Cuando llegó a su habitación, se miró en el espejo: se acercó más y examinó su cara con ansiedad, comparándola con una foto en la que aparecía en uniforme, una foto de antes de la guerra.
—¡Dios santo! —dijo en voz alta. El proceso continuaba. No había la más mínima duda: ahora aparentaba tener treinta años. En vez de alegrarse, se preocupó: estaba rejuveneciendo. Hasta entonces había creído que, cuando alcanzara una edad corporal equivalente a su edad en años, cesaría el fenómeno grotesco que había caracterizado su nacimiento. Se estremeció. Su destino le pareció horrible, increíble.
Volvió a la planta principal. Hildegarde lo estaba esperando: parecía enfadada, y Benjamin se preguntó si habría descubierto al fin que pasaba algo malo. E, intentado aliviar la tensión, abordó el asunto durante la comida, de la manera más delicada que se le ocurrió.
—Bueno —observó en tono desenfadado—, todos dicen que parezco más joven que nunca.
Hildegarde lo miró con desdén. Y sollozó.
—¿Y te parece algo de lo que presumir?
—No estoy presumiendo —aseguró Benjamin, incómodo.
Ella volvió a sollozar.
—Vaya idea —dijo, y agregó un instante después—: Creía que tendrías el suficiente amor propio como para acabar con esto.
—¿Y cómo? —preguntó Benjamin.
—No voy a discutir contigo —replicó su mujer—. Pero hay una manera apropiada de hacer las cosas y una manera equivocada. Si tú has decidido ser distinto a todos, me figuro que no puedo impedírtelo, pero la verdad es que no me parece muy considerado por tu parte.
—Pero, Hildegarde, ¡yo no puedo hacer nada!
—Sí que puedes. Pero eres un cabezón, sólo eso. Estás convencido de que tienes que ser distinto. Has sido siempre así y lo seguirás siendo. Pero piensa, sólo un momento, qué pasaría si todos compartieran tu manera de ver las cosas… ¿Cómo sería el mundo?
Se trababa de una discusión estéril, sin solución, así que Benjamin no contestó, y desde aquel instante un abismo comenzó a abrirse entre ellos. Y Benjamin se preguntaba qué fascinación podía haber ejercido Hildegarde sobre él en otro tiempo.
Y, para ahondar la brecha, Benjamin se dio cuenta de que, a medida que el nuevo siglo avanzaba, se fortalecía su sed de diversiones. No había fiesta en Baltimore en la que no se le viera bailar con las casadas más hermosas y charlar con las debutantes más solicitadas, disfrutando de los encantos de su compañía, mientras su mujer, como una viuda de mal agüero, se sentaba entre las madres y las tías vigilantes, para observarlo con altiva desaprobación, o seguirlo con ojos solemnes, perplejos y acusadores.
—¡Mira! —comentaba la gente—. ¡Qué lástima! Un joven de esa edad casado con una mujer de cuarenta y cinco años. Debe de tener por lo menos veinte años menos que su mujer.
Habían olvidado —porque la gente olvida inevitablemente— que ya en 1880 sus papás y mamás también habían hecho comentarios sobre aquel matrimonio mal emparejado.
Pero la gran variedad de sus nuevas aficiones compensaba la creciente infelicidad hogareña de Benjamin. Descubrió el golf, y obtuvo grandes éxitos. Se entregó al baile: en 1906 era un experto en el
boston
, y en 1908 era considerado un experto del
maxixe
, mientras que en 1909 su
castle walk
fue la envidia de todos los jóvenes de la ciudad.
Su vida social, naturalmente, se mezcló hasta cierto punto con sus negocios, pero ya llevaba veinticinco años dedicado en cuerpo y alma a la ferretería al por mayor y pensó que iba siendo hora de que se hiciera cargo del negocio su hijo Roscoe, que había terminado sus estudios en Harvard.
Y, de hecho, a menudo confundían a Benjamin con su hijo. Semejante confusión agradaba a Benjamin, que olvidó pronto el miedo insidioso que lo había invadido a su regreso de la Guerra Hispano-Norteamericana: su aspecto le producía ahora un placer ingenuo. Sólo tenía una contraindicación aquel delicioso ungüento: detestaba aparecer en público con su mujer. Hildegarde tenía casi cincuenta años, y, cuando la veía, se sentía completamente absurdo.
Un día de septiembre de 1910 —pocos años después de que el joven Roscoe Button se hicera cargo de la Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas— un hombre que aparentaba unos veinte años se matriculó como alumno de primer curso en la Universidad de Harvard, en Cambridge. No cometió el error de anunciar que nunca volvería a cumplir los cincuenta, ni mencionó el hecho de que su hijo había obtenido su licenciatura en la misma institución diez años antes.
Fue admitido, y, casi desde el primer día, alcanzó una relevante posición en su curso, en parte porque parecía un poco mayor que los otros estudiantes de primero, cuya media de edad rondaba los dieciocho años.
Pero su éxito se debió fundamentalmente al hecho de que en el partido de fútbol contra Yale jugó de forma tan brillante, con tanto brío y tanta furia fría e implacable, que marcó siete
touchdowns
y catorce goles de campo a favor de Harvard, y consiguió que los once hombres de Yale fueran sacados uno a uno del campo, inconscientes. Se convirtió en el hombre más célebre de la universidad.
Aunque parezca raro, en tercer curso apenas si fue capaz de formar parte del equipo. Los entrenadores dijeron que había perdido peso, y los más observadores repararon en que no era tan alto como antes. Ya no marcaba
touchdowns
. Lo mantenían en el equipo con la esperanza de que su enorme reputación sembrara el terror y la desorganización en el equipo de Yale.
En el último curso, ni siquiera lo incluyeron en el equipo. Se había vuelto tan delgado y frágil que un día unos estudiantes de segundo lo confundieron con un novato, incidente que lo humilló profundamente. Empezó a ser conocido como una especie de prodigio —un alumno de los últimos cursos que quizá no tenía más de dieciséis años— y a menudo lo escandalizaba la mundanería de algunos de sus compañeros. Los estudios le parecían más difíciles, demasiado avanzados. Había oído a sus compañeros hablar del San Midas, famoso colegio preuniversitario, en el que muchos de ellos se habían preparado para la Universidad, y decidió que, cuando acabara la licenciatura, se matricularía en el San Midas, donde, entre chicos de su complexión, estaría más protegido y la vida sería más agradable.
Terminó los estudios en 1914 y volvió a su casa, a Baltimore, con el título de Harvard en el bolsillo. Hildegarde residía ahora en Italia, así que Benjamin se fue a vivir con su hijo, Roscoe. Pero, aunque fue recibido como de costumbre, era evidente que el afecto de su hijo se había enfriado: incluso manifestaba cierta tendencia a considerar un estorbo a Benjamin, cuando vagaba por la casa presa de melancolías de adolescente. Roscoe se había casado, ocupaba un lugar prominente en la vida social de Baltimore, y no deseaba que en torno a su familia se suscitara el menor escándalo.
Benjamin ya no era persona grata entre las debutantes y los universitarios más jóvenes, y se sentía abandonado, muy solo, con la única compañía de tres o cuatro chicos de la vecindad, de catorce o quince años. Recordó el proyecto de ir al colegio de San Midas.
—Oye —le dijo a Roscoe un día—, ¿cuántas veces tengo que decirte que quiero ir al colegio?
—Bueno, pues ve, entonces —abrevió Roscoe. El asunto le desagradaba, y deseaba evitar la discusión.
—No puedo ir solo —dijo Benjamin, vulnerable—. Tienes que matricularme y llevarme tú.
—No tengo tiempo —declaró Roscoe con brusquedad. Entrecerró los ojos y miró preocupado a su padre—. El caso es —añadió— que ya está bien: podrías pararte ya, ¿no? Sería mejor… —se interrumpió, y su cara se volvió roja mientras buscaba las palabras—. Tienes que dar un giro de ciento ochenta grados: empezar de nuevo, pero en dirección contraria. Esto ya ha ido demasiado lejos para ser una broma. Ya no tiene gracia. Tú… ¡Ya es hora de que te portes bien!
Benjamin lo miró, al borde de las lágrimas.
—Y otra cosa —continuó Roscoe—: cuando haya visitas en casa, quiero que me llames tío, no Roscoe, sino tío, ¿comprendes? Parece absurdo que un niño de quince años me llame por mi nombre de pila. Quizá harías bien en llamarme tío
siempre
, así te acostumbrarías.
Después de mirar severamente a su padre, Roscoe le dio la espalda.
Cuando terminó esta discusión, Benjamin, muy triste, subió a su dormitorio y se miró al espejo. No se afeitaba desde hacía tres meses, pero apenas si se descubría en la cara una pelusilla incolora, que no valía la pena tocar. La primera vez que, en vacaciones, volvió de Harvard, Roscoe se había atrevido a sugerirle que debería llevar gafas y una barba postiza pegada a las mejillas: por un momento pareció que iba a repetirse la farsa de sus primeros años. Pero la barba le picaba, y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y Roscoe había acabado cediendo a regañadientes.
Benjamin abrió un libro de cuentos para niños,
Los boy scouts en la bahía de Bimini
, y comenzó a leer. Pero no podía quitarse de la cabeza la guerra. Hacía un mes que Estados Unidos se había unido a la causa aliada, y Benjamin quería alistarse, pero, ay, dieciséis años eran la edad mínima, y Benjamin no parecía tenerlos. De cualquier modo, su verdadera edad, cincuenta y cinco años, también lo inhabilitaba para el ejército.
Llamaron a la puerta y el mayordomo apareció con una carta con gran membrete oficial en una esquina, dirigida al señor Benjamin Button. Benjamin la abrió, rasgando el sobre con impaciencia, y leyó la misiva con deleite: muchos militares de alta graduación, actualmente en la reserva, que habían prestado servicio durante la guerra con España, estaban siendo llamados al servicio con un rango superior. Con la carta se adjuntaba su nombramiento como general de brigada del ejército de Estados Unidos y la orden de incorporarse inmediatamente.
Benjamin se puso en pie de un salto, casi temblando de entusiasmo. Aquello era lo que había deseado. Cogió su gorra y diez minutos después entraba en una gran sastrería de Charles Street y, con insegura voz de tiple, ordenaba que le tomaran medidas para el uniforme.
—¿Quieres jugar a los soldados, niño? —preguntó un dependiente, con indiferencia.
Benjamin enrojeció.
—¡Oiga! ¡A usted no le importa lo que yo quiera! —replicó con rabia—. Me llamo Button y vivo en la Mt. Vernon Place, así que ya sabe quién soy.
—Bueno —admitió el dependiente, titubeando—, por lo menos sé quién es su padre.
Le tomaron las medidas, y una semana después estuvo listo el uniforme. Tuvo algunos problemas para conseguir los galones e insignias de general porque el comerciante insistía en que una bonita insignia de la Asociación de Jóvenes Cristianas quedaría igual de bien y sería mucho mejor para jugar.
Sin decirle nada a Roscoe, Benjamin salió de casa una noche y se trasladó en tren a Camp Mosby, en Carolina del Sur, donde debía asumir el mando de una brigada de infantería. En un sofocante día de abril Benjamin llegó a las puertas del campamento, pagó el taxi que lo había llevado hasta allí desde la estación y se dirigió al centinela de guardia.
—¡Que alguien recoja mi equipaje! —dijo enérgicamente.
El centinela lo miró con mala cara.
—Dime —observó—, ¿adonde vas disfrazado de general, niño?
Benjamin, veterano de la Guerra Hispano-Norteamericana, se volvió hacia el soldado echando chispas por los ojos, pero, por desgracia, con voz aguda e insegura.
—¡Cuádrese! —intentó decir con voz de trueno; hizo una pausa para recobrar el aliento, e inmediatamente vio cómo el centinela entrechocaba los talones y presentaba armas. Benjamin disimuló una sonrisa de satisfacción, pero cuando miró a su alrededor la sonrisa se le heló en los labios. No había sido él la causa de aquel gesto de obediencia, sino un imponente coronel de artillería que se acercaba a caballo.
—¡Coronel! —llamó Benjamin con voz aguda.
El coronel se acercó, tiró de las riendas y lo miró fríamente desde lo alto, con un extraño centelleo en los ojos.
—¿Quién eres, niño? ¿Quién es tu padre? —preguntó afectuosamente.
—Ya le enseñaré yo quién soy —contestó Benjamin con voz fiera—. ¡Baje inmediatamente del caballo!
El coronel se rió a carcajadas.
—Quieres mi caballo, ¿eh, general?
—¡Tenga! —gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su nombramiento al coronel.
El coronel lo leyó y los ojos se le salían de las órbitas.
—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó, metiéndose el documento en su bolsillo.
—¡Me lo ha mandado el Gobierno, como usted descubrirá enseguida!
—¡Acompáñame! —dijo el coronel, con una mirada extraña—. Vamos al puesto de mando, allí hablaremos. Venga, vamos.
El coronel dirigió su caballo, al paso, hacia el puesto de mando. Y Benjamin no tuvo más remedio que seguirlo con toda la dignidad de la que era capaz: prometiéndose, mientras tanto, una dura venganza.
Pero la venganza no llegó a materializarse. Se materializó, unos días después, su hijo Roscoe, que llegó de Baltimore, acalorado y de mal humor por el viaje inesperado, y escoltó al lloroso general, sin uniforme, de vuelta a casa.
En 1920 nació el primer hijo de Roscoe Button. Durante las fiestas de rigor, a nadie se le ocurrió mencionar que el chiquillo mugriento que aparentaba unos diez años de edad y jugueteaba por la casa con soldaditos de plomo y un circo en miniatura era el mismísimo abuelo del recién nacido.
A nadie molestaba aquel chiquillo de cara fresca y alegre en la que a veces se adivinaba una sombra de tristeza, pero para Roscoe Button su presencia era una fuente de preocupaciones. En el idioma de su generación, Roscoe no consideraba que el asunto reportara la menor utilidad. Le parecía que su padre, negándose a parecer un anciano de sesenta años, no se comportaba como un «hombre de pelo en pecho» —ésta era la expresión preferida de Roscoe—, sino de un modo perverso y estrafalario. Pensar en aquel asunto más de media hora lo ponía al borde de la locura. Roscoe creía que los «hombres con nervios de acero» debían mantenerse jóvenes, pero llevar las cosas a tal extremo… no reportaba ninguna utilidad. Y en este punto Roscoe interrumpía sus pensamientos.
Cinco años más tarde, el hijo de Roscoe había crecido lo suficiente para jugar con el pequeño Benjamin bajo la supervisión de la misma niñera. Roscoe los llevó a los dos al parvulario el mismo día y Benjamin descubrió que jugar con tiras de papel de colores, y hacer mantelitos y cenefas y curiosos y bonitos dibujos, era el juego más fascinante del mundo. Una vez se portó mal y tuvo que quedarse en un rincón, y lloró, pero casi siempre las horas transcurrían felices en aquella habitación alegre, donde la luz del sol entraba por las ventanas y la amable mano de la señorita Bailey de vez en cuando se posaba sobre su pelo despeinado.