Read El cuento de la criada Online
Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood
Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción
—Sí, somos muy felices —murmuro. Tengo que decir algo. ¿Qué otra cosa puedo decir?
A una manzana de distancia de Todo Carne, Deglen se detiene, como si no pudiera decidir qué camino coger. Tenemos dos posibilidades: volver en línea recta, o dando un rodeo. Ya sabemos cuál elegiremos porque es el que cogemos siempre.
—Me gustaría pasar por la iglesia —anuncia Deglen en tono piadoso.
—De acuerdo —respondo, aunque sé tan bien corno ella misma lo que pretende.
Caminamos tranquilamente. Ya se ha puesto el sol, y en el cielo aparecen nubes blancas y aborregadas, de esas que parecen corderos sin cabeza. Con la toca que llevamos —las anteojeras— es difícil mirar hacia arriba y tener visión completa del cielo, o de cualquier cosa. Pero igual lo logramos, un poco cada vez, con un pequeño movimiento de la cabeza arriba y abajo, a un costado y hacia atrás. Hemos aprendido a ver el mundo en fragmentos.
A la derecha se abre una calle que baja hasta el río. Hay
un
cobertizo —dónde antes guardaban los barcos de remo
—,
algún que otro puente, árboles, verdes lomas donde uno podía sentarse a contemplar el agua o a los jóvenes de brazos desnudos que levantaban sus remos mientras jugaban a las carreras. En el camino hacia el río se encuentran los antiguos dormitorios —que ahora se utilizan para alguna otra cosa—, con sus torres de cuento de hadas pintadas de blanco, dorado y azul. Cuando evocamos el pasado, escogemos las cosas bonitas. Nos gusta creer que todo era así.
Allí también está el estadio de fútbol, donde albergan a los Salvadores de Hombres y donde aún se juegan partidos de fútbol.
Ahora nunca voy al río ni a caminar por los puentes. Ni al metro, aunque allí mismo hay una estación. No se nos permite la entrada, ahora hay Guardianes y no existe ninguna razón oficial para que bajemos esas escaleras y viajemos en esos trenes, por debajo del río y a la ciudad principal. ¿Para qué querríamos nosotras ir de aquí para allá? Podríamos tramar algo malo, y ellos se enterarían.
La iglesia es pequeña, una de las primeras que se erigieron aquí, hace cientos de años. Ya no se usa, excepto como museo. En su interior se pueden ver cuadros de mujeres con vestidos largos y lánguidos, tocadas con sombreros blancos, y de hombres respetables, de rostro serio, vestidos con trajes oscuros. Nuestros antepasados. La entrada es libre.
Sin embargo, no entramos; nos quedamos en el sendero de entrada, contemplando el cementerio Aún subsisten las antiguas lápidas mortuorias deterioradas por el paso del tiempo, erosionadas, con el signo de la calavera y las tibias cruzadas Y la inscripción
memento mori,
con ángeles de rostro veleidoso y relojes de arena con alas —para que recordemos lo efímera que es la vida—, y las tumbas de un siglo más tarde rodeadas de sauces en señal de duelo.
No se han molestado en tocar las lápidas ni la iglesia. Lo que les ofende es la historia más reciente.
Deglen tiene la cabeza baja, como si rezara. Siempre está así. Se me ocurre que tal vez ella también ha perdido a alguien, a alguna persona determinada, un hombre, un niño. Pero no estoy totalmente convencida. Pienso en ella como en alguien que actúa para que la vean, alguien que está realizando una actuación más que un verdadero acto. Me da la impresión de que hace estas cosas para parecer buena. Está decidida a conformarse.
Pero ésa debe de ser la impresión que ella tiene de mí. ¿Acaso podría ser diferente?
Nos giramos de espaldas a la iglesia; allí está lo que en realidad hemos venido a ver: el Muro.
El Muro también tiene cientos de años de antigüedad, o por lo menos más de un siglo. Al igual que las aceras, es de ladrillos rojos, y alguna vez debió de ser sencillo, aunque hermoso. Ahora las puertas están custodiadas por centinelas, y encima de ellas hay unos horribles focos montados sobre postes de metal, alambre de púas en la parte inferior y trozos de cristales en la parte de arriba.
Nadie atraviesa estas puertas voluntariamente. Las precauciones existen para los que intentan salir, aunque llegar hasta el Muro desde el interior y evitar la alarma electrónica sería casi imposible.
Junto a la entrada principal hay otros seis cuernos colgados del cuello, con las manos atadas delante y las cabezas envueltas en bolsas blancas ligadas por encima de los hombros. Esta mañana temprano deben de haber hecho un Salvamento de Hombres. No oí las campanadas. Quizás ya me he acostumbrado a ellas.
Nos detenemos al mismo tiempo, como si respondiéramos a una señal, y nos quedamos mirando los cuerpos. No importa que miremos. Podemos hacerlo: para eso están allí, colgados del Muro. A veces están allí durante días enteros —hasta que llega una nueva tanda—, para que pueda verlos la mayor cantidad posible de gente.
Están colgados de ganchos; los ganchos han sido fraguados con el enladrillado del Muro con este propósito. No todos están ocupados. Parecen garfios, o signos de interrogación puestos de costado.
Lo peor de todo son las bolsas que envuelven las cabezas, peor aún de lo que serían las caras mismas. Con ellas, los hombres parecen muñecas a las que todavía no les han pintado la cara; o espantapájaros, que en cierto modo es lo que son, porque están puestos para espantar. Es como si sus cabezas fueran sacos rellenos con algún material indiferenciado, como harina o pasta. Es la obvia pesadez de las cabezas, su vacuidad, el modo en que bajan a causa de la fuerza de gravedad y de que en ellas ya no hay vida que las sostenga. Son como ceros.
Sin embargo, mirando muy atentamente, como nosotras, se puede ver el Contorno de los rasgos bajo la tela blanca, como sombras grises. Se parecen a la cabeza de un muñeco de nieve, con los ojos de carbón y la nariz de zanahoria caídos; y la cabeza se está derritiendo.
Pero en una de las bolsas hay sangre que se ha filtrado a través de la tela blanca, donde debería estar la boca. La sangre forma otra boca, pequeña y roja como la que pintaría un niño de un parvulario con un pincel grueso. La idea que un niño tiene de una sonrisa. Finalmente, la atención se fija en esta sonrisa sangrienta. Después de todo, no son muñecos de nieve.
Los hombres llevan batas blancas, como las que llevaban los médicos o los científicos. No siempre son médicos y científicos, también hay otros, pero deben de haberlos sacado esta mañana. Cada uno tiene un cartel colgado del cuello, que explica por qué ha sido ejecutado: el dibujo de un feto. Eran médicos en aquellos tiempos, cuando estas cosas eran legales. Hacedores de ángeles, solían llamarlos, ¿o podía ser de otro modo? Los han descubierto ahora, registrando los historiales hospitalarios, o —lo que parece más probable ya que, cuando quedó claro lo que iba a ocurrir, casi todos los hospitales destruyeron ese tipo de historial— interrogando a informantes: quizás una ex enfermera, o un par de ellas, porque el testimonio de una sola mujer ya no se admite; o algún otro médico que quisiera salvar el pellejo; o alguien que ya hubiera sido acusado, por perjudicar a su enemigo, o al azar, en un intento desesperado por salvarse Pero los informantes no siempre son perdonados
Según nos han dicho, estos hombres son como criminales de guerra. El hecho de que su actuación fuera legal en aquellos tiempos no representa ninguna excusa: sus delitos tienen efecto retroactivo. Cometieron atrocidades, y deben servir de ejemplo a los demás. Aunque prácticamente no es necesario En estos tiempos, ninguna mujer que esté en sus cabales intentaría evitar el nacimiento de una criatura, si fuera tan afortunada como para concebirla.
Se supone que nosotras tenemos que sentir odio y desprecio por esos cadáveres. Pero no es eso lo que yo siento. Estos cuerpos que cuelgan del Muro son viajeros del tiempo, anacronismos. Provienen del pasado.
Lo que siento por ellos es vacuidad. Lo que siento es que no debo sentir. Lo que siento es cierto alivio porque ninguno de estos hombres es Luke. Luke no era médico. No lo es.
Miro al de la sonrisa roja. El rojo de la sonrisa es el mismo que el rojo de los tulipanes del jardín de Serena Joy, más rojos cerca del tallo, donde empiezan a cicatrizar. Es el mismo rojo, pero no hay ninguna relación entre ambos. Los tulipanes no son de sangre y las sonrisas rojas no son flores, y ninguno de los dos hace referencia al otro. El tulipán no es un motivo para no creer en el colgado, y viceversa. Cada uno es válido y está allí realmente. Es a través de un campo de objetos válidos como éstos donde debo escoger mi camino, todos los días y en todos los aspectos. Realizo un gran esfuerzo por hacer tales distinciones. Necesito hacerlas. Necesito tener las ideas muy claras.
Siento que la mujer que está a mi lado se estremece. ¿Está llorando? ¿De qué manera esto podría hacer que pareciera buena? No puedo permitirme el lujo de averiguarlo. Me doy cuenta de que yo misma tengo las manos muy apretadas alrededor del asa de mi cesto. No voy a revelar nada.
Normalmente, decía Tía Lydia, es lo que se acostumbra hacer. Puede no pareceros normal ahora, pero después de un tiempo lo será. Se convertirá en algo normal.
La noche es para mí, me pertenece; puedo hacer lo que quiera, Siempre que me quede callada. Siempre que no me mueva. Siempre que me estire y me quede inmóvil. Hay diferencia entre
estirarse
y
tirarse.
Tirarse siempre es algo pasivo. Los hombres solían decir: me gustaría estirarme. Aunque a veces decían: me gustaría tirarme a esa chavala. Todo esto es pura especulación. La verdad es que no sé lo que los hombres solían decir. Sólo conozco las palabras que usaban.
Me estiro, pues, dentro de la habitación, bajo el ojo de yeso del cielo raso, detrás de las cortinas blancas, entre las sábanas, y me deslizo dentro de mi propio tiempo, abandonando el ritmo que nos marcan. Aunque esto también forma parte del ritmo, y yo no estoy fuera de él.
Pero la noche es para mí. ¿A dónde podría ir?
A un sitio agradable.
Moira estaba sentada en el borde de mi cama, con las piernas cruzadas al estilo indio, lleva una bata de color Púrpura, un solo pendiente y las uñas doradas para parecer excéntrica; entre sus dedos regordetes sostenía un cigarrillo Vamos a buscar una cerveza.
Me vas a llenar la cama de ceniza, protesté.
Si lo hicieras, no tendrías estos problemas, me dijo.
Dentro de media hora, le aseguré. Al día siguiente tenía un examen. ¿De qué era? Psicología, literatura, economía... Antes estudiábamos materias como ésas. En el suelo de la habitación había varios libros, abiertos y boca abajo, puestos de cualquier manera.
Ahora, dijo Moira. No necesitas maquillarte, estoy sólo yo. ¿De qué es el examen? Vengo de hacer uno y lo terminé en un tris.
Un tris, repetí. Qué original. Parece el nombre de un postre.
Tris flambeé.
Ja, ja, se rió Moira. Coge el abrigo.
Lo descolgó ella misma y me lo lanzó. Te cojo cinco dólares, ¿vale?
O a un parque de algún lugar, con mi madre. ¿Cuántos años tenía yo? Hacía tanto frío que podíamos ver nuestro aliento; los árboles no tenían hojas y en el estanque sólo había dos patos desconsolados. Tenía migas de pan entre los dedos y en el bolsillo... Ah, sí: ella me dijo que íbamos a darles de comer a los patos.
Pero había algunas mujeres quemando libros, en realidad ella estaba allí por esa razón: para ver a sus amigas. Me había mentido; se suponía que el sábado me lo dedicaba a mí. Me aparté de ella, enfurruñada, pero el fuego me obligó a retroceder.
Entre las mujeres también había algunos hombres y pude ver que en lugar de libros había revistas. Debían de haber echado gasolina, porque las llamas eran altas, y luego empezaron a tirar revistas que sacaban de unas cajas, sólo unas pocas por vez. Algunos de ellos cantaban; se acercaron algunos curiosos.
Tenían una expresión de felicidad, casi de éxtasis. Cosas que logra el fuego. Incluso el rostro de mi madre, siempre pálido y delgado, se veía rubicundo y alegre, como el de una postal de Navidad; había otra mujer, alta, con una mancha de hollín en la mejilla y un gorro de punto color naranja, la recuerdo.
¿Quieres tirar uno tú, cariño?, me preguntó. ¿Cuántos años tendría yo?
Vamos a tirar todo esto a la basura, dijo riendo entre dientes. ¿Te parece bien?, le preguntó a mi madre.
Si ella quiere, le respondió mi madre; solía hablar de mí a los demás como si yo no la oyera.
La mujer me entregó una de las revistas. En ella vi a una mujer bonita, sin ropa, colgada del cielo raso con una cadena atada a sus manos. La miré con mucho interés. No me asustó. Creí que se estaba columpiando, coma hacía Tarzán con las lianas en la televisión.
No dejes que lo
vea,
dijo mi madre. Vamos, me apremió, tíralo, rápido.
Arrojé la revista a las llamas. El aire producido por el fuego hizo que se abriera; se soltaron enormes copos de papel y salieron volando por encima de las llamas, llevándose las diferentes partes de los cuerpos femeninos y convirtiéndolos en negras cenizas ante mis ojos.
¿Pero qué pasó después, qué pasó después?
Sé que perdí la noción del tiempo.
Me debieron de pinchar, me debieron de dar píldoras, o algo así. No puedo haber perdido la noción del tiempo hasta ese extremo, sin ayuda. Has tenido una conmoción, me dijeron.
Me abrí paso entre un mar de gritos y confusión, como la espuma que hierve. Recuerdo que me sentía bastante tranquila. Recuerdo que gritaba, me parecía que gritaba, aunque sólo debió de haber sido un susurro.
¿Dónde está ella? ¿Qué habéis hecho con ella?
No había noche ni día, sólo un parpadeo. Después de un tiempo empecé a ver sillas, y una cama, y más allá una ventana.
Ella está en buenas manos, me decían. Con gente que está sana. Tú no estás sana pero quieres lo mejor para ella, ¿no es así?
Me enseñaron una foto de ella, de pie en un pequeño prado; su rostro parecía un óvalo cerrado. Llevaba el pelo echado hacia atrás y atado a la altura de la nuca. Iba de la mano de una mujer que yo no conocía. Era tan pequeña que apenas le llegaba al codo.
La habéis matado, dije. Ella parecía un ángel, solemne, compacta, etérea.
Llevaba un vestido que nunca le había visto, blanco y largo hasta los pies.
Me gustaría creer que esto no es más que un cuento que estoy contando. Necesito creerlo. Debo creerlo. Los que pueden creer que estas historias son sólo cuentos tienen mejores Posibilidades.