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Authors: Jose Mallorqui

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil,

El Coyote (10 page)

—¿Lo va usted a asesinar? —preguntó uno de los oficiales.

—Matar al señor Moore no es cometer ningún asesinato, caballeros. Si tuviera que luchar con ustedes, a quienes respeto profundamente por el uniforme que honradamente visten y porque sé que son caballeros, les ofrecería las máximas posibilidades de defensa; pero ustedes no han hecho nada que merezca ser castigado por
El Coyote
, por lo cual les suplico que permanezcan al margen de esta cuestión. Como dije, hace unos días el señor Moore se permitió bravuconear con un muchacho que no tiene ninguna culpa si Dios no le ha hecho un héroe. La cosa llegó a mis oídos, junto con otras, y he venido a saludar al señor Moore y decirle que tanto aquel día como hoy, es, ha sido y será hasta que muera un cobarde.

La desesperación, el miedo, el odio o una fuerza superior empujó a Moore a llevar la mano a la culata de su revólver; pero antes de que terminara de desenfundarlo sonó una detonación y Moore retiró la mano derecha del arma, que volvió a quedar dentro de la funda, a la vez que el hombre se llevaba la mano izquierda a la oreja, medio destrozada por un balazo que, al mismo tiempo, hizo añicos una botella de licor.

—¡La marca del
Coyote
! —exclamó alguien.

—Sí. Es la segunda oreja que señalo esta noche —sonrió
El Coyote
—. Ahora —continuó— te voy a matar, Douglas Moore. Lo voy a hacer porque mereces cien veces la muerte; pero, sobre todo, porque intentaste asesinar a Edmonds Greene y cargar las culpas sobre el infeliz Cárdenas. Por eso sólo mereces la muerte. He venido de muy lejos para llegar a tiempo de impedir la ejecución de un inocente. Ahora podrías ser tú quien compareciese ante el juez Clarke, si tuvieras valor para confesar tu culpa; pero no lo harás, porque eres un cobarde y, por lo tanto, te mataré. Si crees en Dios, encomienda tu alma a Él. No deseo privarte de ese consuelo.

Mientras hablaba,
El Coyote
levantó el percutor de su revólver. El cilindro giró y una cámara cargada ocupó su puesto ante la recámara del arma.

—¡Por Dios, no me mate! —suplicó Moore, cayendo de rodillas—. ¡Lo diré todo! Sí, yo quise matar a Greene…, yo disparé sobre él… Que me juzguen. Yo demostraré que fue un accidente y que luego me arrepentí…

—¿Es verdad eso?

—Es verdad —aseguró Douglas Moore—. Se me disparó la pistola…

—¿Heriste al señor Greene?

—Sí.

—¿Lo dices de veras? ¿No hablas creyendo que así salvarás la vida? Piensa que el juez Clarke te condenará a morir ahorcado.

—No importa. Es la verdad. Cárdenas es inocente.

—Recuerda que te escuchan dos oficiales del Ejército que repetirán tus palabras ante el tribunal.

—Dirán la verdad. Yo soy culpable de la herida del señor Greene.

—Entonces te dejo en sus manos y te advierto que si el tribunal te absuelve, Douglas Moore, yo te buscaré hasta el último rincón de la tierra y daré cuenta de ti aunque te escondas detrás de unos muros más sólidos que los de la fortaleza que lleva tu mismo nombre.

Después de esto,
El Coyote
se volvió hacia los oficiales y les dijo:

—Pongo en sus manos a ese hombre. Espero que sabrán hacer cumplir la Justicia.

Saludándoles con un movimiento de revólver,
El Coyote
fue retrocediendo hacia la puerta, sin dejar de encañonar a los clientes del local. Cuando faltaban unos dos metros para alcanzar la salida, ordenó:

—Vuelvan todos la espalda, señores. Ustedes, también, oficiales. Es sólo un momento.

Los clientes obedecieron y un segundo después oyeron abrir y cerrarse la puerta y se volvieron en seguida.
El Coyote
no se encontraba ya allí.

Lanzando gritos de ira, los diez clientes del bar se precipitaron hacia la puerta. El primero en empuñar su revólver fue Douglas Moore; pero, antes de que pudiera salir, los dos oficiales avanzaron hacia él y le arrancaron el arma de la mano, anunciándole:

—Quedas detenido, Moore. Hemos oído tu confesión…

—¡Qué confesión ni qué diablos! —rugió Douglas Moore—. Si hablé lo hice porque me amenazaban con un arma…

—Eso deberá decirlo el general Clarke —interrumpió uno de los oficiales—. Ponte algo en la oreja. Está sangrando demasiado.

Moore iba a decir algo, pero le interrumpió una algarabía' de juramentos e imprecaciones.

Eran los que trataban de perseguir al
Coyote
. Al ir a montar sus caballos se encontraron con que todos tenían las cinchas casi partidas y viéronse precipitados al suelo en medio de un terrible escándalo, mientras los animales, asustados por aquellos gritos y golpes, se espantaban y pisoteaban violentamente a sus amos, para acabar, al fin, huyendo por todos los lados de la plaza.

A la salida de Los Ángeles,
El Coyote
volvió la cabeza y, viendo que nadie le perseguía, soltó una carcajada, que llegó hasta los que se debatían en el suelo, aumentando su indignación. Luego, picando espuelas, miró hacia la cumbre donde se levantaba el Fuerte Moore, iluminado en aquel momento por la hoguera de la incendiada horca. Entonces soltó una nueva carcajada. Al cruzar el vado de río que más tarde se llamaría de Los Ángeles, sacó la llave de las fuertes esposa del sheriff y la tiró al agua. En seguida volvió a picar espuelas y partió en dirección al rancho de San Antonio.

Capítulo XI.— ¿Eres tú
El Coyote
?

El templado aire del desierto convertía en primaveral la noche de enero. El puro y transparente aire acentuaba el metálico brillar de las estrellas. Beatriz de Echagüe no podía dormir. Habíase levantado de la cama y, cubriéndose con una bata de lana, abrió la ventana y sumióse en la contemplación del paisaje. Desde aquella ventana, su tía, la hermana de don César, soñó también con el amado que partió un día hacia Méjico, a combatir la insurrección de la Nueva España contra la vieja. Partió para no volver y, hasta la fecha de su muerte, Elena de Echagüe hizo de aquella ventana y de aquella habitación su santuario de recuerdos.

Quizá algo de la mucha angustia que vibró entre aquellas paredes quedaba aún latente en ellas, y aprovechando un ambiente propicio, habíase contagiado a la joven, inundándola de una inquietud para la cual no encontraba explicación alguna.

Llevaba más de una hora sentada en el mirador, envuelta en la oscuridad, pensando en sus vagas inquietudes, intentando, en vano, reírse de ellas y alejarlas cuando, de pronto, el lejano batir de los cascos de un caballo que llegaba al galope la devolvió a la realidad. Pero, al mismo tiempo, aquel galope que en otros momentos le hubiera parecido lógico, la inquietó tanto más cuanto menos debía haberla preocupado. Cuando cerca de la entrada del rancho cesó el galope, Beatriz sintió aumentarse su inquietud. El que llegaba debía dirigirse al rancho de San Antonio, y el hecho de que hubiera interrumpido el galope a la entrada del mismo sólo podía significar su deseo de pasar inadvertido a los centinelas armados que durante la noche patrullaban por las tierras del San Antonio.

Como alcanzando un objeto ya lejano, Beatriz recordó algo que en el instante de suceder le había pasado inadvertido, pero que debía de haber quedado impreso en su subconsciencia. Unos minutos antes, al empezar a oírse el galope del caballo, uno de los guardianes del rancho pasó bajo su ventana en dirección a la puerta principal…

Beatriz no tuvo tiempo de analizar aquel recuerdo. Tres sombras acababan de aparecer en el ancho redondel de una era. Dos de aquellas sombras, un hombre y un caballo, marcharon hacia los establos. La otra, un hombre vestido con el inconfundible traje mejicano, dirigióse hacia la casa, procurando ocultarse en las sombras.

Un relámpago lejano, el brillo más intenso de una estrella, el reflejo de una luz en el rancho… Beatriz no pudo decir a ciencia cierta de dónde procedía el resplandor que por un momento iluminó al misterioso visitante nocturno, reflejándose en las culatas de sus dos revólveres y descubriendo por un momento su rostro, oculto tras un negro antifaz.

Ahogando difícilmente un grito de espanto, la joven retiróse de la ventana y, en voz baja, murmuró:

—¡
El Coyote
!

Quedó un momento indecisa y luego le asaltó un pensamiento que se conjugó terriblemente con sus anteriores inquietudes. ¡
El Coyote
en el rancho!
El Coyote
, vengador de los oprimidos californianos, enemigo de los yanquis, a quienes en Los Ángeles representaba, a título supremo, Edmonds Greene…

Esta vez no pudo contener el grito que pugnaba por escapar de sus labios:

—¡Edmundo!

Desolada, abandonó su habitación, sin calzarse, salió al pasillo y de encima de un viejo bargueño tomó un velón. Quiso correr con él en la mano; pero el ímpetu de la carrera apagó la vacilante llamita.

Dejándolo en el suelo, descendió a la planta baja, donde estaba la habitación de Greene. Pasó por delante de la de su hermano y estuvo a punto de entrar en busca de socorro; luego, recordando la poca ayuda que podía esperar de César, siguió hacia el cuarto inmediato, en el que entró sin llamar.

Como herida por un rayo, Beatriz se detuvo en el umbral de la estancia. Un pequeño candil de aceite iluminaba tenuemente el dormitorio; pero, aunque insignificante, su luz bastaba para descubrir el vacío lecho, intacto, como si nadie hubiera dormido en él.

—¡Edmundo! —repitió en voz baja.

Miró hacia donde se habían colgado las ropas del herido. Estaban allí. Traje, sombrero, botas, incluso el revólver. Sin embargo…

El recuerdo de aquella conversación en que su hermano acusó abiertamente a Edmonds Greene de ser
El Coyote
, volvió a la memoria de la joven. Cierto que el norteamericano estaba herido; pero en sus últimos días había paseado ya por el jardín, el huerto e incluso por las praderas. Había demostrado poseer una constitución maravillosa, y sus heridas cicatrizaron en la mitad de tiempo de lo que esperaba el doctor García Oviedo. ¿Habían cicatrizado lo bastante para permitirle abandonar el rancho protegido por la oscuridad de la noche?

Huyendo de la respuesta a su propia pregunta, y anhelando encontrar un consuelo, alivio o protección, fue al cuarto de su hermano y empujó la puerta. Estaba cerrada por dentro.

Un miedo infinito e ilógico, contra el que no podía luchar, apoderóse de la joven. En las sombras del amplio vestíbulo presintió mil enemigos terribles, ocultos en su invisibilidad, pero llenos de poderes destructores. Como loca precipitóse contra la puerta y la golpeó con los puños, chillando:

—¡César! ¡César! ¡Abre!

La sobresaltada voz de su hermano llegó desde el otro lado de la puerta.

—¿Qué ocurre? ¿Qué son esos golpes?

—¡Abre! ¡Abre! ¡Por Dios, abre en seguida!

—¿Quién es?

—¡Soy yo! ¡Soy Beatriz! ¡Por Dios, abre en seguida!

—Un momento —respondió César—. ¿Estás loca, llamando así? Aguarda a que me ponga algo…

Un minuto después, que tuvo extensión de eternidad, César de Echagüe abrió la puerta. Se envolvía en una larga bata de vicuña; tenía el cabello revuelto, los ojos cargados de sueño y los descalzos pies embutidos en unas babuchas morunas.

—¿Qué diablos te ocurre? —preguntó, con evidente mal humor—. ¿No se te ha ocurrido nada mejor que venirme a despertar cuando más profundamente dormía?

—¡César, por favor, óyeme!

Beatriz hablaba entrecortadamente. Empujó a su hermano al interior de la habitación y tuvo que sentarse en la cama, caliente aún por el cuerpo que había dormido en ella.

—Escucha, César —siguió la muchacha—. Es terrible. No debe enterarse nadie; pero yo no tengo valor para guardar dentro de mí el secreto. Es demasiado grande. Oye…

—Di de una vez, mujer —interrumpió bruscamente César, que permanecía en pie—. ¿Qué te ocurre? ¿A qué viene presentarse a estas horas en mi cuarto, echando abajo la puerta a golpes?

—He visto al
Coyote
—susurró Beatriz.

—¿Y qué?

—¿No te asombra?

—¿Por qué ha de asombrarme? En esta tierra siempre ha habido coyotes.

—No es un coyote vulgar; he visto al
Coyote
.

—¡Ah! ¿Te refieres al bandido generoso? ¿Qué ha hecho? ¿Ha intentado molestarte?

—No. Le vi desde la ventana de mi cuarto. Se dirigía hacia aquí.

—¿Hacia mi cuarto? —preguntó Cesar mirando a su alrededor.

—No. Hacia la casa… Y Edmundo no está en su habitación.

—Creo que ves visiones, Beatriz.

—No, no son visiones. ¡Ojalá lo fueran! Tengo miedo de que
El Coyote
le haya hecho algo malo a Edmundo.

—¿Por qué iba a hacerle nada malo a un amigo de los californianos?

—No sé. No comprendo nada; estoy loca… Sí, tienes razón, estoy loca; pero lo cierto es que no puedo soportar más esta tensión…

—Si quieres seguir un buen consejo vuelve a tu cuarto y reanuda el sueño donde lo dejaste. Has visto visiones y, lo que es peor, me has despertado a mí.

—¡No, César, no han sido visiones! Ha sido una realidad que me llena de horror.

César de Echagüe se ciñó más fuertemente la bata, arreglóse un poco el revuelto cabello y, cogiendo de la mano a su hermana, la sacó del dormitorio.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó, asustada, Beatriz.

—Convencerte de que todo ha sido un sueño y luego volver a la cama.

Arrastrando casi a su hermana, César fue hasta la puerta de la habitación de Greene, llamó en ella con los nudillos y preguntó en voz muy fuerte:

—¿Estás despierto?

Hubo un breve silencio que fue una puñalada para Beatriz.

César movió la cabeza y volvió a llamar.

La inconfundible voz de Greene preguntó, desde dentro:

—¿Quién llama?

—Beatriz y yo —respondió César—. ¿Podemos entrar?

—¿A estas horas? ¿Qué sucede?

Sin replicar, César empujó la puerta, que estaba abierta, y entró en el dormitorio que antes había visitado Beatriz.

Ésta, llena de asombro y de alegría, vio a Greene, con evidentes señales de haber estado durmiendo, sentado en la cama, cubierto con un viejo poncho.

—Pero, ¿ocurre algo grave? —inquirió Greene, muy turbado.

—Sí, ocurre que Beatriz ha tenido una pesadilla y la ha confundido con una realidad. ¿Eres tú
El Coyote
? Aunque no me lo ha confesado, sospecha que vives una doble vida y posees una doble personalidad, y para convencerse de lo contrario me ha venido a despertar con la historia de que tú no estabas en tu habitación. Ahora, con tu permiso, me marcho… Vamos, Beatriz, no creo que esté bien que te quedes tal como vas en la habitación de tu novio… Y a mí no me gusta hacer de dueña.

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