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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

El corredor de fondo (46 page)

Al cabo de unos minutos, me di cuenta de que Vince también estaba temblando. Él también lloraba, aunque su llanto era silencioso. No lo oía, pero notaba su cara tan mojada como la mía. Cuando los dos nos tranquilizamos un poco, Vince me contó la vida de Billy, desde su último año en el instituto hasta el momento en que él y yo nos conocimos. Me contó toda una época perdida de la vida de Billy y aquel período, cuyos detalles yo temía descubrir, se abrió ante mis ojos. Conocí mil y una anécdotas protagonizadas por Billy y nada de lo que me dijo Vince deterioró la idea que yo ya tenía de él. Poco a poco, la imagen de Billy muerto en la pista de Montreal empezó a desvanecerse y fue sustituida por otra de Billy vivo, corriendo con su zancada ágil y elegante, con su pelo al sol, mecido por el viento.

La luz del alba, de un gris melancólico al principio y de un rojo suave después, empezaba a colarse por las ventanas. Había dejado de nevar y fuera el paisaje se había teñido de blanco: las, ramas de los árboles se inclinaban bajo el peso y los arbustos se doblaban. Preparé café para que Vince se despejara un poco y yo me hice un té. Betsy entró en la cocina para dar de mamar al niño.

—¿Todavía estáis levantados? —dijo.

Nos sentamos los tres a la mesa de la cocina. Las tazas tintineaban al chocar con los platos, mientras el niño mamaba ansiosamente del pecho de Betsy.

—Harlan, ¿dónde esparciste sus cenizas? —preguntó Vince.

—En el bosque.

—Si no te importa, me gustaría ir.

Nos vestimos con ropa de abrigo y botas para la nieve, y salimos. En la pista principal, los árboles y los arbustos se inclinaban formando una auténtica tracería. Intentaban protegerse hasta la llegada de la primavera y los brotes aguardaban, pacientes. Los helechos y las flores silvestres empezaban a crecer también, y aguardaban bajo la nieve. Tendríamos que haber cogido gafas oscuras, porque el sol brillaba tanto que nos cegaba. Vimos el rastro que había dejado un conejo al abandonar su cálida madriguera bajo la nieve para dirigirse quién sabe dónde. Los pájaros también estaban despiertos: oímos los silbidos apagados de los paros y los gorriones en invierno, que iban en busca de comida.

Me invadieron una paz profunda y una dulce sensación de alivio. En aquel sendero, me resultaba fácil recordar a Billy y no sentir dolor: me resultó fácil recordarlo trotando a paso ligero, recordar las marcas apenas visibles que sus zapatillas de clavos dejaban sobre la tierra y a él volviendo la cabeza para decirme: «Cuatro minutos y medio». Cuando giramos por la pista secundaría, tuvimos que abrirnos paso a través de los zarzales cubiertos de nieve, que se nos enganchaban en los pantalones. La vegetación parecía más abundante en aquella zona, como si quisiera impedir que alguien volviera a pasar por allí. Finalmente, llegamos a la cima de la cuesta y miramos hacia abajo. El pequeño claro del bosque parecía una alfombra de un blanco inmaculado. A los lados, los laureles de montaña se doblaban bajo el peso de la nieve. Las semillas del laurel se habían caído ya y los racimos sin vainas se habían marchitado. No quería bajar hasta allí y provocar que la nieve se desprendiera de aquellos arbustos majestuosos, no quería que todo se llenara de huellas, así que le hice un gesto a Vince para que no fuéramos más allá. Desde donde estábamos, se oía perfectamente el sonido del agua del arroyo al caer desde las rocas al pequeño estanque que había debajo.

Permanecimos en silencio, contemplando la pendiente. Me apoyé en un tulipán, mientras Vince se alejaba un poco, caminando con cierta vacilación y fumando un cigarrillo. De vez en cuando, nuestros ojos se encontraban y cruzábamos una mirada franca, directa, aquella clase de mirada que anuncia la inminencia de una relación sexual. En nuestro caso, también anunciaba el profundo cariño que siempre nos habíamos tenido. Billy regresó a la vida en aquella mirada.

Epílogo

Estoy en la pista, bajo las luces y el humo. Oigo el murmullo del público y sé que todas las miradas están fijas en mí. Es el 11 de febrero de 1978. Es la final de la milla del Campeonato de Veteranos de la AAU, en el Madison Square Garden de Nueva York. Quiero volver a salir a la pista, para sentir lo que él sintió, para honrar su recuerdo con mi sudor y mi dolor.

Somos once atletas y todos estamos calentando, en camiseta y pantalón corto. Todos pasamos de los cuarenta años, todos somos hombres maduros y enjutos, con distintos grados de calvicie y pelo canoso. En contraste con nuestros rostros, nuestros cuerpos fuertes y resplandecientes tienen un aspecto inquietantemente juvenil. Sin duda, formamos parte del grupo de hombres mejor conservados del mundo, porque hemos descubierto la fuente de la juventud. Mientras caliento en la pista, me siento joven. Hasta llevo el pelo un poco largo, salpicado aquí y allá de canas, y me he dejado barba. Durante estos últimos minutos antes de la carrera, todos intentamos mantener la concentración y, también, poner nerviosos a los demás. Cada uno de nosotros finge estar muy seguro de sí mismo, muy tranquilo, aunque tenga un nudo en el estómago a causa de los nervios. Yo me siento repleto de una energía nerviosa, pero no estoy preocupado, porque sé que estoy consiguiendo ponerlos nerviosos. Ellos están más preocupados de que yo les gane que yo de que ellos me ganen a mí.

Los promotores han conseguido llenar el Garden hasta la bandera. Sé que esta noche soy la máxima atracción, el primer cebo de un refinado circo romano. Hay veinte mil personas dispuestas a ver cómo diez cristianos maduros y heterosexuales devoran a un león maduro y gay.

—¡Acaba con ellos, Harlan!

—¡Ánimo, Gary, machaca a ese maricón de mierda!

Oigo las voces, a pesar de mi concentración. Todavía estoy pensando en la táctica que voy a utilizar. Me ha tocado la calle 1, que no es un buen sitio. Todo dependerá del ritmo: si salen despacio y no me cierran el paso, quizá pueda escaparme, pero tengo la sensación de que saldrán muy rápido, la sensación de que la pista quedará cubierta de sangre y tendremos un nuevo récord americano. Noto cierta hostilidad por parte del público y, también, por parte de algunos de los corredores, pero también noto que hay quien me apoya y ésa es la gran ventaja que tengo respecto a los otros corredores: Nueva York es mi territorio y los gays han venido al estadio desde todas partes para animarme. Mi equipo entero está en las gradas. También han venido dos autocares llenos de estudiantes y profesores de Prescott. John Sive está ahí arriba, con Steve Goodnight y el Ángel. Jacques y su esposa están ahí arriba. Betsy está ahí arriba con el niño, sentada al lado de John. Vince está ahí arriba.

Me detengo un segundo para atarme la zapatilla. Uno de los corredores que me aprecian, Mike Branch, de cuarenta y un años, pasa junto a mí y me da una palmada sobre el tatuaje.

—Por fin el viejo león se ha dejado crecer la melena —me dice.

—Sí —replico, devolviéndole la palmada—, ya iba siendo hora.

Durante todo el invierno, mi objetivo ha sido esta competición. A causa de mis obligaciones como entrenador y profesor, no puedo asistir a muchas competiciones, así que no me ha quedado más remedio que limitarme a pulir mi forma física durante los entrenamientos. Entreno mucho mejor ahora que cuando estaba en la universidad y lo que sé lo he aprendido de Billy: él me enseñó a mí tanto como yo a él. He descubierto, para mi gran alegría, que vuelvo a ser aquella promesa que se echó a perder por las circunstancias cuando era joven. Por fin obtengo una recompensa, tras una vida entera consagrada a cuidar el cuerpo. Poseo, además, una ventaja mental que he estado alimentando durante semanas. Y esa ventaja es la paz, una paz que nadie podrá volver a robarme. Esa ventaja es Billy y su recuerdo vivo en mí. Para concentrarse, él utilizaba el yoga: Yo lo utilizo a él. Billy corre dentro de mí, sin esfuerzo alguno, sin miedo al dolor. Invoco esa imagen suya en mi mente… y funciona. Para matarlo a él, tendrían que matarme a mí.

Cuando nos acercamos hacia la línea de salida, soy vagamente consciente del
crescendo
de gritos de ánimo y abucheos procedentes del público. Mi hombro tatuado roza ligeramente el brazo del hombre que está en la calle 2. El viejo león se enfrenta por fin a su destino. Últimamente, tengo la sensación de que estoy de vuelta en el punto de partida. Dios ha sido bueno conmigo: por cada trago amargo, después me ha dado algo dulce para beber. Suena el disparo y salimos. Mientras corremos por la recta, todos los atletas se precipitan hacia la primera calle y, tal y como temía, me cierran el paso. Me tendrán ahí encerrado, impotente, durante tanto tiempo como les sea posible. El ritmo es brutal, como si creyeran que esto son los sesenta metros lisos.

Si yo fuera Billy, me volvería loco aquí encerrado, pero yo soy un llegador y me gusta correr en la cola del pelotón hasta que llega mi momento de atacar. No me asustan ni sus codos ni los clavos de sus zapatillas, porque yo también sé usar los míos. Encerrado y a este ritmo infernal, sigo pensando en la táctica. Tomo una decisión final y decido jugármela. Si me sale mal, no significará la pérdida pública de mi masculinidad, porque mis enemigos están convencidos de que yo carezco de masculinidad y mis amigos no van a dejar de quererme. Decido seguir encerrado, dejar que sean ellos quienes lleven el ritmo y me lleven también a mí. Si intento una maniobra para salir de mi encierro, quedándome atrás o desviándome hacia un lado, es posible que pierda tiempo y/o cometa una falta sobre alguien. Sé que no pueden mantener ese ritmo por mucho tiempo, sé que en algún momento de la tercera vuelta empezarán a desfallecer y a quedarse atrás. El grupo se abrirá y podré salir fácilmente de este encierro.

Corremos la primera vuelta como si esto fuera el Derby de Kentucky y yo sigo atrapado en cuarta posición, concentrado en correr lo más suelto posible, en no tropezar con los pies de nadie, pero estoy pegado a los lanzadores y ellos lo saben. Los estoy presionando, obligándolos a prepararse para mi ataque. En la curva, el hombre que corre a mi lado se apoya en mí y por poco pongo el pie fuera de la pista y pierdo el paso. Es un momento de gran nerviosismo, pero consigo quitármelo de encima. En los 440 metros, llevamos un tiempo de 61 "2, que no está nada mal para una pandilla de inválidos como nosotros. En el Garden, el griterío es ensordecedor. Lo noto, a pesar de que estoy concentrado en la carrera: ahí fuera hay una multitud que me anima. Ya en la segunda vuelta, corro con más soltura, con los dientes apretados: me muevo con el mismo movimiento controlado de Billy, me impulsa la misma alegría resuelta, la misma paz dulce y furiosa que lo impulsaba a él. Peso casi tres kilos menos, estoy ahora en los setenta, y me siento muy ligero.

Un hombre ha adelantado por el exterior y ahora estoy en quinta posición, pero la cabeza del grupo sigue siendo un bloque compacto. No estoy preocupado: en cualquier momento, este ritmo tan fuerte hará que el grupo se empiece a resquebrajar. Nos empujamos unos a otros, nuestros hombros chocan; alguien me da un codazo, pero yo aguanto. Estoy seguro de que van a descalificar a alguien, tal vez a mí. Bueno, me han ocurrido cosas peores. Cuando llegamos a la media milla, nuestro tiempo es de 2'2". Este ritmo es demencial. Todos nos hemos vuelto locos. De los cuatro atletas que corren delante de mí, uno ha empezado a reducir la marcha. El hombre que corre a mi lado y yo lo adelantamos lentamente y vuelvo a ser cuarto. Detrás de mí hay dos llegadores muy buenos y sé que el ritmo también les está empezando a afectar a ellos, porque eso es lo que me está ocurriendo también a mí. A lo largo del próximo minuto, los tres moveremos ficha y ganará el que esté menos muerto. La muerte ya ha hecho acto de presencia. La tercera vuelta va a ser un poco más lenta, porque todos hemos empezado ya a debilitarnos, a pagar el precio de nuestro esfuerzo. Me noto un poco pesado, pero me digo a mí mismo que no, que me siento ligero y ágil. Cuando estamos ya muy cerca del final de la tercera vuelta, el hombre que corre a mi lado reduce la marcha y se queda atrás, lo cual me deja un espacio abierto a la derecha. De inmediato, me sitúo en ese espacio. Soy muy peligroso. Al iniciar la última vuelta, el viejo león se prepara para lanzar su ataque asesino.

La carrera se rompe y queda abierta. Los otros dos llegadores también se lanzan hacia las posiciones de cabeza, pero sigo estando por delante de ellos. Por encima del esfuerzo y la subida de adrenalina, noto la histeria del público. Gritan para que nos matemos unos a otros, pero yo sólo oigo las voces que dicen:

—¡Destrózalos, Harlan! ¡Aguanta, Harlan!

Ahora soy un animal, Billy el Animal. Corro a toda velocidad, tal y como Billy me enseñó que puede hacer un hombre. No me asusta dejarme el alma en la pista, ni la sangre, ni las venas, ni los pulmones, ni los huevos. Acabo con el tercer hombre, luego con el segundo y luego, por fin, adelanto al primero: estoy en primera posición. Soy libre. Quedan unos cien metros y esto es prácticamente un sprint. Oigo a los otros dos llegadores, sé que me persiguen. Poseo el suficiente control como para no volver la cabeza, pero sé que están pegados a mí. Me falta oxígeno, noto el dolor, los hombros me pesan, me duele el cuerpo y el alma. Me estoy entregando al máximo, como Billy Sive en los últimos metros de la final de los 5.000, en Montreal. Si has de morir, éste es el mejor momento, cuando estás en el punto álgido de tu existencia.

Uno de los llegadores se ha puesto rígido y ha reducido el ritmo; el otro está pegado a mi hombro. Nos alejamos ya de la última curva y el Garden entero enloquece. Al final de la recta veo la cinta de la meta, borrosa. Estoy muerto, he tocado fondo, pero el otro llegador también está muerto. Se queda pegado a mi hombro, incapaz de adelantarme. Estoy muerto y estoy vivo a la vez. Nadie va a matarme. Mi cuerpo, desfallecido, se las arregla para seguir corriendo por la recta: mis piernas no dejan de avanzar a grandes zancadas, pero yo tengo la sensación de que se doblan bajo mi cuerpo. El zumbido de mis oídos procede del público y también de mi mareo. Me estoy quedando rígido, tengo náuseas, se me nubla la visión. Los dos nos lanzamos hacia la cinta, nos sumergimos en ella como si fuera agua. Aunque no sé de dónde salen, empleo mis últimas fuerzas en inclinarme hacia delante y alzar los brazos: mi pecho rompe la cinta.

Me lleva un minuto recuperarme. La última vuelta la hemos hecho en 59"3, y el tiempo final es de 4'3", muy cerca del récord de 4'2"5. Camino en círculos y tengo náuseas, pero finalmente empiezo a sentirme humano otra vez. Mis estudiantes saltan de alegría a mi alrededor. Unos cuantos gays y unos cuantos atletas de mi equipo han saltado a la pista. Un gay desconocido me abraza y mi sudor empapa su carísima chaqueta de ante. Me pregunto si me descalificarán, pero se produce un milagro y no es a mí a quien descalifican, sino a otro tipo. Inicio la vuelta triunfal, rodeado de los chicos de mi equipo. Saludo al público con ambas manos y…, tal vez sea mi imaginación, pero tengo la sensación de que el estadio entero me aplaude. Se me ha hecho un nudo en la garganta: todo esto me llega con años de retraso, pero sigue siendo maravilloso. Me pongo el chándal, por fin, a un lado de la pista, rodeado de gente. Jacques me da palmadas en la espalda. Vince se abre paso entre la multitud y me abraza, y luego él y Jacques se sonríen por los viejos tiempos. Todavía tengo ese nudo en la garganta.

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