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Authors: Bernard Cornwell
Después de una terrible época de precariedad y batallas, el bravo guerrero Arturo ha logrado instaurar la paz y la unidad entre los reinos britanos, y todo parece apuntar a una felicidad perpetua: el trono de Mordred está a salvo, Ginebra lleva en su entraña al hijo de Arturo, Lancelot está a punto de casarse. Pero Arturo, con su arrogancia de soldado, ha desdeñado la influencia de los caprichosos dioses paganos y de su aliado Merlín. Éste trata de reunir los trece objetos sagrados esparcidos por toda Britania para restituir el imperio del caos y expulsar a los sajones. ¿Cuándo podrán el bien y el orden imperar en la isla? Los sufrimientos de Arturo parecen no tener fin, sus adversarios son tenaces, pero en esta segunda entrega de las Crónicas del Señor de la Guerra el rey persevera en el cumplimiento de los altos idea les de la moral caballeresca. La emoción y la aventura están aseguradas.
Bernard Cornwell
El enemigo de Dios
Crónicas del señor de la gerra - 2
ePUB v2.0
iBrain18.07.12
El enemigo de Dios
Crónicas del Señor del la Guerra, vol.II
Título original:
Enemy of God
Bernard Cornwell, @1996.
Traducción: C.Cardeñoso
Editor original: iBrain (v1.0 a v2.0)
ePub base v2.0
Hoy he pensado en los muertos.
Es el último día del año viejo. Los helechos del cerro se han tornado marrones, los olmos del otro extremo del valle han perdido las hojas y la matanza invernal de ganado ha comenzado. Esta noche es la vigilia de Samain.
Esta noche, la cortina que separa a los muertos de los vivos tiembla, se deshilacha y finalmente desaparece. Esta noche los muertos cruzan el puente de espadas. Esta noche los muertos llegan desde el otro mundo al nuestro, pero no los vemos. No son más que sombras en la oscuridad, meros susurros del viento en una noche serena, pero aquí están.
El obispo Sansum, el santo varón que gobierna nuestra reducida comunidad de monjes, se burla de tal creencia. Dice que los muertos no tienen cuerpos de sombra ni pueden cruzar el puente de espadas, sino que yacen en sus frías tumbas aguardando el advenimiento triunfal de nuestro Señor Jesucristo. Dice que está bien recordar a los muertos y rezar por su alma inmortal, pero que los cuerpos ya no existen. Se corrompen, los ojos se descomponen, sólo quedan unas cuencas oscuras, los gusanos reducen las entrañas a un líquido infecto y el moho recubre los huesos. El santo insiste en que los muertos no vienen a molestar a los vivos en la noche de Samain, pero esta noche también él se cuidará de dejar una hogaza de pan y un cuenco de agua en el fogón del monasterio. Finge que es un descuido pero, de todos modos, esta noche habrá una hogaza de pan y un cuenco de agua junto al rescoldo de la cocina.
Yo dejaré algo más; una copa de hidromiel y un salmón. Son presentes modestos, pero es todo lo que tengo y esta noche lo dejaré en las sombras, junto al hogar, antes de retirarme a mi celda, donde daré la bienvenida a los muertos que acudan a esta casa fría y perdida en un cerro pelado.
Nombraré a los muertos. Ceinwyn, Ginebra, Nimue, Merlín, Lancelot, Galahad, Dian, Sagramor; ¡tantos son que llenaría de nombres dos pergaminos! Sus pasos no arrancarán un crujido a la madera ni espantarán a los ratones que habitan en el techo de paja del monasterio, pero hasta el obispo Sansum sabe que los gatos arquearán el lomo y bufarán desde los rincones de la cocina cuando las sombras que no son sombras se acerquen al lar a recoger los presentes que las disuadan de hacer el mal.
Así pues, hoy he pensado en los muertos.
Ya soy viejo, quizá tan viejo como llegó a ser Merlín, aunque ni de lejos tan sabio. Creo que el obispo Sansum y yo somos los únicos hombres que quedamos de aquellos días de gloria, y sólo yo los recuerdo con nostalgia. Quizá todavía vivan otros, en Irlanda o en los yermos que hay al norte de Lothian, pero nada sé de ellos; lo que sí sé es que si algún otro vive, esta noche se encogerá como yo ante la oscuridad invasora, igual que los espectros de esta noche intimidan a los gatos. Todo lo que un día amamos ha sido destruido; todo lo que construimos ha sido derruido y todo lo que sembramos lo han cosechado los sajones. Los britanos nos refugiamos en las tierras altas del oeste y hablamos de venganza, pero no existe espada capaz de desafiar a las tinieblas. Son muchos los momentos en que todo cuanto deseo es reunirme con los muertos. El obispo Sansum aplaude este deseo y dice que es loable mi anhelo de estar en el Cielo a la derecha del Señor, pero yo no creo que alcance el paraíso de los justos. He pecado mucho y temo merecer el infierno, pero aún espero, en contra de mi fe, que mi destino sea el otro mundo. Allí, bajo los manzanos de Annwn, la fortaleza de las cuatro torres, me aguarda una mesa rebosante de viandas a la que se sientan todos mis viejos amigos. Merlín engatusará a todos con sentencias, protestas y burlas, Galahad reventará de ganas de interrumpirle y Culhwch, aburrido de tanta cháchara, se hará con un gran pedazo de carne creyendo que nadie lo ha visto. También Ceinwyn estará allí, mi amada y adorable Ceinwyn, poniendo paz en el tumulto provocado por Nimue.
Mas aún debo soportar la maldición de seguir respirando. Vivo mientras mis amigos celebran un festín permanente, y en tanto, escribo la historia de Arturo. La escribo por mandato de la reina Igraine, la joven esposa del rey Brochvael de Powys, protector de nuestro humilde monasterio. Igraine deseaba conocer cuanto yo recordara de Arturo y así fue como emprendí la escritura de este relato que el obispo Sansum desaprueba. Dice que Arturo era el enemigo de Dios, un engendro del diablo, y por eso las escribo en sajón, mi lengua materna, que el santo no comprende. Igraine y yo le hemos dicho que estoy copiando el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo en la lengua del enemigo, y a lo mejor nos cree, pero también puede ser que espere la oportunidad de probar el engaño para castigarme después.
No pasa un día sin que escriba. Igraine visita el monasterio con frecuencia para rogar a Dios que bendiga su vientre con un hijo y, una vez hechas sus plegarias, recoge los pergaminos escritos y los manda traducir al britano al escribano del tribunal de justicia de Brochvael. Tengo para mí que cambia la historia para adecuarla más al Arturo de sus deseos, sin respetar el que realmente fue, pero ¿qué importa, si nadie ha de leer esta historia? Soy como aquel que levanta un muro de barro y zarzo para protegerse de una inundación inminente. La oscuridad será completa cuando nadie lea. Sólo quedarán sajones.
Escribo acerca de los muertos y así pasa el tiempo, hasta que me reúna con ellos; llegará el día en que el hermano Derfel, el humilde monje de Dinnewrac, vuelva a ser lord Derfel Cadarn, Derfel el poderoso, paladín de Dumnonia y estimado amigo de Arturo. Pero hoy por hoy no soy más que un viejo monje aterido de frío que garabatea sus memorias con la única mano que le queda. Esta noche es Samain y mañana comienza un nuevo año. El invierno ya está aquí. La hojarasca forma remolinos de vivo color al pie de los setos, se ven malvises entre los rastrojos, las gaviotas han volado tierra adentro desde el mar y las chochas se reúnen bajo la luna llena. Igraine dice que la estación es propicia para escribir sobre cosas pasadas, y me ha traído nuevos pergaminos, un frasco de tinta recién mezclada y un manojo de plumas. Me pide que le hable de Arturo, del Arturo glorioso, nuestra mayor y última esperanza, nuestro rey que nunca lo fue, el enemigo de Dios, el azote de los sajones. «Háblame de Arturo.»
El campo después de la batalla es una visión terrorífica.
Habíamos ganado pero no había júbilo en nuestro espíritu, tan sólo agotamiento y alivio. Ateridos, nos reunimos en torno a la lumbre intentando no pensar en los espectros y fantasmas que poblaban la oscuridad en que yacían los muertos del valle del Lugg. Algunos durmieron, pero las pesadillas de la batalla nos impedían descansar. Me desperté en plena noche, sobresaltado por el recuerdo de la lanzada que tan cerca había estado de destrozarme el vientre. Issa me salvó desviando la pica enemiga con el canto del escudo, pero me perseguía el recuerdo de lo que había estado a punto de ocurrir. Intenté conciliar el sueño, pero la imagen de aquella embestida me mantenía despierto y finalmente me levanté, agotado y tiritando, y me eché el manto por los hombros. El valle estaba iluminado por hogueras mortecinas y en la oscuridad que reinaba entre las llamas flotaba una mezcolanza de humo y niebla del río. Algo se movía entre la bruma, pero no habría podido decir si eran fantasmas o seres vivos.
—¿No concilias el sueño, Derfel? —me habló una voz susurrante que provenía del pórtico del edificio romano en el que yacía el cuerpo del rey Gorfyddyd. Me giré y vi que Arturo me miraba.
—No concilio el sueño, señor —admití.
Se abrió camino entre los guerreros dormidos. Llevaba un manto blanco, tan de su gusto, que parecía brillar a la luz de las fogatas. No se apreciaba rastro de barro ni de sangre y pensé que debía de haberlo guardado aparte para tener algo limpio que ponerse después de la batalla. A los demás no nos habría importado acabar desnudos con tal de conservar la vida, pero Arturo siempre fue meticuloso. Llevaba la cabeza descubierta y su cabellera todavía mostraba las marcas del casco allí donde éste se ceñía al cráneo.
—Nunca duermo bien tras la batalla, por lo menos durante una semana. Pero al fin me es concedida la bendición de una noche de descanso —dijo y, sonriendo, añadió—: Estoy en deuda contigo.
—No, señor —repliqué, aunque en verdad lo estaba. Sagramor y yo habíamos resistido en el valle del Lugg durante todo el día, luchando en la barrera de escudos contra una vasta horda de enemigos, y Arturo no había acudido en nuestra ayuda. Finalmente, llegaron refuerzos, y con ellos la victoria, pero de todas las contiendas de Arturo, la del valle del Lugg era la que más cerca había estado de acabar en derrota. Hasta aquel día.
—Tendré presente mi deuda —prosiguió con voz entrañable—, aun si tú la olvidas. Ha llegado el momento de enriquecerte, Derfel, a ti y a tus hombres.
Sonrió, me puso la mano en el hombro y me condujo hacia un claro donde nuestras voces no perturbaran el inquieto sueño de los guerreros que yacían al amor de las humeantes fogatas. La tierra estaba húmeda y la lluvia se encharcaba en las profundas cicatrices hechas en la tierra por los cascos de los imponentes caballos de Arturo. Me preguntaba si los caballos tendrían pesadillas de guerra y si los muertos, recién llegados al otro mundo, todavía se estremecerían con el recuerdo del mandoble o la lanzada que había enviado su espíritu a cruzar el puente de espadas.
—Supongo que Gundleus está muerto —dijo Arturo interrumpiendo mis pensamientos.
—Muerto, señor —confirmé. El rey de Siluria había perecido poco después del anochecer, pero yo no había visto a Arturo desde el momento en que Nimue arrancara la vida a su enemigo.
—Oí sus alaridos —dijo Arturo con voz neutra.
—Se habrán oído por toda Britania —respondí con pareja indiferencia.
Nimue le había arrancado su negro espíritu recreándose en la venganza contra el hombre que la había violado y la había privado de un ojo.
—Así pues, Siluria necesita un rey —dijo Arturo, y miró al fondo del largo valle, donde unas figuras negras se movían entre la niebla y el humo. Las sombras que proyectaban las llamas en su rostro rasurado le hacían aparecer demacrado. No era un hombre de bellas facciones, ni tampoco feo. Su rostro era en cierto modo singular: alargado, huesudo y fuerte. En reposo tenía un aire triste que expresaba compasión y sabiduría, pero en cuanto entraba en conversación se animaba, se entusiasmaba y se mostraba pronto a la sonrisa. Todavía era joven por aquel entonces, había cumplido treinta años y el gris aún no plateaba su corta cabellera.