Authors: Emilio Salgari
—Caballero, la suerte está de mi parte. Juré ahorcarle y mantendré la palabra.
—Los traidores tienen suerte en esta vida. Veremos en la otra —contestó el Corsario, con supremo desprecio.
—Usted ha perdido la partida y pagará —dijo el viejo, fríamente.
—¿Qué espera? ¡Hágame ahorcar!
—Hubiera preferido hacerlo en Maracaibo. Pero haré que goce del espectáculo el pueblo de Gibraltar.
—¡Miserable!...
—No le odio tanto como cree, pero es un testimonio peligroso de lo sucedido en Flandes. Si yo no le matase, tarde o temprano lo haría usted conmigo. Sólo me defiendo de un enemigo que no me ha dejado en paz.
—Entonces, hágame matar. La muerte no me asusta.
—Caballero, es usted un valiente y estoy seguro de que no me creerá si le digo que estoy cansado de la tremenda lucha que ha emprendido contra mí. Si yo le dejara en libertad, ¿qué haría?
—Recomenzaría la lucha con mayor encarnizamiento para vengar a mis hermanos.
—Me obliga, entonces, a colgarle, tal como colgué al Corsario Rojo y al Corsario Verde.
—Y como asesinó en Flandes a mi hermano mayor.
—¡Cállese!... —gritó el duque, con voz angustiada—. ¿Por qué reavivar el pasado? Déjelo que duerma para siempre
—Suprima al último señor de Ventimiglia. Pero le advierto que con ello la lucha no terminará. Otro de los míos, un hombre valeroso y audaz, recogerá mi juramento —sentenció el Corsario.
—¿Quién será ése? —preguntó el duque, temeroso.
—El Olonés.
—También le colgaré.
—Pedro navega hacia Gibraltar. Dentro de unos pocos días caerá usted en sus manos.
—Que venga el Olonés y le daré su merecido.
Dirigiéndose luego hacia los marineros, les dijo:
—Conduzcan a los prisioneros a la bodega y vigílenlos atentamente. Ustedes se han ganado el premio que prometí; lo recibirán en Gibraltar.
En seguida volvió la espalda al Corsario y se dirigió a popa. El Conde de Lerma le esperaba en la escalera.
—Señor duque —le preguntó—, ¿está usted resuelto a ahorcar al Corsario?
—Sí —respondió el viejo sin vacilar—. Es un corsario, un enemigo de España que ha encabezado una expedición contra Maracaibo.
—Es un caballero valiente, señor duque. Es lamentable que muera un hombre como él.
—Es un enemigo, señor Conde.
—Aun así, yo no le mataría.
—¿Porqué?
—No olvide que se dice que la hija de usted ha sido capturada por los filibusteros de las Tortugas.
—Es cierto —reconoció el duque, suspirando—. Pero la captura de la nave en que ella viajaba no ha sido confirmada.
—Pero si la confirmasen, podría canjearla por el Corsario Negro.
—No, señor —contestó resuelto el viejo—. Con una buena suma siempre podré rescatar a mi hija. Y eso, si es reconocida, cosa que dudo, pues se tomaron todas las precauciones para que navegase de incógnito. Ya es hora de que esta larga lucha termine. Señor Conde, ponga proa a Gibraltar.
El Conde de Lerma se inclinó sin contestar y se dirigió a proa.
Pero sólo a las cuatro de la tarde el barco estuvo en condiciones de zarpar. La impaciencia roía al duque. El Conde le advirtió que no era posible navegar a gran velocidad porque los innumerables bancos de arena lo impedían. Solo a las siete de la tarde, hora en que el viento aumentó, el velero comenzó a moverse algo más rápido.
El Conde de Lerma, tras cenar con el duque, fue a tomar el timón y mantuvo una larga conversación con el piloto. Parecía darle amplias instrucciones relacionadas con las maniobras nocturnas para evitar los bajíos de Catatumbo, frente a Santa Rosa, localidad pequeña a pocas horas de Gibraltar.
La misteriosa conversación duró hasta las diez de la noche. Después pareció que el Conde se retiraba a descansar, pero, al amparo de la oscuridad, bajó sin ser visto por la tripulación hasta la bodega.
—Y ahora —murmuró—, el Conde de Lerma pagará su deuda; después que pase lo que sea.
Encendió una linterna sorda que llevaba en la manga de su bota y alumbró a los que dormían.
—¿Usted, Conde? —dijo el Corsario—. ¿Viene a hacerme compañía?
—A algo mejor, caballero —replicó el castellano—. Vengo a cumplir mi promesa. Hoy no soy yo el que está en peligro, sino usted. Me corresponde devolverle un favor, que sin duda apreciará.
—Explíquese mejor, Conde.
—Vengo a salvarle, señor.
—¿Salvarme?... —exclamó el Corsario, estupefacto—. ¿Y qué pasará con el duque? Le hará a usted prisionero y le hará. ahorcar. ¿Ha pensado en ello, Conde?... Wan Guld no bromea.
—El flamenco es fiero y astuto, caballero. Lo sé. Pero no se atreverá a inculparme. La carabela es mía y la tripulación me es fiel. Sé que hago mal en liberarle en el momento en que Gibraltar va a ser atacada por el Olonés. Pero soy un caballero y cumplo mis promesas. Si más tarde el destino hace que nos encontremos en Gibraltar, usted cumplirá su deber de corsario, yo el mío de español y nos batiremos como dos enemigos encarnizados.
—Como dos enemigos encarnizados no, Conde.
—Como dos caballeros, entonces, que militan bajo distintas banderas —dijo con nobleza el castellano.
—De acuerdo, Conde.
—Huya, caballero. Aquí tiene un hacha para que corte los travesaños del ojo de buey, y un par de puñales para que se defienda de las fieras, cuando esté en tierra. Una chalupa va a remolque de la carabela. Corte su soga y reme hacia la costa. Ni el piloto ni yo veremos nada. Adiós, caballero. Espero hallarle ante las murallas de Gibraltar y que crucemos nuestros aceros,
El Conde cortó entonces las ligaduras del Corsario, le entregó las armas, le estrechó la mano y desapareció escaleras arriba.
El Corsario se quedó perplejo un instante, sorprendido por la magnanimidad del castellano, luego despertó a los filibusteros.
—¡Truenos! ¿Qué ha pasado, señor?
—¿No me diga que esto se debe al gobernador? —ironizó Carmaux
—Síganme en silencio —ordenó el Corsario.
Quitó a golpes de hacha dos travesaños del ojo de buey, dejando espacio suficiente para que pasara un hombre.
—No se dejen sorprender —susurró a los filibusteros—. Si les interesa la vida, sean prudentes.
Sigilosamente, uno a uno fueron dejándose caer al agua. Nadaron hasta la chalupa atada a la popa por un gran cable. Cuando iban a tomar los remos, la cuerda cayó al mar, cortada por una mano amiga.
El Corsario levantó la vista y vio en el alcázar de popa un bulto humano que lo saludaba.
—¡Que Dios lo proteja de la cólera de Wan Guld! —dijo el Corsario, reconociendo al castellano.
—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. Todavía no sé si estoy despierto o dormido. ¿Qué pasó, capitán? ¿Quién le ayudó a huir de ese viejo antropófago?
—El Conde de Lerma —repuso el Corsario.
—¡Qué gran caballero! Si le encontramos en Gibraltar, no vamos a tocarlo, ¿verdad, Wan Stiller?
—Lo trataremos como a un hermano de la costa —respondió el hamburgués.
El Corsario, que miraba ensimismado hacia el horizonte, se incorporó de pronto ansioso:
—Amigos —preguntó con cierta emoción—, ¿qué ven allá, a lo lejos?
Ambos filibusteros se levantaron para mirar en la dirección indicada. Unos puntos luminosos, como estrellitas, brillaban en el horizonte. Un hombre de tierra firme podría confundirlos con astros, pero no un hombre de mar.
—¡Fanales, comandante! ¡Fanales! —exclamó Carmaux—. ¡No me cabe duda de que es el Olonés!
—A la playa, ¡rápido! —ordenó el Corsario—. Encenderemos fuego para que vengan a rescatarnos.
Ambos filibusteros reanudaron sus remadas con gran energía, acercando la chalupa a la costa, que se divisaba a tres o cuatro millas de distancia.
El Olonés quedó sorprendido al encontrar al Corsario Negro, a quien creía en la selva o entre los juncales, y, más aún, al escuchar sus aventuras.
—Mi pobre amigo —dijo—, no tienes suerte con ese maldito viejo. Pero te juro por las arenas de Olón que ahora lo capturaremos en Gibraltar.
—Pedro, dudo que lo encontremos allí —respondió el Corsario—. Él ya sabe que caeremos sobre la ciudad.
—¿Pero no iba hacia allá en la carabela del Conde?
—Sí, Pedro, pero es muy astuto. Puede haber cambiado de rumbo para no dejarse sitiar tras las murallas de la ciudad. La suerte lo protege.
—La suerte se cansará de hacerlo, caballero. Si no lo encontramos en Gibraltar, lo buscaremos en Puerto Cabello. Te he prometido ayuda y jamás faltaré a mi palabra.
—Gracias, sé que cuento contigo. ¿Dónde está
El Rayo?
—A la salida del Golfo, junto a las dos naves de Harris. No dejarán que nos molesten los barcos españoles.
—Estoy a tus órdenes, Pedro.
—¡Sabía que contaba con tu brazo valeroso! Esta noche llega el Vasco y mañana temprano atacaremos. Gibraltar será un hueso duro de roer, pero triunfaremos, amigo mío. Ahora vamos a cenar y a descansar a bordo de mi barco. Se ve que lo necesitas.
Aquel día no fue perdido. Los incansables bucaneros se dedicaron a explorar las inmediaciones de la ciudadela española, con el objetivo de estudiar detalladamente cómo atacarla por sorpresa.
Las informaciones que trajeron no eran alentadoras. Todos los caminos estaban interrumpidos con trincheras fortificadas, la campiña de los alrededores inundada, y había cercos erizados de espinos. El comandante de Gibraltar, además, era uno de los jefes más valientes con que contaba España en América. Había hecho jurar a sus soldados que se harían matar hasta el último hombre antes que rendir su estandarte.
Cierta angustia empezó a apoderarse del corazón de los corsarios. Pero el Olonés, informado de todo, no se dejaba deprimir. Esa tarde reunió a los jefes.
—Es imprescindible, hombres del mar —los arengó—, que luchemos mañana con bravura. Fabulosos tesoros nos esperan en la ciudad. En el combate, observen a sus jefes y sigan su ejemplo.
A medianoche llegó el Vasco con cuatrocientos hombres. De inmediato se levantaron los campamentos y se formaron las escuadras. El pequeño ejército, encabezado por sus tres jefes, emprendió la marcha cruzando la selva.
Carmaux y Wan Stiller, bien comidos y dormidos, iban detrás del Corsario Negro. Ardían de impaciencia por estar en la primera línea de combate y ayudar a la captura de Wan Guld.
En el bosque se les unió el africano.
—Compadre carboncillo, ¿de dónde sales?
—Hace diez horas que los busco. Supe que el gobernador los tomó prisioneros.
—Es cierto, compadre. Huimos de sus garras gracias a la ayuda del Conde de Lerma.
—¿El. castellano que apresamos en casa del notario de Maracaibo?
—Sí, compadre. ¿Y el catalán? ¿Y los heridos?
—Los heridos murieron; el catalán ya debe estar en Gibraltar. La ciudad opondrá una dura resistencia.
—Sí; temo que muchos de los nuestros no podrán comer esta noche.
Los primeros tiros que se escucharon desde las avanzadas, les advirtieron que estaban a la vista de la ciudad. El Olonés, el Vasco y el Corsario Negro corrieron al encuentro de los exploradores. Pero no se trataba de un contraataque sino que de un tiroteo de reconocimiento. Sin embargo, ya no era posible ocultarse y el Olonés ordenó acampar en espera de que amaneciera.
Las defensas enemigas parecían inexpugnables. Sobre una colina se veían dos poderosas fortificaciones almenadas, en las que ondeaba el estandarte español.
—¡Por las arenas de Olón! —frunció el ceño el filibustero. Nos será muy difícil apoderarnos de esos dos fuertes sin escalas ni artillería.
—Sobre todo con el camino cortado. Hay empalizadas y baterías en él. Tendremos que atacar bajo el fuego de los cañones.
—Sí. Y tender puentes improvisados sobre ese pantano. Por la llanura no podremos pasar, porque está inundada.
—¡El comandante conoce bien todas las alternativas de la guerra! —dijo el Corsario Negro, pensativo.
—Así lo veo.
—¿Qué piensas hacer, Pedro?
—Probar suerte, caballero. No podemos retroceder ante nuestros hombres. Jamás volverían a confiar en nosotros.
—Es cierto, Pedro. Se vendría al suelo nuestra fama de corsarios audaces e invencibles. Además, en ese fuerte está mi mortal enemigo.
—Actuemos —dijo el Olonés—. Dejo en tus manos y en las del Vasco a la mayoría de los filibusteros. Utilicen el pantano para llegar hasta la colina. Yo daré la vuelta, y protegido por la arboleda intentaré llegar al pie de las murallas del primer fuerte.
—¿Y qué harás sin escalas, Pedro?
—Tengo un plan. Si dentro de tres horas Gibraltar no ha caído, dejaré de ser el Olonés. Y ahora, abracémonos. Quizás no volvamos a vernos.
Ambos corsarios se abrazaron afectuosamente. Los primeros rayos del sol asomaban, por lo que bajaban rápidamente de la ladera desde la cual observaban las posiciones enemigas.
Su decisión de iniciar la lucha sin demora, animó a la mayoría de sus hombres, que tenían una fe ciega en sus jefes.
—¡Valor, hombres de mar! —gritó el Olonés—. Detrás de estos muros se ocultan fortunas mayores que las que encontraron en Maracaibo. Demostremos a nuestros enemigos que continuamos siendo invencibles.
La columna que dirigían el Corsario Negro y el Vasco a través del pantano estaba integrada por trescientos ochenta hombres armados con espada corta y pistolas con sólo treinta cargas para cada una. No llevaban fusiles, porque es un arma inútil para atacar un fuerte y muy incómoda en la lucha cuerpo a cuerpo. Pero eran trescientos ochenta demonios seguros de su triunfo.
Entraron sin vacilar al pantano, colocando sobre éste troncos y ramas para fabricarse un camino. El fuego español empezaba a hacer estragos. Los filibusteros caían al fango, se hundían y no podían recibir la ayuda de sus compañeros ni responder el fuego enemigo.
El Corsario Negro y el Vasco mantenían su sangre fría; alentaban con el ejemplo, animaban a los heridos y recorrían las filas ayudando a los que cargaban los troncos.
Los filibusteros empezaban a dudar de que pudieran salir adelante con lo que se habían propuesto, que lo consideraban una verdadera locura. Pero no perdían el valor y seguían luchando. La metralla había herido de muerte a más de doce hombres y una veintena de heridos se debatía entre los troncos y las ramas. Sin embargo, todos seguían avanzando, hasta que finalmente llegaron a tierra firme. Nadie podía ya resistir a esos hombres sedientos de venganza.