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Authors: Diane Setterfield

El cuento número trece (45 page)

BOOK: El cuento número trece
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Detrás del grupo habían levantado una carpa blanca que cubría una parte del solar. La casa había desaparecido, pero por la ubicación de la cochera, el camino de grava y la iglesia, deduje que era el lugar donde había estado situada la biblioteca. Junto a la carpa, uno de los obreros y un hombre que supuse era el capataz estaban charlando con otros dos individuos. Uno vestía traje y abrigo; el otro, un uniforme de policía. En esos momentos estaba hablando el capataz, apresuradamente, negando y asintiendo con la cabeza, pero cuando el hombre del abrigo formuló una pregunta, se dirigió al obrero, y cuando este contestó, los otros tres le observaron con atención.

El obrero no parecía notar el frío. Hablaba con frases cortas; durante sus largas y frecuentes pausas los demás no decían nada, solo le miraban pacientemente y con atención. En un momento dado señaló con un dedo la máquina e imitó el movimiento de la dentada mandíbula mordiendo el suelo. Después se encogió de hombros, frunció el entrecejo y se pasó la mano por los ojos, como si quisiera borrar la imagen que acababa de rememorar.

En un costado de la carpa se abrió una portezuela. Un quinto hombre salió y se unió al grupo. Tras intercambiar unas palabras con semblante grave, el capataz se acercó al grupo de obreros y habló con ellos. Los hombres asintieron y, como si lo que acabaran de oír fuera exactamente lo que estaban esperando, procedieron a recoger los cascos y termos que descansaban a sus pies y se dirigieron a los coches aparcados junto a las verjas de la casa del guarda. El policía uniformado se colocó frente a la entrada de la carpa, de espaldas a la portezuela, y el otro condujo al obrero y su capataz hacia el coche de policía.

Bajé lentamente la cámara, pero seguí contemplando la carpa. Conocía ese lugar; yo misma había estado allí. Recordaba la desolación de la biblioteca profanada; los estantes caídos, las vigas estrelladas contra el suelo, mí estremecimiento al tropezar con la madera quemada y partida.

En esa habitación había habido un cuerpo, sepultado bajo páginas abrasadas, con una estantería como féretro. Una tumba oculta y protegida durante medio siglo por las vigas desplomadas.

No pude evitar la ocurrencia. Yo había estado buscando a alguien y al parecer acababan de encontrarlo. La simetría era irresistible. ¿Cómo no relacionar una cosa con otra? Pero Hester se había marchado hacía un año. ¿Qué razones habría tenido para regresar? Entonces me asaltó una idea, cuya simplicidad me indujo a pensar que podía ser cierta.

¿Y si Hester nunca se había marchado?

Cuando alcancé la linde del bosque vi a los dos niños rubios bajando desconsoladamente por el camino. Caminaban dando bandazos y traspiés; la tierra estaba cubierta de surcos negros abiertos por los pesados vehículos de los obreros y no iban mirando por dónde pisaban. Caminaban mirando por encima de sus hombros, hacia el lugar de donde venían.

Fue la niña la que, tropezando y a punto de caer, volvió la cabeza y me vio primero. Se detuvo. Cuando su hermano me vio, se dirigió a mí con aire de suficiencia.

—No puede acercarse. Lo ha dicho el policía.

—Entiendo.

—Han puesto una carpa —añadió tímidamente la niña.

—La he visto —le dije.

Bajo el arco de las verjas de la casa del guarda apareció la madre. Jadeaba ligeramente.

—¿Estáis bien? Vi el coche de la policía en The Street. —Luego, dirigiéndose a mí—: ¿Qué ocurre?

La niña contestó en mi lugar.

—Los policías han puesto una carpa. No podemos acercarnos. Dicen que tenemos que irnos a casa.

La mujer rubia levantó la vista hacia el solar y al ver la carpa arrugó la frente.

—¿No es eso lo que hacen cuando...? —No terminó la pregunta delante de los niños, pero yo sabía qué quería decir.

—Creo que eso es lo que ha ocurrido —dije. Percibí su deseo de atraer hacia sí a sus hijos, para tranquilizarse, pero se limitó a ajustar la bufanda del niño y apartarle a su hija el pelo de los ojos.

—En marcha —dijo—. Hace demasiado frío para estar a la intemperie. Vamos a casa a tomar un chocolate caliente.

Los niños atravesaron las verjas y echaron a correr por The Street. Una cuerda invisible los mantenía unidos, les permitía rodearse mutuamente o salir despedidos en cualquier dirección sabiendo que el otro estaría ahí, en el otro extremo de la cuerda.

Su madre se detuvo a mi lado.

—Me parece que a usted tampoco le iría mal un chocolate caliente. Está blanca como un fantasma.

Echamos a andar detrás de los niños.

—Me llamo Margaret —dije—. Soy amiga de Aurelius Love.

Ella sonrió.

—Soy Karen. Cuido de los ciervos.

—Lo sé. Aurelius me lo dijo.

La niña fue a abalanzarse sobre su hermano y este se desvió hacia la carretera para esquivarla.

—¡Thomas Ambrose Proctor! —gritó mi compañera—. ¡Vuelve a la acera!

Al oír el nombre di un respingo.

—¿Cómo ha llamado a su hijo?

La madre del niño me miró con curiosidad.

—Lo digo porque... un hombre llamado Proctor trabajó hace años aquí.

—Era mi padre, Ambrose Proctor.

Tuve que detenerme para poder pensar con claridad.

—¿Ambrose Proctor, el muchacho que trabajaba con John-the-dig, era su padre?

—¿John-the-dig? ¿Se refiere a John Digence? Sí, fue el hombre que le consiguió el trabajo a mi padre. Pero eso fue mucho antes de que yo viniera a este mundo. Mi padre tenía más de cincuenta años cuando yo nací.

Lentamente reanudé mis pasos.

—Si no le importa, acepto la invitación a un chocolate caliente. Tengo algo que enseñarle.

Retiré lo que me había servido de marcapáginas en el diario de Hester. Karen sonrió en cuanto sus ojos se posaron en la foto; el rostro serio de su hijo, lleno de orgullo bajo la visera del casco, con los hombros rígidos y la espalda recta.

—Recuerdo el día que llegó a casa y dijo que se había puesto un casco amarillo. Le encantará tener la foto.

—Su patrona, la señorita March, ¿ha visto alguna vez a Tom?

—¿Que si ha visto a Tom? ¡Claro que no! En realidad hay dos señoritas March. Tengo entendido que una de ellas es un poco retrasada, de modo que es la otra la que dirige la finca. Aunque lleva una vida bastante recluida; no ha vuelto a Angelfield desde el incendio. Ni siquiera yo la he visto. El poco contacto que tenemos con ellas siempre es a través de sus abogados.

Karen estaba ante el fogón, esperando a que la leche se calentara, por la pequeña ventana que tenía a sus espaldas se divisaba el jardín y, más allá, los prados por los que Adeline y Emmeline habían arrastrado el cochecito de Merrily con el bebé dentro. Contadísimos paisajes podían haber cambiado tan poco.

Debía tener cuidado de no revelar demasiado. Karen parecía desconocer que su señorita March de Angelfield era también la señorita Winter, cuyos libros había visto en la librería del vestíbulo al entrar.

—El caso es que trabajo para la familia Angelfield —expliqué—. Estoy escribiendo sobre la infancia de las señoritas March, y cuando le enseñé a su patrona algunas fotos de la casa, tuve la impresión de que reconocía a su hijo.

—No puede ser. A menos que...

Karen examinó de nuevo la fotografía y llamó a su hijo, que estaba en la habitación contigua.

—¿Tom? Tom, trae la foto de la repisa de la chimenea, ¿quieres? La del marco de plata.

Tom entró en la cocina con un marco y seguido de su hermana.

—Mira —le dijo Karen—, esta señora tiene una fotografía tuya.

El pequeño esbozó una sonrisa de felicidad al verse en la foto.

—¿Puedo quedármela?

—Sí —dije.

—Enséñale a Margaret la fotografía de tu abuelo.

Tom rodeó la mesa y me tendió tímidamente la foto enmarcada.

Era una fotografía antigua de un hombre muy joven, apenas un muchacho, de unos dieciocho años, tal vez menos. Estaba de pie junto a un banco, con unos tejos podados en el fondo. Reconocí el lugar al instante: el jardín de las figuras. El muchacho se había quitado la gorra, la sostenía en la mano, e imaginé el movimiento que había hecho, retirándose la gorra con una mano y secándose la frente con el antebrazo de la otra. Tenía la cabeza ligeramente echada hacia atrás tratando de no dejarse deslumbrar por el sol. Llevaba la camisa arremangada por encima de los codos y el botón superior abierto, pero tenía la raya de los pantalones perfectamente planchada y se había limpiado sus pesadas botas para la foto.

—¿Su padre estaba trabajando en la casa Angelfield cuando se produjo el incendio?

Karen dejó las tazas de chocolate sobre la mesa y los niños se sentaron a beber.

—Creo que entonces ya se había alistado. Estuvo ausente de Angelfield mucho tiempo, casi quince años.

Miré detenidamente la cara del muchacho a través del grano vetusto de la foto, sorprendida por la semejanza que guardaba con su nieto. Parecía agradable.

—Mi padre apenas hablaba de su infancia ni de su juventud. Era un hombre reservado. Pero hay cosas que me habría gustado saber, como por ejemplo por qué se casó tan tarde. Tenía casi cincuenta años cuando se casó con mi madre. No puedo evitar pensar que hubo algo en su pasado... un desengaño amoroso, quizá. Pero esas preguntas no se te ocurren cuando eres una niña, y cuando me hice mayor... —Se encogió tristemente de hombros—. Fue un padre adorable. Paciente. Amable. Siempre dispuesto a ayudarme en lo que fuera. Y, sin embargo, ahora que soy adulta, a veces tengo la sensación de que no le conocía.

Había otro detalle en la foto que me llamó la atención.

—¿Qué es esto? —pregunté.

Se inclinó para verlo.

—Un zurrón para echar las piezas, sobre todo faisanes. La despliegas sobre el suelo, los tiendes encima y los envuelves con la tela. No sé qué hace en esta foto. Mi padre nunca fue guardabosques, de eso estoy segura.

—Llevaba a las gemelas un conejo o un faisán cuando se lo pedían —le dije, y Karen pareció alegrarse de recuperar ese fragmento de la vida de su padre.

Pensé en Aurelius y su herencia. La bolsa en la que había sido transportado era un zurrón de caza. Cómo no iba a tener una pluma dentro. Servía para transportar faisanes. También pensé en el pedazo de papel. «Esto del principio parece una A —recordé que había dicho Aurelius cuando sostuvo el borrón azul frente a la ventana—. Y esto, hacia el final, una S.» Yo no había conseguido verlo, pero a lo mejor él sí lo podía ver perfectamente. ¿Y si el nombre que aparecía en el pedazo de papel no era el suyo, sino el de su padre? Ambrose.

Desde la casa de Karen tomé un taxi hasta el despacho del abogado en Banbury. Conocía la dirección por el carteo que habíamos mantenido por cuestiones relativas a Hester; volvía a ser Hester quien me conducía a él.

La recepcionista no quiso molestar al señor Lomax cuando se enteró de que no tenía cita con él.

—Hoy es Nochebuena, ¿sabe?

Aun así, insistí.

—Dígale que soy Margaret Lea y que vengo por el asunto de la casa de Angelfield y la señorita March.

Con una actitud que dejaba claro que eso no cambiaría nada, la recepcionista entró en el despacho; cuando salió fue para decirme, un poco a regañadientes, que podía pasar.

El señor Lomax hijo ya no era ningún joven. Tendría más o menos la edad que tenía el señor Lomax padre cuando las gemelas se personaron en su despacho solicitando dinero para el entierro de John-the-dig. Me estrechó la mano. Su extraño brillo en la mirada y su sonrisita en los labios me hicieron comprender que, desde su punto de vista, éramos cómplices. Durante años él había sido la única persona que conocía la otra identidad de su clienta, la señorita March; había heredado el secreto de su padre junto con el escritorio de cerezo, los archivadores y los cuadros de la pared. Después de décadas de silencio, por fin aparecía otra persona con quien compartir ese secreto.

—Me alegro de conocerla, señorita Lea. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Vengo del solar de Angelfield. La policía está allí. Han encontrado un cadáver.

—Oh. ¡Santo Dios!

—¿Cree que la policía querrá hablar con la señorita Winter?

En cuanto mencioné aquel nombre, los ojos del abogado viajaron discretamente hacia la puerta para comprobar que nadie podía oírnos.

—Es posible que quieran hablar con la dueña de la finca por cumplir con su rutina de trabajo.

—Eso pensé —dije, y proseguí apresuradamente—. El caso es que la señorita Winter no solo está enferma... Supongo que eso lo sabe.

Asintió.

—Sino que su hermana se está muriendo.

Asintió con gravedad y no me interrumpió.

—Dada la fragilidad de la señorita Winter y el estado de salud de su hermana, sería preferible que le dieran la noticia del hallazgo con mucho tacto. No debería enterarse por boca de un extraño y no debería estar sola en el momento en que se lo comuniquen.

—¿Qué propone?

—Podría regresar a Yorkshire hoy mismo. Si logro llegar a la estación en menos de una hora, podré estar allí esta noche. Imagino que la policía tendrá que hablar primero con usted para poder ponerse en contacto con la señorita Winter.

—Así es, pero podría retrasarlo unas horas, hasta que usted haya llegado a Yorkshire. También puedo acompañarla a la estación, si así lo desea.

En ese momento sonó el teléfono. Intercambiamos una mirada de preocupación mientras descolgaba el auricular.

—¿Huesos? Entiendo... Es la dueña de la finca, sí... Una persona mayor y delicada de salud... Una hermana, muy enferma... cuyo fallecimiento probablemente sea inminente... Sería preferible... Dadas las circunstancias... Casualmente conozco a alguien que tiene intención de ir allí esta misma noche... De total confianza... Exacto... Sin duda... Por supuesto.

Anotó algo en un bloc y lo arrastró hacia mí por la superficie de la mesa. Un nombre y un número de teléfono.

—El agente quiere que le telefonee cuando llegue a Yorkshire para informarle de cómo se encuentra la señora. Si está en condiciones, hablará con ella entonces; si no, dice que puede esperar. Por lo visto los restos no son recientes. Pero ¿a qué hora sale su tren? Deberíamos ponernos en marcha.

Al verme absorta en mis pensamientos, el ya madurito señor Lomax condujo en silencio. No obstante, se hubiera dicho que algo le estaba carcomiendo por dentro, y al doblar por la calle de la estación, no pudo contenerse más.

—El cuento número trece... —dijo—. Supongo que no...

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