El Ayuntamiento había hecho cuanto había podido por el viejo. Le había ofrecido alojamiento en uno de los nuevos, limpios y brillantes apartamentos propiedad del municipio, e incluso una casita propia en otro sitio. Le habían visitado asistentes sociales y pastores de la Iglesia. Habían tratado de convencerle con halagos, y ofrecido muchas soluciones. Él se había negado a trasladarse. La calle había sido asolada, a los lados y delante y detrás de él. Habían proseguido las obras; el parking había sido nivelado, pavimentado y vallado por tres lados, junto a su casa. Pero el viejo no había querido marcharse.
La Prensa local se había ocupado mucho del «Ermitaño de Mayo Road». Y lo propio habían hecho los chiquillos del lugar, que habían bombardeado la casa con piedras y pellas de barro, rompiendo casi todas las ventanas, mientras el viejo, con gran regocijo de ellos, les llenaba de insultos a través de los rotos cristales.
Por último, el concejo municipal había dictado la orden de desahucio, se había autorizado el lanzamiento del ocupante, y las fuerzas de la ciudad se habían plantado delante de la casa aquella lluviosa mañana de noviembre.
La primera autoridad saludó a Hanley.
—Un asunto desagradable —dijo—. Siempre es igual. Me disgustan los desahucios.
—Sí —dijo Hanley, observando el grupo.
Estaban los dos alguaciles, que eran los que harían el trabajo; unos hombres altos y corpulentos, que parecían inquietos. Otros dos funcionarios municipales, dos policías de Hanley, alguien de Sanidad, un médico y varios funcionarios poco importantes. Barney Kelleher, fotógrafo veterano del periódico local, estaba también allí, seguido de un joven reportero barbilampiño. Hanley estaba en buenas relaciones con la Prensa local, y su actitud frente a sus más antiguos servidores era precavidamente amistosa. Cada cual hacía su trabajo, y no había que indisponerse por ello. Barney guiñó un ojo y Hanley le correspondió con un movimiento de cabeza. El jovencito lo interpretó como un signo de intimidad.
—¿Van a echarle por la fuerza? —preguntó.
Barney Kelleher le lanzó una mirada envenenada. Hanley fijó sus ojos grises en el rapaz, sin pestañear, hasta que el joven se arrepintió de haber hablado.
—Actuaremos con la mayor suavidad posible —contestó gravemente Hanley.
El muchacho escribió furiosamente, más para hacer algo que para recordar una frase tan corta.
La diligencia estaba señalada para las nueve. Pasaban dos minutos de la hora. Hanley hizo una seña al funcionario encargado.
—Adelante —ordenó.
El funcionario municipal se acercó a la puerta y llamó con fuerza. Nadie le respondió.
—¿Está usted ahí, Mr. Larkin? —gritó.
Silencio. El funcionario se volvió y miró a Hanley. Éste asintió con la cabeza. El funcionario carraspeó y leyó la orden de lanzamiento en voz lo bastante alta para que le oyesen desde dentro de la casa. No 'hubo respuesta. Volvió hacia el grupo que estaba en la calle.
—¿Le damos cinco minutos? —preguntó.
—Está bien —admitió Hanley.
Detrás del cordón policial, surgió un murmullo entre la creciente multitud de antiguos moradores de Gloucester Diamond. Por último, una voz más atrevida se destacó de las demás.
—Dejadle en paz —gritó la voz—. Es un pobre viejo.
Hanley se acercó tranquilamente al cordón. Observó sin prisa la hilera de caras, mirándoles fijamente a los ojos. La mayoría desviaron la mirada; todos guardaron silencio.
—¿Ahora le compadecéis? —preguntó suavemente Hanley—. ¿Fue por compasión que rompisteis todas sus ventanas el invierno pasado, haciendo que se helase ahí dentro? ¿Fue por compasión que le arrojasteis piedras y barro? —Se hizo un largo silencio—. Entonces, cerrad el pico —dijo Hanley, y volvió al grupo de delante de la puerta.
Todos callaron detrás del cordón. Hanley hizo una señal con la cabeza a los dos alguaciles que le miraban fijamente.
—Procedan —ordenó.
Ambos llevaban barras de hierro. Uno de ellos pasó junto al lado de la casa, deslizándose entre la valla y la esquina del edificio. Con la facilidad nacida de la práctica, desprendió tres tablas de la valla y entró en el patio de atrás. Se acercó a la puerta trasera y dio unos golpes con la barra. Cuando su colega oyó el ruido, golpeó a su vez la puerta principal. Ni el uno ni el otro obtuvieron respuesta. Entonces, el que estaba en la parte delantera de la casa introdujo el extremo biselado de la barra entre la puerta y la jamba, y la cerradura saltó inmediatamente. La puerta se abrió unos centímetros y quedó encallada. Había muebles amontonados detrás de ella. El alguacil sacudió tristemente la cabeza y, volviéndose al otro lado de la puerta, hizo saltar los goznes. Después alzó la puerta y la depositó en el jardín. Una a una, apartó las mesas y sillas amontonadas en el recibidor, hasta que la entrada quedó despejada. Por último, llamó:
—¿Mr. Larkin?
En la parte de atrás, se oyó un chasquido al romper su compañero la puerta y entrar en la cocina.
La calle estaba silenciosa mientras los dos hombres registraban la planta baja. Una cara pálida apareció en la ventana del dormitorio del piso alto. Los curiosos la vieron.
—¡Allí está! —gritaron tres o cuatro voces, como los ojeadores que descubren una liebre delante de los jinetes.
Uno de los alguaciles asomó la cabeza en la puerta principal. Hanley señaló con la cabeza hacia la ventana del dormitorio. Los dos hombres subieron la estrecha escalera. La cara desapareció de la ventana. No hubo lucha. Al cabo de un momento, los dos hombres bajaron de nuevo, llevando el primero al viejo en brazos. Al salir bajo la lluvia, miró indeciso a su alrededor. El asistente social se acercó corriendo, llevando una manta seca. El alguacil puso al viejo en pie, y le envolvieron con la manta. El viejo parecía desnutrido y ligeramente mareado, pero, sobre todo, muy espantado. Hanley tomó una resolución: fue hacia su coche e hizo una señal al chofer para que avanzase. El Ayuntamiento podría meterle después en el asilo de ancianos, pero lo primero que necesitaba aquel hombre era un buen desayuno y una taza de té caliente.
—Colóquelo en el asiento de atrás —le dijo al alguacil.
Cuando el hombre estuvo sentado en el cálido interior del automóvil, Hanley subió y se sentó a su lado.
—Salgamos de aquí —dijo Hanley al conductor—. Hay un café medio kilómetro más abajo, en la segunda calle a la izquierda. Vayamos allá.
Al cruzar el coche el cordón y pasar entre la curiosa multitud, Hanley echó una mirada a su extraño invitado. El hombre llevaba unos pantalones mugrientos y una delgada chaqueta sobre la camisa desabrochada. Se decía que llevaba años sin cuidar de sí mismo como era debido, y su cara estaba flaca y arrugada. Contemplaba en silencio el respaldo del asiento de delante y no correspondió a la mirada de Hanley.
—Esto tenía que ocurrir, más pronto o más tarde —dijo amablemente Hanley—. Usted lo sabía.
A pesar de su corpulencia y de que, cuando quería, hacía que los rufianes del puerto se measen en los pantalones al enfrentarse con él, Big Bill Hanley era mucho más amable de lo que hacían presumir su cara carnosa y su rota y aplastada nariz. El viejo se volvió despacio y le miró, pero no dijo nada.
—Me refiero al cambio de domicilio —dijo Hanley—. Le buscarán un sitio donde esté caliente en invierno y le den bien de comer. Ya lo verá.
El automóvil se detuvo ante el café. Hanley se apeó y se volvió al conductor.
—Tráigale adentro —dijo.
En el interior del caliente y nebuloso establecimiento, Hanley señaló con la cabeza una mesa desocupada en un rincón. El conductor llevó al viejo a aquel rincón y le hizo sentarse de espalda a la pared. El viejo no protestó ni dio las gracias. Hanley miró la lista clavada en la pared, detrás del mostrador. El dueño del café se enjugó las manos con un trapo húmedo y le miró, interrogador.
—Dos huevos con tocino, tomate, salchicha y patatas fritas —pidió Hanley—. A la mesa del rincón. Para aquel viejo. Y sírvale primero una taza de té. —Dejó dos libras sobre el mostrador—. Ya me dará el cambio cuando vuelva —dijo.
El chofer se apartó de la mesa y se acercó al mostrador.
—Quédese aquí y no le pierda de vista —dijo Hanley—. Yo conduciré el coche.
El chofer pensó que era un buen día para él; primero, un automóvil con calefacción, y ahora, un café en el que se estaba caliente. Había llegado el momento de tomar una taza de té y fumar unos cigarrillos.
—¿Debo sentarme con él, señor? —preguntó—. Apesta un poco.
—Basta con que no le pierda de vista —repitió Hanley.
Y regresó al lugar de la demolición, en Mayo Road.
La brigada había empezado su trabajo y no perdía el tiempo. Varios hombres del contratista entraban y salían de la casa, sacando los pocos muebles y enseres de su antiguo ocupante, los cuales dejaban en la calle bajo la ahora más intensa lluvia. El funcionario del Ayuntamiento había abierto su paraguas y observaba la operación. En la zona de aparcamiento, dos máquinas demoledoras, sobre ruedas de caucho, esperaban para empezar su trabajo en la parte de atrás de la casa, el patio posterior y el retrete exterior. Detrás de ellas, esperaba una hilera de diez camiones volquetes, para llevarse los cascotes de la casa. El agua corriente, la electricidad y el gas habían sido cortados hacia meses, y la casa estaba sucia y húmeda. Allí no había albañal, y por esto se hallaba el retrete en el exterior, servido por un pozo muerto que pronto sería llenado y cubierto con cemento para siempre. El funcionario municipal se acercó a Hanley al apearse éste del coche. Señaló la puerta abierta de un camión del Ayuntamiento.
—He recogido lo que puede tener algún valor sentimental —explicó—. Viejas fotografías, monedas, algunas cintas de medallas, un poco de ropa, varios documentos personales en una caja de cigarros, en su mayoría mohosos. En cuanto a los muebles… —y señaló el montón de trastos bajo la lluvia— son nidos de insectos; el hombre de Sanidad aconseja que los quememos todos. No darían dos peniques por ellos.
—Ya —dijo Hanley.
El funcionario tenía razón, pero el problema era suyo. Sin embargo, parecía necesitar un apoyo moral.
—¿Le indemnizarán por eso? —preguntó Hanley.
—¡Oh, sí! —contestó seriamente el oficial, deseoso de explicar que su departamento no era una fiera despiadada—. Será indemnizado por la casa, que era de su propiedad, y se hará una justa valoración de los muebles, instalaciones y efectos personales que se hayan perdido, dañado o destruido. Además, se le otorgará una cantidad por las molestias del traslado…, aunque, francamente, ha costado mucho más al Ayuntamiento con su prolongada resistencia a abandonar la casa.
En aquel momento, uno de los hombres salió de detrás de la casa, trayendo un par de gallinas en cada mano.
—¿Qué diablos tengo que hacer con esto? —preguntó, a nadie en particular.
Uno de sus colegas se lo dijo. Barney Kelleher tomó una instantánea. Una buena foto, pensó. Los últimos amigos del Ermitaño de Mayo Road. Un buen título. Uno de los hombres del contratista dijo que él tenía también gallinas y que podría guardarlas en su pequeño gallinero. Buscaron una caja de cartón y metieron en ella a las mojadas aves, que fueron a parar al camión del Ayuntamiento hasta que aquel obrero pudiese llevárselas a su casa.
Al cabo de una hora, todo estaba a punto. La casita había sido vaciada. El robusto capataz, en su brillante impermeable amarillo, se acercó al funcionario municipal.
—¿Podemos empezar? —preguntó—. El jefe quiere terminar y vallar el aparcamiento cuanto antes. Si podemos echar hoy el cemento, podremos alquitranarlo mañana a primera hora.
El funcionario suspiró.
—Adelante —dijo.
El capataz se volvió e hizo señal a una grúa móvil de cuyo brazo pendía una bola de hierro de media tonelada. La grúa avanzó despacio hasta el lado de la casa, se detuvo y se elevó, silbando suavemente, sobre sus pies hidráulicos. La bola empezó a oscilar, ligeramente al principio y describiendo después arcos cada vez más amplios. La multitud observaba fascinada. Habían visto demoler sus propias casas de la misma manera, pero siempre era un espectáculo digno de verse. Por último, la bola golpeó el lado de la casa, no lejos de la chimenea, haciendo saltar una docena de ladrillos y abriendo dos grietas a lo largo de la pared. La muchedumbre lanzó un grave y largo «Aaaaahhh». No hay nada como una bonita demolición para animar a una multitud aburrida. Al cuarto golpe, las dos ventanas superiores saltaron de sus marcos y cayeron en el aparcamiento. Una esquina de la casa se desprendió del resto de ésta, dio media vuelta de vals y se derrumbó sobre el patio de atrás. Momentos después, el cañón de la chimenea, sólida columna de ladrillos, se rompió por la mitad, y la parte superior cayó a través del que fuera tejado y del piso alto, hasta el nivel del suelo. La vieja casa se estaba desintegrando. Y esto gustaba a la gente. El superintendente jefe Hanley volvió a su coche y regresó al café.
—¿Ha terminado ya? —preguntó.
—Está tardando mucho, señor —dijo el chófer—, y se traga el pan con mantequilla como si fuese agua.
Hanley observó cómo envolvía el viejo un trozo grasiento de comida en el blanco y blando pan, y seguía masticando.
—El pan es de primera —dijo el dueño del café—. Ya se ha comido tres raciones.
Hanley consultó su reloj. Eran más de las once. Suspiró y se sentó en un taburete.
—Una taza de té —pidió.
Había dicho al hombre de Sanidad que se reuniese con él dentro de media hora, para llevarse al viejo. Entonces podría él volver a su oficina y despachar algunos papeles. Se alegraría de acabar con este asunto.
Entraron Barney Kelleher y su joven reportero.
—Le ha invitado a desayunar, ¿eh? —preguntó Bamey.
—Se lo cargaré en cuenta —repuso Hanley, y Kelleher supo que no lo haría—. ¿Ha tomado alguna foto?
Barney se encogió de hombros.
—No ha ido mal —dijo—. La de las gallinas es buena. Y la de la chimenea al derrumbarse. Y la del hombre al ser envuelto en la manta. Es el final de una era. Recuerdo los días en que diez mil personas vivían en el Diamond. Y todos trabajaban. Mal pagados, desde luego, pero trabajaban.
Entonces se necesitaban cincuenta años para crear un suburbio. En la actualidad, pueden hacerlo en cinco.
Hanley lanzó un gruñido.
—Es el progreso —dijo.
Un segundo coche de la Policía se detuvo delante de la puerta. Uno de los jóvenes agentes que había estado en Mayo Road se apeó de un salto, vio a través del cristal que su jefe estaba con la Prensa y se detuvo, indeciso. El joven reportero no lo advirtió. Barney Kelleher fingió no darse cuenta. Hanley bajó del taburete y se dirigió a la puerta. Fuera, bajo la lluvia, le dijo el policía: