Read El Día Del Juicio Mortal Online
Authors: Charlaine Harris
Vale.
—Eric y yo queremos saber por qué nos advertiste —le dije a Colton. Y quería saber por qué pensé en él cuando Eric me contó la historia de Chico y su madre.
—He oído hablar de ti —contestó—. Fue Heidi.
—¿Heidi y tú sois amigos? —preguntó Eric a Colton, aunque regaló a Audrina una de sus mejores sonrisas.
—Sí —admitió Colton—. Trabajé para Felipe en un club de Reno. La conocí allí.
—¿Saliste de Reno para desempeñar un trabajo mal remunerado en Luisiana? —Eso no parecía tener sentido.
—Audrina era de aquí y quería intentar volver a echar raíces —explicó Colton—. Su abuela vive en la caravana del final de la calle y está muy delicada. Audrina trabaja en el Redneck Roadhouse de Vic durante el día como recepcionista. Yo trabajo de noche en el Beso del Vampiro. Además, vivir aquí es mucho más barato. Pero no te falta razón, hay más. —Echó una mirada a su novia.
—Vinimos por una razón —prosiguió Audrina—. Colton es el hermano de Chico.
Eric y yo tuvimos que tomarnos un segundo para asimilar esa noticia.
—Así que era tu madre —le dije al joven—. Lo siento.
Si bien no sabía mucho más de la historia, el nombre había bastado para encenderme las luces.
—Sí, era mi madre —contó Colton. Se nos quedó mirando, inexpresivo—. Mi hermano Chico es un capullo que no se lo pensó dos veces antes de convertirse en vampiro. Tiró su vida como cualquier idiota se haría un tatuaje. «¡Mola cantidad!». El caso es que siguió siendo un capullo, haciendo el trabajo sucio para Victor sin entender por qué. No lo pillaba. — Apoyó la cabeza entre las manos y la sacudió de lado a lado—. Hasta esa noche. Entonces sí que lo entendió. Pero tuvo que pagar con la vida de nuestra madre. Chico desearía estar muerto también, pero nunca será así.
—¿Y cómo es que Victor no sabe quién eres?
—Chico tenía otro padre, así que su apellido también era distinto —añadió Audrina para dar tiempo a Colton para recuperarse—. Y Chico no era precisamente un tipo familiar. Hacía diez años que se había ido de casa. Sólo llamaba a su madre una vez cada dos meses, pero nunca iba a verlos. Pero eso bastó para que a Victor se le ocurriese la brillante idea de recordarle que no había firmado un contrato precisamente con los Ángeles de California.
—Más bien los Ángeles del Infierno —terció Colton estirándose.
Si la comparación molestó a Eric, no se notó. Estaba convencida de que no era lo peor que había escuchado.
—Así que, gracias a un empleado de Víctor —elaboró Eric—, supiste de mi Sookie. Y supiste cómo advertirla cuando Victor intentó envenenarnos.
Colton parecía airado. «No debí hacerlo», pensó.
—Sí, hiciste lo que debías —señalé, aunque puede que un poco susceptible—. También somos personas.
—Tú lo eres —dijo Eric, leyendo la expresión de Colton tan claramente como yo sus pensamientos — . Pero Pam y yo no. Colton, quiero agradecerte la advertencia y deseo recompensarte. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Puedes matar a Victor —respondió Colton inmediatamente.
—Qué interesante. Es precisamente lo que quería hacer —afirmó Eric.
En cuanto a declaraciones dramáticas, la de Eric tuvo un gran impacto. Audrina y Colton se pusieron tensos. Pero yo ya había vadeado esas mismas aguas.
Resoplé, exasperada, y miré a otra parte.
—¿Te aburres, mi amor? —preguntó Eric. Su voz podría haber hecho temblar al propio hielo.
—Llevamos meses diciendo lo mismo. —Puede que fuese un poco exagerado, pero no demasiado—. Pero todo se ha quedado en palabras. Si vamos a hacer algo malo, dejémonos de tonterías y pongámonos manos a la obra. ¡No va a morir sólo con que lo digamos! ¿Crees que no sabe que está en nuestra lista negra? ¿Crees que no nos estará esperando? — Al parecer, estaba dando un discurso que, hasta el momento, había mantenido en secreto, incluso para mí misma—. ¿Crees que no os está jodiendo a Pam y a ti para provocaros y tener así una justificación para acabar con vosotros? En esta situación, él gana o gana.
Eric me miró como si me hubiese transformado en una cabra. Audrina y Colton se habían quedado con la boca abierta.
Eric abrió la suya para decir algo, pero la volvió a cerrar. No sabía si iba a regañarme o a irse en silencio.
—¿Qué solución propones? —dijo, con la voz tranquila—. ¿Tienes un plan?
—Reunámonos con Pam mañana por la noche —propuse—. Ella también debería estar en esto. —Además, así ganaría tiempo para pensar en algo y no quedar en ridículo.
—Está bien —aceptó —. Colton, Audrina, ¿estáis seguros de que queréis correr este riesgo?
—Sin duda —afirmó Colton—. Audie, cielo. No tienes por qué hacerlo.
Audrina bufó.
—¡Demasiado tarde, colega! Todos en el trabajo saben que vivimos juntos. Si te rebelas, estaré muerta aunque no participe. Sólo me queda unirme para que esto salga bien.
Me gustan las mujeres prácticas. La escruté por dentro y por fuera. Era sincera. No obstante, hubiese sido una completa ingenua si no hubiese contemplado que correr a avisar a Víctor también hubiese sido muy práctico. Sería el curso de acción más práctico, con diferencia.
—¿Cómo sabemos que no le llamarás por teléfono en cuanto salgamos de la caravana? —inquirí, decidiendo que podía habérseme escapado algo.
—¿Cómo sé yo que no harás tú lo mismo? —repuso Audrina—. Colton os ha hecho un favor avisándoos de lo de la sangre de hada. Creyó lo que Heidi le contó sobre vosotros. Y supongo que tienes las mismas ganas que nosotros de sobrevivir a esto.
—«Superviviente» es mi segundo nombre. Nos veremos mañana por la noche en mi casa —dije. Les apunté la dirección en una vieja lista de la compra. Dado que mi casa estaba aislada y contaba con protecciones mágicas, al menos sabríamos si alguien seguía a Eric, Pam, Colton y Audrina.
Había sido una noche muy larga y empezaba a bostezar con una intensidad que amenazaba la integridad de mi mandíbula. Dejé que Eric condujese hasta Shreveport, ya que estábamos más cerca de su casa que de la mía. Estaba tan cansada y somnolienta que otra sesión de sexo estaba fuera de toda cuestión, a menos que Eric desarrollase un repentino interés en la necrofilia. Se rió cuando le dije eso.
—No, te prefiero vivita, caliente y coleando —afirmó, y me besó en su punto favorito de mi cuello, el que siempre hacía que me estremeciese—. Creo que podría espabilarte un poco —añadió. La confianza es atractiva, pero era incapaz de aunar fuerzas. Volví a bostezar y él rió de nuevo —. Iré a ver a Pam para ponerle al día. También debería preguntarle por su amiga Miriam. Cuando amanezca, Sookie, vete a casa en cuanto te levantes. Dejaré una nota sobre el coche a Mustafá.
—¿Quién?
—Así se llama mi hombre de día: Mustafá Khan.
—¿En serio?
Eric asintió.
—Tiene mucha actitud —dijo—. Quedas avisada.
—Vale. Creo que me quedaré en el dormitorio de arriba, ya que tengo que levantarme mientras tú sigues dormido —respondí. Me encontraba en la puerta del dormitorio más grande de la planta baja, donde Eric quería que me «mudase». El anterior era un espacio de juegos de seducción. Eric había hecho que le construyesen unos densos muros y una pesada puerta de doble cierre que daba a las escaleras. Me daba un poco de claustrofobia pasar toda la noche allí, aunque lo había hecho alguna que otra vez si sabía que podía acostarme tarde. El dormitorio de arriba tenía persianas y densas cortinas para proteger a los vampiros de la luz, pero yo mantenía las persianas abiertas y eso lo hacía más tolerable.
Tras la catastrófica visita de Apio, el creador de Eric, y su «hijo» Alexei, aún temía encontrarme con alguna mancha de sangre cada vez que iba a casa de Eric; incluso creía olerla. Pero algún decorador de amplio presupuesto había cambiado las moquetas y pintado las paredes. Ahora resultaba difícil creer que allí se hubiese producido un hecho violento y la casa rezumaba una especie de olor a tarta de nueces. Esa hogareña fragancia subyacía al leve olor seco de los vampiros, un olor para nada desagradable.
Eché el pestillo de la puerta en cuanto Eric se marchó (nunca se sabe) y me di una ducha rápida. Allí tenía un camisón, algo más elegante que mi habitual uniforme de Piolín. Cuando me estaba relajando en el excelente colchón, creí oír la voz de Pam abajo. Extendí la mano hacia el cajón de la mesilla, encontré el reloj despertador y la caja de pañuelos y los dejé a mano.
Aquello fue lo último que recordé durante unas cuantas horas. Soñé con Eric, Pam y Amelia; estaban en una casa incendiada y yo tenía que sacarlos para que no ardieran. No había que ser un lince para entender el sueño, pero me preguntaba por qué había metido a Amelia en la casa.
Si los sueños fuesen coherentes con la realidad, lo más probable es que Amelia hubiese provocado el incendio tras algún incidente de los suyos.
Salí de la casa a las ocho de la mañana, tras quizá cinco horas de sueño. No me parecían suficientes. Hice una parada en Hardee’s y compré un emparedado de carne y un café. El día se me hizo un poco más animado después. Un poco.
Aparte de una ranchera nueva aparcada frente al coche de Eric, mi casa parecía tranquila y normal bajo la cálida luz matutina. Era un día deslumbrantemente claro. Las flores abiertas a lo largo de los peldaños delanteros se alzaban para absorber los rayos del sol. Conduje hasta la parte de atrás preguntándome quién sería la visita y en qué habitación habría dormido.
Los coches de Amelia y Claude se encontraban en la zona de grava de la parte trasera, dejando apenas espacio para aparcar el mío. Se me hizo algo extraño entrar en mi casa cuando ya había dentro tanta gente. Para cierto alivio mío, aún no notaba ninguna actividad mental. Puse una cafetera y fui a mi habitación para cambiarme de ropa.
Había alguien en mi cama.
—Disculpa —dije.
Alcide Herveaux se incorporó. Tenía el torso desnudo. Del resto no sabía nada, ya que lo tapaban las sábanas.
—Esto es jodidamente extraño —señalé, ascendiendo por una oleada de enfado —. A ver cómo suena la explicación.
Alcide esbozó su típica leve sonrisa, expresión de lo más impertinente si le encuentro en mi cama sin haberme pedido permiso antes. Su expresión pasó a serio y azorado, mucho más apropiada.
—Has roto el vínculo con Eric —dijo el líder de la manada de Shreveport—. Siempre he sido inoportuno en cada una de las ocasiones que hemos tenido para estar juntos. Esta vez no quería perder mi oportunidad. — Aguardó mi reacción con mirada sostenida.
Me dejé caer sobre la antigua silla floreada del rincón. Es donde suelo arrojar la ropa que me quito por la noche. Alcide había tenido la misma idea. Deseaba que mi trasero estuviese imprimiendo unas arrugas a sus prendas que nunca desapareciesen.
—¿Quién te ha dejado pasar? —inquirí. Debía de albergar buenas intenciones hacia mí para que las protecciones lo hubieran dejado pasar, o de lo contrario Amelia me lo hubiera dicho. Pero en ese momento poco me importaba.
—Tu primo, el hada. ¿A qué se dedica exactamente?
—Es
stripper
—dije, generosa en la simplificación dadas las circunstancias. No me figuraba que sería tan importante hasta que vi la cara que ponía Alcide—. Entonces, qué. ¿Has decidido que podías colarte en mi cama y seducirme en cuanto atravesase la puerta? ¿Justo a mi vuelta después de haber pasado la noche en casa de mi novio? ¿Tras echarle un polvo que podría figurar en el libro Guinness de los Récords?
Oh, Dios, ¿de dónde había salido todo eso?
Alcide se echó a reír. No parecía poder evitarlo. Me relajé porque, por muy difusas que fuesen las mentes de los licántropos, vi que también se reía de sí mismo.
—A mí tampoco me pareció una buena idea —indicó con franqueza—, pero Jannalynn pensó que esto sería como un atajo para meterte en nuestra manada.
Ja. Eso explicaba muchas cosas.
—¿Has hecho esto siguiendo un consejo de Jannalynn? Lo único que esa chica quiere es que me sienta incómoda —declaré.
—¿En serio? ¿Qué tiene ella en tu contra? O sea, ¿por qué querría hacer eso? Sobre todo si tenemos en cuenta que, si lo hiciera, también me haría sentir incómodo a mí.
Alcide era su jefe en todo, el centro de su universo. Comprendía lo que eso significaba y convine con su bochorno por Jannalynn. No obstante, en mi opinión, Alcide no estaba lo suficientemente incómodo. Estaba convencida de que albergaba la esperanza de que si se sentaba en mi cama con su desgreñado atractivo matutino, quizá reconsideraría mi postura. Pero un buen aspecto no bastaba para mí. Me preguntaba cuándo se había convertido Alcide en un tipo que pensase que sí.
—Lleva un tiempo saliendo con Sam —dije—. Lo sabías, ¿verdad? Acudí a una boda familiar con Sam y creo que Jannalynn piensa que le quité el puesto.
—Entonces ¿Sam no está tan coladito por ella como ella por él?
Tendí la mano y la mecí de un lado a otro.
—Ella le gusta mucho, pero es más maduro y cauto.
—¿Por qué estábamos sentados en mi dormitorio hablando de eso? — . Bueno, Alcide, ¿crees que podrías vestirte e irte a casa ahora? —Miré el reloj. Eric me había dejado una nota diciendo que Mustafá Khan se presentaría a las diez, dentro de apenas una hora. Como era un lobo solitario, no estaría por la labor de conocer a Alcide y hacer migas.
—Aun así, me gustaría que te unieras a mí —dijo, medio sincero, medio riéndose de sí mismo.
—Siempre es bueno que a una la quieran. Y eres muy mono —intenté que eso sonara a pensamiento residual—, pero sigo con Eric, con o sin vínculo. Además, has intentado tirarme los tejos de la forma más equivocada, gracias a Jannalynn. A todo esto, ¿quién te ha dicho que ya no existe el vínculo?
Alcide se deslizó fuera de la cama y estiró la mano para coger su ropa. Me levanté y se la pasé, manteniendo la mirada en todo momento. Llevaba ropa interior, una especie de monokini. ¿Manakini? Mientras se ponía la camisa, dijo:
—Tú amiga Amelia. Ella y su amigo vinieron al Pelo del perro anoche para tomarse una copa. Estaba seguro de que la conocía, así que nos pusimos a charlar. En cuanto escuchó mi nombre, supo que tú y yo éramos amigos. Se puso muy parlanchina.
Hablar demasiado era uno de los fallos de Amelia. Empecé a albergar una sospecha más oscura.
—¿Sabía Amelia qué harías esto? —pregunté, indicando con la mano la cama revuelta.
—La seguí a ella y a su novio hasta aquí —dijo Alcide, lo que no era precisamente una negación—. Consultaron con tu primo, el
stripper
, ¿Claude? Pensó que esperarte aquí sería una gran idea. Creo que hasta se habría unido a nosotros por cincuenta centavos. —Hizo una pausa mientras se abrochaba la cremallera de los vaqueros y arqueó una ceja.