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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (2 page)

De los momentos posteriores, hay lapsos de tiempo que Daniel es incapaz de recordar aún hoy. Por ejemplo, cuánto tiempo tardó el enjambre de policías que se reunió en Faneuil Hall en iniciar la búsqueda. O la forma en que las otras madres atraían hacia sí a sus hijos cuando él pasaba, convencidas de que la mala suerte es contagiosa. La avalancha de preguntas del detective, un examen de paternidad: «¿Cuánto mide Trixie? ¿Cuánto pesa? ¿Qué llevaba puesto? ¿Ha hablado alguna vez con ella acerca de los extraños?». Daniel no había podido responder a esta última. ¿Había hablado con ella del tema, o simplemente había planeado hacerlo? ¿Sería Trixie capaz de gritar, de huir? ¿Lo haría lo bastante fuerte, lo bastante rápido?

Los policías querían que se quedara sentado en algún lugar concreto, para saber dónde encontrarle si era necesario. Daniel asintió y prometió no moverse, pero en cuanto se dieron la vuelta se puso en marcha. Empezó a buscar por la parte posterior de todos y cada uno de los puestos del área de restauración. Miró por debajo de las mesas de la cúpula. Entró de sopetón en los lavabos de las mujeres, llamando a Trixie a voz en grito. Escudriñó bajo los faldones fruncidos de los tenderetes donde se vendían pendientes de bisutería, gruesos calcetines de lana, tu nombre escrito en un grano de arroz. Luego salió disparado al exterior.

El patio estaba lleno de gente que no sabía que apenas a unos metros el mundo se había venido abajo. En su inconsciencia, compraban, se arremolinaban, reían, mientras Daniel pasaba junto a ellos dando tumbos. La hora de comer de las empresas había terminado, y la mayoría de los hombres de negocio habían desaparecido. Las palomas picoteaban restos de comida entre los adoquines. Acurrucada junto a la estatua sedente de bronce de Red Auerbach, chupándose el pulgar, estaba Trixie.

Hasta que no la vio, Daniel no se dio cuenta de lo mucho de sí mismo que había quedado erosionado por su ausencia. Era paradójico, pero sintió los mismos síntomas que cuando había desaparecido: piernas flojas, pérdida del habla, una completa inmovilidad.

—Trixie —dijo por fin, y la sostuvo entre sus brazos, quince kilos de dulce alivio.

Diez años después, Daniel había vuelto a confundir a su hija con otra persona. Sólo que esta vez ya no era una niña de cuatro años en una sillita. Esta vez había desaparecido mucho más de veinticuatro minutos. Y ella le había dejado a él, y no al revés.

Obligándose a regresar al presente, Daniel soltó el acelerador de la moto de nieve al llegar a una bifurcación en el camino. Al instante la tormenta formó un remolino. No podía ver a dos palmos delante de él. Cuando se volvió para mirar atrás, el rastro que había dejado había quedado ya borrado, el camino era una franja sin costuras. Los esquimales yup’ik tienen una palabra para ese tipo de nieve, la que te pica detrás de los ojos y se te clava en la piel desnuda como una lluvia de flechas:
pirrelvag
. La palabra ascendió a la garganta de Daniel, alarmante como una segunda luna, prueba de que ya había estado allí, por mucho que hubiera pretendido con buenas artes convencerse de lo contrario.

Entornó los ojos. Eran las nueve de la mañana, pero en diciembre en Alaska no hay mucha luz. El aliento le colgaba de la boca como una cuerda en el vacío. Por un momento, a través de la cortina de nieve, le pareció ver el brillante reflejo del pelo de Trixie, como una cola de zorro asomando de un gorro de lana, pero tan fugazmente como había aparecido, se desvaneció.

Los yupiit
[2]
tienen también una palabra para esos momentos en que hace tanto frío que si arrojas una jarra de agua al aire se solidifica como el cristal antes de tocar el suelo congelado:
cikuq’erluni
. «Un movimiento en falso —pensó Daniel— y todo se hará añicos a mi alrededor». Así que cerró los ojos, dio gas y dejó que el instinto tomara el mando. Casi al instante, las voces de los ancianos que conocía resonaron en su mente: «Las agujas de abeto son más afiladas en la cara norte del árbol, los bancos de arena de los bajíos hacen que el hielo se rice», eran pistas de cómo encontrarte a ti mismo cuando el mundo ha cambiado en torno a ti.

De repente recordó el modo en que, en Faneuil Hall, Trixie se había fundido en un abrazo con cuando se reencontraron, había encajado la barbilla detrás de su hombro, su cuerpo confiado totalmente laxo. A pesar de lo que él acababa de hacer, ella había seguido confiando en que la mantendría sana y salva, en que la llevaría de vuelta a casa. Al mirar atrás, Daniel comprendió que el verdadero error que había cometido aquel día no había sido volver momentáneamente la espalda, sino creer que podías perder a alguien a quien amabas en un instante, cuando en realidad era un proceso que llevaba meses, años, toda la vida de Trixie.

Hacía ese tipo de frío que te congela las pestañas en el mismo instante en que sales de casa y hace que sientas las fosas nasales como cristal quebrado. Ese frío que te atraviesa como si estuvieras hecho de una fina malla. Trixie Stone tiritaba junto a la orilla helada del río, al pie del edificio de la escuela, convertido en el puesto de control del cuartel general de Tuluksak, a cien kilómetros del lugar en que la motonieve prestada de su padre dejaba su firma al cruzar la tundra, mientras ella intentaba pensar en motivos para quedarse donde estaba.

Por desgracia, había más razones, mejores razones, para marcharse. En primer lugar y primordialmente, era un error quedarse en un mismo sitio demasiado tiempo. En segundo lugar, más tarde o más temprano la gente acabaría adivinando que ella no era quien creían, sobre todo si seguía fastidiándola con cada tarea que le asignaban. Sin embargo, ella seguía pensando: «¿Cómo pretenden que sepa que todos los participantes en las carreras de trineos tienen derecho a paja extra para sus perros en los diversos puntos durante los trescientos kilómetros del recorrido, incluido el de Tuluksak? ¿O que puedes acompañar al conductor del trineo al lugar en que se almacena la comida y el agua… pero que no está permitido ayudarle a dar de comer a los perros?». Después de aquellos dos fiascos, a Trixie la habían rebajado a cuidar de los perros descartados de un equipo hasta que los pilotos de avioneta llegaran para llevárselos de regreso a Bethel.

Hasta el momento el único perro descartado era una husky llamada
Juno
. Congelación, ésa era la razón oficial aducida por el conductor de trineo. La perra tenía un ojo castaño y el otro azul, y miraba a Trixie con una expresión que decía que se trataba de un malentendido.

Durante la última hora, Trixie había conseguido pasarle a hurtadillas a
Juno
un puñado extra de comida para perros y un par de galletas, sustraídos de los suministros del veterinario. Se preguntaba si le podría comprar al conductor del trineo a
Juno
con el dinero que le quedaba de la cartera robada. Pensó que quizá sería más sencillo seguir huyendo si tenía a alguien en quien confiar, alguien que no pudiera delatarla.

Se preguntaba qué dirían Zephyr, Moss y todos los demás de la otra Bethel, la Bethel de Maine, si pudieran verla allí sentada en un banco de nieve comiendo cecina de salmón y escuchando la loca polifonía de ladridos que precedía la llegada de un tiro de perros. Probablemente pensarían que había perdido la cabeza. Dirían: «¿Quién eres tú? ¿Qué has hecho con Trixie Stone?». La cuestión era que a ella le gustaría preguntar lo mismo.

Deseaba embutirse en su pijama de franela preferido, aquel que había lavado tantas veces que era tan suave como el pétalo de una rosa. Quería abrir la nevera y no encontrar nada a lo que valiera la pena hincarle el diente en todas aquellas bandejas a rebosar. Quería hartarse de oír la misma canción en la radio, y oler el champú de su padre, y caminar por el borde retorcido de la alfombra del pasillo. Quería volver… no sólo a Maine, sino a los primeros días de septiembre.

Trixie sentía cómo las lágrimas le subían por la garganta como la marca de la marea en el muelle de Portland, y le daba miedo que alguien se diera cuenta. Así que se tumbó sobre la maraña de paja, con la nariz tocando casi el hocico de
Juno
.

—¿Sabes qué? —le dijo en un susurro—, a mí también me abandonaron una vez.

Su padre no creía que ella se acordara de lo que pasó aquel día en Faneuil. Hall, pero se equivocaba: en los momentos más inesperados afloraban imágenes y retazos. Como cuando iban a la playa en verano y ella olía el mar, de repente le costaba respirar. O cuando en los partidos de hockey, en las salas de cine y otros lugares en que se mezclaba con la multitud, se le revolvía el estómago. Trixie también recordaba que habían dejado la sillita abandonada en Faneuil Hall. Su padre la había llevado en brazos de vuelta. Incluso cuando volvieron de aquellas breves vacaciones y le compraron una sillita nueva, Trixie se había negado a subirse a ella.

Había una cosa que no recordaba de aquel día: el momento en que se perdió. Trixie no se acordaba de haber soltado el cinturón de seguridad, ni de haberse abierto paso a través del bosque de piernas en movimiento hasta las puertas que daban al exterior. Luego había visto a aquel hombre que podría haber sido su padre pero que en realidad había resultado ser una estatua de un hombre sentado. Trixie se había acercado al banco, al que se había encaramado y se había sentado a su lado, y descubrió que su piel de metal era cálida, porque había estado dándole el sol toda la mañana. Se había acurrucado contra la estatua, deseando con cada respiración entrecortada que la encontraran.

Pero esta vez, eso era lo que más la asustaba.

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