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Authors: Amitav Ghosh

Tags: #Ciencia Ficción

El cromosoma Calcuta (19 page)

BOOK: El cromosoma Calcuta
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Sonali cerró los escocidos ojos y apoyó la cabeza en el suelo. Tenía el sari empapado y apenas podía mover los miembros. El suelo parecía dar vueltas bajo ella: sabía que estaba a punto de perder el conocimiento.

Entonces hubo una conmoción entre el gentío y Sonali se esforzó por mirar abajo. Una persona había salido de las sombras para sentarse junto al cuerpo de Romen. Era una mujer vestida con mucha sencillez: un sari impecablemente almidonado y una pañoleta atada en torno al pelo. Era de corta estatura y tenía aspecto de matrona, Sonali calculó que era de mediana edad. Le resultaba muy familiar; estaba segura de que se trataba de alguien que conocía pero no había visto en años.

Llevaba una bolsa de tela colgada al hombro, una
jhola
de algodón corriente, de las que los estudiantes llevan a la universidad. De su mano izquierda colgaba una jaula de bambú. Se sentó junto a la lumbre y dejó la bolsa y la jaula a su lado. Luego, hurgando en la bolsa, con movimientos bruscos y eficaces, sacó dos escalpelos y dos bandejitas de cristal.

Colocó bandejas y escalpelo en un paño blanco, delante de ella, y volvió a buscar algo en la bolsa. Sacó una figurita de arcilla y se la llevó a la frente antes de dejarla en el suelo, a su lado. Luego extendió los brazos, colocó las manos sobre lo que estuviera tendido frente al fuego y sonrió: una expresión de extraordinaria dulzura se apoderó de sus rasgos.

Alzando la voz, la mujer, en un bengalí rústico y arcaico, dijo al gentío:

—Ya ha llegado el momento, rezad para que todo le vaya bien a nuestro Laakhan, una vez más.

De pronto Sonali tuvo una horrible sensación de premonición. Alzando la cabeza tanto como se atrevió, volvió a mirar a la zona cercana al fuego. Vislumbró un cuerpo tendido en el suelo.

El tamborileo creció hasta alcanzar un crescendo: hubo un brillante destello metálico y brotó un collar de sangre que cayó crepitando al fuego.

La cabeza de Sonali chocó contra el suelo y todo se volvió oscuro.

El día siguiente
24

Eran las siete y cuarto de la mañana y Urmila casi no podía más. Estaba en la cocina, moliendo especias, con el sudor chorreándole por la cara hasta el sari cubierto de manchas. Ya llevaba una hora levantada: había dado el desayuno a sus padres; había fregado la cocina; había dado de desayunar y bañado a su sobrino y su sobrina; había lavado el uniforme de su hermano pequeño para su partido de la tarde. Tenía que marcharse dentro de una hora si quería llegar a tiempo a la conferencia de prensa en el Gran Hotel Oriental. Pero aún le quedaba el asunto del pescado, y todavía no había ni señales de un vendedor.

Miró por la ventana de la cocina, intentando calcular cuánto tardaría en ir y volver corriendo al mercado de Gariahat. Iba a verse en apuros, estaba segura, a menos que pronto ocurriera alguna especie de milagro: si tenía que ir al mercado, tardaría en llegar media hora como mínimo, y luego tenía que escoger el pescado, regatear y todo lo demás; no había modo de evitarlo.

El apartamento estaba en un tercer piso, encajonado por todas partes entre otros edificios de viviendas. La ventana de la cocina era la única parte de la casa que tenía vistas, aparte de la terraza. Ofrecía un atisbo de una franja de la ciudad: Urmila veía el amplio y desigual horizonte de la parte sur de Calcuta, que se extendía longitudinalmente desde el parque de abajo; una vista de tejados ennegrecidos de moho que se fundían con el sucio resplandor del nublado cielo monzónico.

Abajo, en el parque, ya estaba en marcha la habitual media docena de partidos de criquet. Oía los golpes de la madera contra el cuero y unas cuantas voces soñolientas, que daban gritos de estímulo. En otro rincón del parque, media docena de hombres hacían pesas bajo el tejado de hojalata de un gimnasio. Más allá, la avenida RashBehari empezaba a removerse preparándose para la hora punta. Pero las calles seguían relativamente vacías salvo por algunos que, apresurándose por el atajo, volvían del mercado de Gariahat con manojos de verduras asomando por las bolsas de nailon de la compra.

El atajo a Gariahat salía de la avenida principal, a unos centenares de metros de distancia. Era un sendero largo y estrecho cuyo punto sobresaliente lo constituía una anticuada mansión de construcción irregular con un camino de grava, porche de columnas y jardín bien cuidado. Urmila la veía bien desde la ventana: solía poner los ojos en ella cuando estaba atareada en la cocina: era la residencia de Romen Haldar.

En aquel preciso momento llamaron al timbre.

—Llaman al timbre, Urmi —gritó la madre desde su habitación—. ¿Es que no lo oyes?

Su padre había salido a la terraza con el periódico para mirar la sección de Anuncios, uno de sus pasatiempos matinales favoritos. Los leía en alta voz, para sí mismo, escupiendo los nombres como espinas de pescado. Dejó el periódico sobre las rodillas y alzó la cabeza.

—¿Quién es? —gritó—. Que vaya alguien a ver.

Casi inmediatamente, de la habitación de su cuñada se oyó una lánguida voz: no podía levantarse porque estaba dando de mamar al niño. Su hermano mayor ya se había marchado a primera hora de la mañana a coger un tren. Su hermano pequeño estaba en el baño, chasqueando los dedos y cantando «Disco diwana».

Entonces su madre, en su tono más dulce y lisonjero, dijo:

—Ve a echar una mirada, Urmi; si no vas tú, no irá nadie.

¡Estoy ocupada!, quiso gritar. ¿Es que no ves que estoy trajinando, intentando dejarlo todo arreglado antes de irme a trabajar…?

Volvió a sonar el timbre y en el mismo instante su sobrino de seis años entró en la cocina y empezó a tirarle del sari.

—Abre la puerta, Urmi-
pishi
—canturreó el niño—. Urmi-
pishi-kirmi-pishi
, abre la puerta, abre la puerta…

Dejó caer con fuerza el pesado almirez en la picada superficie del mortero, vivamente coloreado ahora de cúrcuma y guindilla, y pasó junto a su sobrino, que se había tumbado en el suelo. El niño alzó los brazos cuando ella pasaba y le enganchó los dedos en el borde del sari. Ella lo arrastró unos pasos y luego le dio un manotazo en el puño.

El niño rompió a llorar y fue corriendo a la habitación de sus padres, gritando:

—Me ha pegado, me ha pegado,
kirmi-pishi
me ha pegado…

Al descorrer el cerrojo, Urmila oyó la voz de su cuñada, que de pronto gritó:

—¡Cómo te atreves a pegar a mi hijo!

Abrió la puerta y vio a un chico parado en el umbral con una gran cesta tapada a su lado. No le había visto antes; parecía muy joven para ser vendedor. Llevaba un
lungi
y una camiseta grisácea.

—¿Crees que no sé lo que te traes entre manos, so guarra —perseguía la voz a Urmila a través de la puerta abierta—, viniendo todas las noches tarde a casa? Voy a darte una lección; yo te enseñaré a pegar a mis hijos…

Urmila salió y cerró de un portazo.

La turbación dio una nota chillona a su voz cuando preguntó en tono brusco:

—¿Qué ocurre? ¿Qué quieres?

El muchacho le contestó con una alegre sonrisa, enseñando una boca desdentada. De pronto Urmila sintió vergüenza, mortificada ante la idea de haber permitido que su cuñada la provocara delante de un completo desconocido. Sin darse cuenta, se pasó el dorso de la mano por la frente. Las facciones se le contrajeron en una mueca al sentir la punzante huella que las especias molidas le dejaban en la cara. Se apresuró a frotarse los ojos con el borde del sari.

—¿Qué quieres? —repitió en tono más ecuánime.

El chico se estaba poniendo en cuclillas junto a la cesta. Con otra sonrisa, retiró una capa de papel y plástico y descubrió un montón de pescado que lanzaba destellos plateados a la luz de la mañana.

—Sólo he venido a preguntarte si necesitabas pescado esta mañana,
didi
—dijo, sonriendo—. Nada más.

25

—No te he visto nunca —repuso Urmila, arrodillándose junto a la cesta.

Se puso a examinar el pescado, abriendo las agallas: por costumbre, porque ese día no le importaba lo que compraba ni por cuánto.

El joven pescadero le dirigió una alegre sonrisa, moviendo la cabeza.

—Voy a venir a menudo —le informó—. Compra uno y verás: tengo el mejor pescado del mercado, recién sacado del agua.

—Todos los pescaderos dicen lo mismo —le recordó Urmila—. Eso no significa nada.

—Si no me crees, pregunta por ahí —se encrespó el vendedor—. Vendo en las mejores casas. Vaya, ¿conoces la casa de Romen Haldar, en ese sendero de ahí?

Urmila alzó la cabeza, enarcando las cejas.

—Voy a decirte una cosa —dijo orgullosamente el pescadero—. Todo el pescado me lo compran a mí. Exclusivamente a mí: puedes ir a preguntar, si quieres.

Metiendo la mano en la cesta, apartó unos pescados.

—Mira, déjame enseñarte algo. ¿Ves este de aquí, el
ilish
grande? Lo reservo para ellos. Ahora voy de camino para allá. Les dije que les llevaría algo especial esta mañana.

—Me lo quedo yo —dijo Urmila.

—No —replicó el pescadero, sonriendo y sacudiendo la cabeza—. Ése no te lo puedo dar: es para ellos. Pero te daré este otro, es igual de bueno. Mira, échale un vistazo.

Urmila asintió con indiferencia.

—Muy bien, ése.

Le dijo que se lo cortara en trozos y entró a buscar el monedero. Cuando volvió, el pescadero le tenía un paquete preparado: había envuelto el pescado en trozos de periódico y lo había metido en una bolsa de plástico.

Urmila chasqueó la lengua con disgusto al ver el envoltorio.

—No tenías que haberlo envuelto —le dijo.

El pescadero murmuró una disculpa y se puso a contar el dinero.

Urmila volvió a entrar en la casa. Ya no tenía un momento que perder. Se apresuró a la cocina y volcó el contenido del envoltorio en una bandeja de plástico, en el fregadero. Los trozos de pescado cayeron con un golpe seco, desperdigándose por toda la pila. Urmila hizo una mueca: el periódico en que venía envuelto el pescado se había hecho un burujo empapado. Tocó cautelosamente un trozo de pescado y al retirar la mano se le pegó un pedazo de papel en el dedo. No resultó fácil desprenderlo; era como una viscosa bolita de pegamento.

Arrugando la nariz de asco, lanzó una breve mirada por la ventana. En la avenida RashBehari se había formado un atasco de autobuses y microbuses, que despedían densas nubes de humo. Sólo le quedaba media hora si quería llegar al Gran Hotel Oriental a tiempo para la conferencia de prensa. Empezó a rascar furiosamente el papel.

Al cabo de unos minutos comprendió que rascando sólo empeoraba las cosas, porque el papel se introducía cada vez más en los trozos de pescado. Alzó las manos, ya completamente exasperada, y se quitó de los dedos un pedazo de papel. Era un papel barato: de los que se acumulaban en grandes cantidades en la sala de fotocopiadoras de
Calcutta
.

Así que en esto acaba todo, pensó, en envoltorios de pescado.

Volvió a mirar la bolsa de plástico y vio que seguía llena de papeles. Algunos estaban secos; la sangre aún no los había empapado. Los sacó y los puso sobre la encimera, alisando una hoja con el dorso de la mano.

Era una fotocopia, de tamaño oficial, de una página grande y muy bien compuesta de un periódico inglés. No conocía el tipo de letra; era anticuado y nada más verlo supo que no era de ningún periódico en lengua inglesa de los que se publicaban en Calcuta por entonces. Hizo sitio en una parte de la encimera y la extendió.

La letra era tan pequeña que no le resultó fácil leerla. Encendió una luz y volvió a mirarla, dirigiéndose instintivamente al margen superior para ver la cabecera del periódico.
The Colonial Services Gazette
, decía en preciosos caracteres góticos. Junto al nombre venía la línea de la fecha: Calcuta, 12 de enero de 1898.

La página estaba compuesta a ocho columnas, cada una con docenas de anuncios de asuntos corrientes: «El señor D. Attwater ha sido destinado a Almora como magistrado suplente de Hacienda», «Fulanito de Tal deja su cargo en la Comandancia del Puerto para ocupar el de capitán del puerto de Singapur», y así sucesivamente. Urmila lo examinó rápidamente hasta el final. No entendía por qué se habían molestado en fotocopiar algo así, una relación de antiguos nombramientos burocráticos. A punto de tirarlo al cubo de la basura, observó que habían subrayado con tinta uno de los anuncios.

Guiñando los ojos, leyó: «Se concede un permiso al coronel médico D. D. Cunningham, Hospital General de la Presidencia, Calcuta, del 10 al 15 de enero…»

Urmila lanzó una rápida mirada al reloj que había sobre la mesa. Ya sí que no tenía tiempo que perder, ni un instante; si no preparaba el pescado en diez minutos llegaría tarde a la conferencia de prensa.

Era consciente de que debía seguir con la comida. Sin embargo sacó los otros dos papeles que quedaban en la bolsa de plástico.

La siguiente hoja era aún más intrigante que la primera. Era una fotocopia de una página con una lista de nombres bajo un logotipo complicado y extraño. Llevándola a la luz, vio que decía: «Ferrocarriles del Suroeste». Debajo y escrito a mano se leía: «10 de enero de 1898, Lista de pasajeros, Compartimiento 8». Y luego la lista de nombres. Urmila la ojeó rápidamente; parecían nombres británicos. Leyó algunos en voz alta, pronunciándolos despacio: Comandante Evelyn Urquhart, Señor D. Craven, Sir Andrew Acton, caballero de la Orden del Imperio Indio…» Luego vio que habían subrayado uno al final del escrito. Era: «Señor C. C. Dunn»

Qué raro, pensó. El otro nombre era D. D. nosequé.

No se molestó en comprobar. Puso la hoja a un lado y alisó la que quedaba.

Era una fotocopia de otra página del
The Colonial Services Gazette
. Estaba fechada el 30 de enero de 1898. Le echó una rápida ojeada: otra larga lista de traslados, jubilaciones, tomas de posesión de cargos. Una vez más, habían subrayado un aviso. Decía: «Se informa a los lectores que el coronel médico D. D. Cunningham está de permiso hasta su jubilación. Le sustituirá el comandante médico Ronald Ross, del Servicio Médico de la India.»

—¿Todavía no has empezado a guisar, Urmi? —dijo su madre desde su habitación—. Se está haciendo tarde.

Urmila se sobresaltó. Se sintió furiosa consigo misma por perder tanto tiempo mirando fotocopias viejas. Las cogió, las tiró a un lado de la encimera y volvió apresuradamente al fregadero.

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