violentarte ofreciéndote un trago —dijo Habibi alzando el vaso—. Me alegro mucho de verte, Yusuf. Ha pasado mucho tiempo.
El profesor vació la copa de un trago, pasó un brazo por la cintura de Jalifa y lo atrajo hacia la mesa.
—Fíjate en esto —le dijo.
Encima del secante tenía un trozo de papiro amarillento, muy arrugado, con seis columnas de jeroglíficos y, en una esquina, muy borrosa, parte de la cabeza de un halcón bajo un disco solar.
—Dame tu opinión, por favor —le pidió a Jalifa, pasándole la lupa.
A Jalifa le encantaba aquel juego, consistente en mostrarle un objeto cualquiera para que se pronunciara sobre lo que era. Examinó el papiro con la lupa y dijo:
—Ya no se me dan bien esta clase de jeroglíficos. Los del trabajo policial son muy distintos. —Resiguió con el dedo las líneas de texto—. ¿Procede de alguno de los libros que tratan sobre el más allá? —aventuró.
—¡Muy bien! Pero ¿de cuál?
Jalifa volvió a examinar el texto.
—¿Amduat? —preguntó titubeante—. ¡No! Espere..., de El Libro de los muertos —añadió antes de que Habibi tuviese tiempo de corregirlo.
—¡Bravo, Yusuf! ¡Estoy realmente impresionado. Pero ¿podrías fecharlo?
Eso era bastante más difícil. Las oraciones y los rituales que contenía
El libro de los muertos
habían aparecido por primera vez en las tumbas regias de la vigésimo octava dinastía, y apenas habían cambiado en los mil quinientos años siguientes. Los jeroglíficos podían dar alguna pista de la fecha, porque lo más probable era que hubiesen cambiado estilísticamente a lo largo de los siglos. Pero Jalifa no estaba lo bastante preparado para advertirlo. Las únicas pistas que podía detectar eran la cabeza del halcón bajo el disco solar y el nombre que figuraba en el texto: Amenemheb.
—Del Imperio Nuevo —arriesgó.
—¿Por qué? —preguntó Habibi.
—Por la imagen de Re-Harajty, que era el dios del estado en el Imperio Nuevo. Y porque Amenemheb era un nombre típico del Imperio Nuevo.
—El razonamiento es impecable —dijo el profesor—, pero erróneo. Inténtalo de nuevo.
—No tengo ni idea, profesor. ¿Del tercer período intermedio?
—Frío.
—¿Del período tardío?
—Frío —repitió el profesor, que se lo estaba pasando en grande—. Te doy una última oportunidad —agregó entre risas.
—¿Grecorromano?
—Me temo que no —repuso el profesor dándole una palmada en el hombro—. Veinte.
—¡De la vigésima dinastía! Pues eso es lo que he dicho, ¡del Imperio Nuevo!
—Veinte, Yusuf, del... ¡siglo XX!
Jalifa quedó boquiabierto.
—¿Una falsificación?
—En efecto; y muy buena.
—¿Cómo lo ha detectado? Parece auténtico.
Habibi se echó a reír.
—Te asombraría comprobar lo hábiles que son los falsificadores; no sólo con la reproducción, sino por los materiales que utilizan. Tienen métodos para envejecer la tinta y el papiro y conseguir que parezcan de hace miles de años. En lo suyo, demuestran un talento excepcional. Es una lástima que lo empleen en estafar a la gente.
Cogió la botella de jerez y volvió a llenar la copa.
—Pero ¿cómo lo descubre usted? —preguntó Jalifa—. ¿En qué lo nota?
Al igual que antes, Habibi se bebió el jerez de un trago.
—Es posible hacer varias pruebas. La del carbono catorce para el papiro, y el análisis microscópico para la tinta. Sin embargo, en este caso no he tenido que recurrir a ninguna de las dos. Lo he advertido con un simple examen visual. Vuelve a mirarlo.
Jalifa examinó nuevamente el papiro con la lupa, pero por más que lo intentaba no descubría nada que delatase que se trataba de una falsificación.
—Me desconcierta —dijo, irguiéndose y devolviéndole la lupa al profesor—. Es absolutamente perfecto.
—¡Exacto! ¡Y precisamente por eso se nota que es falso! Fíjate en cualquier manuscrito egipcio antiguo, en cualquier inscripción o fresco. Nunca son perfectos. Siempre tienen aunque sea un mínimo defecto; una gota de tinta, un jeroglífico desalineado, una figura del revés. Por más pequeño que sea, siempre se encuentra por lo menos un defecto. Pero no en las falsificaciones, cuya perfección es precisamente lo que les delata. Los antiguos egipcios nunca fueron tan precisos. El excesivo detallismo pierde a los falsificadores.
El profesor cogió el papiro, lo estrujó en la mano y lo arrojó a la papelera. Luego rodeó la mesa y se sentó en su viejo sillón de piel. Cogió una pipa de brezo de un estante que estaba detrás del sillón, la llenó de tabaco de una petaca que tenía en un cajón y la encendió. Jalifa aprovechó para encender a su vez un cigarrillo. Luego metió la mano en el bolsillo, sacó el paquete que llevaba y lo dejó sobre la mesa.
—Bien... profesor —dijo con una sonrisa—. Ahora le toca a usted. ¿Qué puede decirme acerca de estos objetos?
Habibi lo miró a través del humo de su pipa con expresión inquisitiva. Desenvolvió el paquete, que contenía los siete objetos que el inspector había encontrado en la tienda de Iqbar. Se inclinó hacia delante y los acarició, como si tratase de tranquilizarlos, de infundirles confianza.