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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

El corredor de fondo (18 page)

Nos tumbamos a descansar, exhaustos. Creía que, tras aquellos momentos de intimidad con mi fantasma, me sentiría destrozado pero, en lugar de eso, me sentí tranquilo. Se estaba bien sobre las hojas secas. El sol cálido brillaba justo sobre nosotros y me sentí vacío, casi ingrávido y al mismo tiempo muy limpio, como si la luz brillara a través de mí, como si el aire del bosque circulara por todas las células de mi cuerpo.

Billy tenía las piernas sobre mi brazo y mi cabeza descansaba sobre sus muslos. Aún rodeaba con los brazos la mitad inferior de mi cuerpo y su cara seguía entre mis piernas. En mitad de aquel silencio, casi pude oír los latidos de nuestros corazones, que palpitaban con el ritmo lento de los corredores de fondo: mi pulso era de cuarenta y ocho; el suyo, de cuarenta. Percibí el latido de su pulso en sus genitales; el pene, todavía hinchado y húmedo sobre su muslo, se movía lentamente. Aún conservaba en la boca el sabor de su sudor y de su semen. Las hojas crujieron levemente bajo nuestros cuerpos. No muy lejos, el agua borboteaba al deslizarse sobre la roca. Los pájaros habían interrumpido sus alegres cantos matutinos y gorjeaban ahora en un tono más suave, más formal, un tono diurno. Oímos en la distancia el ruido sordo de un avión.

Era incapaz de moverme. Me invadía una dulce apatía y me sentía como si fuera una roca. Quería quedarme allí tumbado hasta que me desplazara un glaciar. Billy respiró profundamente y pasó la mano por mi muslo una vez más. Se me estaba durmiendo el brazo y, muy a mi pesar, lo aparté de debajo de sus muslos. Me costó un gran esfuerzo, pero me incorporé y me apoyé en el codo. Él permaneció en la misma postura, con la cara oculta entre mis piernas, acariciándome con la mano. En mis ingles quedaban aún restos brillantes de semen y Billy los limpió muy despacio con la lengua: primero el vello púbico, luego la piel desnuda a ambos lados. Tenía los ojos cerrados. El contacto de su lengua sobre mi piel caliente era como un sueño y, sin embargo era completamente real. Se movió lentamente, volviéndose hacia mí, y cubrió de besos mi abdomen. Su cuerpo ya estaba seco, y cálido, y había en su piel un delicioso rastro de sal. Su lengua dejó una estela húmeda sobre mi vello corporal. Llegó a mi pecho, me besó los pezones y me acarició el pelo espeso del pecho con la nariz. Había algo en aquel acto mudo de adoración que me llevó a pensar que hacer el amor jamás lo había conmovido tan profundamente como en aquella ocasión. Me tumbé de espaldas, lo rodeé con un brazo y él se apoyó en mí: ocultó la cara en mi cuello y me acarició lentamente el pelo del pecho.

—Eres peludo —dijo, en un tono tan suave que apenas pude oírle—. Me gusta —de repente, alzó la cabeza y me sonrió, medio adormilado—. La primera vez que te vi en pantalones cortos, me excité con tus piernas peludas.

Le acaricié la cabeza y le quité unas cuantas hojas del pelo.

—Señor Brown, estás muy bien dotado.

Me eché a reír.

—Eres fantástico para mi ego.

—En serio, tienes un cuerpo espléndido. Espero tener el mismo aspecto que tú cuando llegue a tu edad. Aparentas treinta y tres o treinta y cuatro.

No tenía intención de mentirme y decirme que aparentaba veintitrés. Yo no me lo habría creído y él lo sabía. Treinta y tres me parecía bien, me tranquilizaba. Me sorprendió haber sentido pánico aquella misma mañana, al verme en el espejo.

—¿Cómo te las has arreglado todos estos meses? —le pregunté.

Se rió en voz baja.

—Convirtiéndome en un pervertido. Mi pobre dharma era un desastre.

—Y ahora me dirás que te acostaste con Vince o algo así.

—Dios mío, no —dijo—. Lo único que hacía era volverme loco pensando en ti y sacudírmela.

Se sentó lentamente y parpadeó bajo la luz cegadora. Menuda pinta teníamos los dos…

Aquel libro de fotografías no había mostrado la cruel realidad de follar en el bosque: teníamos las nalgas húmedas y cubiertas de trozos de hojas, corteza de árbol y musgo, y las rodillas y los codos negros de tierra; la alfombra de hojas se había convertido en un desastre; nos habíamos revolcado sobre unos cuantos helechos, aplastándolos, y ahora estábamos rodeados de hojas de textura sedosa; la ropa, empapada, seguía en el suelo de cualquier manera, tal y como había caído.

—Estás celoso —dijo Billy.

—Claro —contesté—. ¿Acaso no quieres que lo esté?

—Yo sí que estoy celoso —admitió Billy—. Sé que Vince intentó ligar contigo cuando llegamos. Y que le dijiste que era un chico muy atractivo —sonrió, feliz, cogió una hoja de helecho rota y me la lanzó—. Pero no tenemos motivos para estar celosos.

Yo le quitaba las hojas suavemente, medio dormido. No era una conversación tensa, puesto que los dos estábamos demasiado cansados para eso. De repente, sin embargo, estábamos diciendo las cosas que teníamos que decir.

—¿Eso significa que no te vas a cansar enseguida de mí? —pregunté, tratando de que mi voz sonara lo menos formal posible.

Me miró fijamente.

—Sí —dijo—, mi padre es igual de ansioso que tú. Siempre intenta fingir que no lo es, pero… da igual, no tienes de qué preocuparte. Te amaré durante el resto de mi vida.

—Eso es mucho tiempo —dije. No quise recordarle la observación que él mismo había hecho respecto a que las relaciones entre gays no suelen durar mucho.

Negó con la cabeza.

—Nunca he deseado amar a nadie durante tanto tiempo —se echó a reír—. Es curioso. Tú eres lo primero que puedo proyectar en el futuro, más allá de Montreal. Las demás cosas llegan hasta Montreal y se quedan allí. Incluso el atletismo, en cierta manera…, se queda allí. Eso no quiere decir que después de Montreal vaya a dejar de correr, pero… ya sabes a qué me refiero. Ahora mismo, me limito a correr y a amarte, y ésas son las dos únicas cosas que quiero hacer.

Se dejó caer de nuevo sobre las hojas y de desperezó lujuriosamente a mi lado. Yo sentí esa misma calma y, de repente, el dolor y la tensión de todos aquellos meses casi se desvanecieron.

—Quiero dormir —dijo.

—De eso nada —repliqué—. Los dos tenemos clases. Debemos regresar.

Nos pusimos en pie con dificultad. Nos movíamos tan despacio que parecía como si estuviéramos drogados. De pronto, Billy se echó a reír.

—¿Qué? —dije yo. Señaló nuestros pies: todavía llevábamos las zapatillas puestas.

Nos acercamos a la pequeña cascada, nos lavamos y luego volvimos a ponernos la ropa húmeda. Los dos temblábamos un poco, a pesar de que el sol ya empezaba a calentar.

—Y hablando de Montreal —dije—, hay algo en lo que tendríamos que ponernos de acuerdo. De momento, esto debe ocupar su propio lugar y no interferir en nuestros objetivos. Si interfiere, podría ser la causa de tu fracaso y eso acabaría por estropear lo que sentimos ahora.

—Sí —dijo Billy—, yo también estaba pensando en eso. En ralidad, ahora ya no tenemos presión, o sea que todo será más fácil. Sólo tenemos que relajarnos y seguir adelante.

—A partir de ahora —añadí— serán otros los que nos presionen.

De repente, quería hacerle más preguntas. Quería hablarle de casarnos y vivir juntos, pero él ya había dicho que no estaba de acuerdo con las ceremonias y, de todas formas, yo sabía que no era el momento de salir del armario y hacer pública nuestra relación. Quería mantenerla en secreto el máximo de tiempo posible. Decidí no estropear aquel momento con discusiones sobre ese tema y me tragué las preguntas.

Billy se reía otra vez. Se estaba desternillando de risa. Señaló mi cronómetro.

—Señor Brown, creo que hasta se te olvidó parar el cronómetro antes de meterme mano.

Nos apoyamos en la roca, riendo y temblando de frío, con la ropa mojada.

—Señor Brown —dijo—, ¿cuál era el ritmo por kilómetro?

—Dos minutos justitos —respondí.

Volvimos paseando, abrazados, con los cuerpos muy juntos. Cuando estábamos a unos tres kilómetros del límite del bosque, vimos a Vince y a Jacques en el camino. Inquieto, me aparté de Billy.

—Mierda —dijo Billy—, queremos que lo sepan, ¿no?

Y seguimos caminando abrazados, como dos amantes, con el pelo todavía lleno de restos de hojas. Vince y Jacques, sonrientes, se acercaron trotando hasta nosotros. Se pararon el tiempo justo para permitir que Jacques brincara alegremente a nuestro alrededor. Tocó una flauta dulce imaginaria y emitió unos sonidos que se parecían a la marcha nupcial de Mendelssohn. Vince me empujó suavemente y luego empujó a Billy con la misma suavidad.

—Bueno, ahora tendremos un poco de paz y tranquilidad —dijo.

Nueve

A medida que se acercaba la graduación de 1975, no pasaba un día sin que pensara en lo bien que había hecho al no decirle a Billy que no. Había sido una buena decisión, tanto para mí como para él, puesto que los dos nos relajamos: yo dejé de ladrarle y el dejó de pelearse conmigo sobre su programa de entrenamientos. Costaba creer lo dócil que se había vuelto de repente a la hora de reducir su kilometraje, aunque aún estaba un poco enganchado y a veces se ponía nervioso, como un ex drogadicto.

—Me peleaba contigo porque me molestaba la actitud que tenías hacia mí —dijo—, pero ahora voy a ser bueno.

Para mí, la relajación fue gradual, a medida que se desvanecían lentamente los largos años de dolor y tensión, pero para él fue inmediata. Desde aquella primera mañana en los bosques, sucumbió al amor.

—Siempre me enamoraba de personas infelices —me dijo—. En ese sentido, era un imbécil. Quería cambiar sus vidas y conseguir que fueran felices, pero nunca funcionaba. Contigo sucedió lo mismo. Tú eras el tío más infeliz que yo había visto en mi vida, pero también eres más fuerte que los otros y sé que deseas de verdad ser feliz. Esta vez sí funcionará.

La relajación tuvo unos efectos bastante curiosos: durante la primera semana o así, lo único que queríamos era dormir todo el tiempo. Billy daba cabezadas en clase y, por las tardes, se iba a la residencia y echaba una siesta en su habitación. Yo me quedaba dormido en mi despacho, con la cabeza sobre la máquina de escribir, o se me cerraban los ojos cuando estaba en la pista, supuestamente cronometrando los tiempos de mis corredores. Descubrimos que nos costaba mucho mantenernos despiertos después de las nueve de la noche y eso nos hizo reír mucho.

Nuestra felicidad, no obstante, estaba muy lejos de ser total. Nos resultaba muy doloroso continuar con el mismo programa diario de antes. Sólo nos veíamos durante los entrenamientos, las clases y las jornadas de puertas abiertas con el equipo. Nos las apañábamos para robar una hora de amor cada día, o cada dos días, y solíamos vernos en mi casa por las noches, o en el bosque, o íbamos a cualquier parte con mi coche. Cuando el padre de Billy iba a Nueva York, aprovechábamos sus salidas para refugiarnos durante media hora en la habitación de su hotel. Al llegar la noche, Billy siempre regresaba a la residencia a dormir, pero yo me moría de ganas de que se quedara conmigo: no sólo deseaba su cuerpo, también deseaba su presencia. «¿Me he pasado veinte años esperando esto, sólo para despertarme por las mañanas en una cama vacía?», pensaba.

Nos llamábamos muy a menudo por teléfono. A veces yo estaba en casa, a eso de las diez de la noche, trabajando en los nuevos programas de entrenamiento para los equipos, y sonaba el teléfono:

—Hola, señor Brown —decía él.

—Hola, señor Sive —decía yo.

—Señor Brown —continuaba él—, no puedo estudiar porque no dejo de pensar en tu cuerpo.

—Se supone que ni siquiera tendrías que estar despierto a estas horas —replicaba yo—.

Se supone que tendrías que estar durmiendo.

A pesar de que Joe Prescott me había dicho mucho tiempo atrás que era estrictamente asunto mío, me sentí en la obligación de ponerlo al corriente de mi relación con Billy. Aceptó la noticia con su habitual ecuanimidad. Vince y Jacques no habían podido resistir la tentación de contárselo a un par de amigos entre sus compañeros de equipo heterosexuales, quienes a su vez no pudieron resistir la tentación de contárselo a otros estudiantes o miembros del profesorado. Todo el mundo advirtió que en algunas ocasiones Billy iba solo a mi casa, por las noches, y que yo ya no le gritaba nunca. Y la reacción fue: «Aja, otra pareja pintoresca». Desgraciadamente, la noticia acabó extendiéndose más allá del campus.

Billy empezó a estudiar de verdad, con la intención de recuperar el tiempo perdido. Cuando llegó el mes de mayo, las carteras de proyectos de los tres chicos recibieron la calificación de aprobado y los tres consiguieron graduarse. Fue entonces cuando Joe Prescott decidió contratar como profesores a Vince y a Billy, con la idea de que pusieran en marcha un programa de estudios gay. Joe estaba cada vez más interesado en el tema de los derechos de los homosexuales y se le ocurrió que Prescott podría hacer una contribución práctica que estaría muy en la línea del objetivo de la universidad de formar «personas más humanas». También incorporó a Jacques al profesorado, como auxiliar graduado en el curso de activismo medioambiental. Los chicos, lo mismo que yo, estaban encantados con la evolución de las cosas, puesto que solucionaba sus problemas y les permitía tener un lugar en el que entrenar hasta las pruebas de selección para los Juegos Olímpicos. Por supuesto, Billy se quedó en el campus para estar cerca de mí y los otros dos se quedaron para empezar a trabajar con el material de sus asignaturas. Aquello suponía hacer más pública su homosexualidad, pero los rumores en el mundo del atletismo empezaban a ser tan insistentes que nos dimos cuenta al otoño siguiente de que, tarde o temprano, serían desenmascarados.

Aquel verano, por fin, empecé a ser consciente del potencial que tenía Billy como corredor. Por primera vez, empecé a pensar que conseguir una medalla en Montreal no era tan sólo una polución nocturna. Tras el Campeonato Universitario de Drake, había dejado de mejorar y su sobrecargado sistema había empezado a reponerse lentamente, casi en secreto. A mí no me preocupaba demasiado, puesto que se trataba tan sólo del período de estancamiento habitual en el desarrollo de un atleta. Ya había metido a Billy en el programa que yo consideraba más adecuado para él: se trataba de un programa diseñado por ordenador, cuyos resultados yo analizaba una y otra vez para introducir pequeños ajustes. Billy estaba ahora en los ciento sesenta kilómetros semanales y un único entrenamiento al día, pero era un trabajo serio que desarrollaba su fortaleza. Cada día corría entre treinta y ochenta minutos por el bosque, a un ritmo de tres minutos o tres minutos y medio por kilómetro. Gracias a las colinas, aquel ejercicio requería una fuerza salvaje. Luego regresaba a la pista para trabajar la velocidad. Daba diez vueltas o hacía entre veinte y veinticinco rectas de 110 metros, empleándose en un setenta y cinco por ciento. Antes de las competiciones importantes, le permitía añadir un segundo entrenamiento al día: ocho kilómetros prácticamente a ritmo de carrera. Le encantaba el entrenamiento extra, de hecho, era como regalarle un caramelo a un niño. Y de repente, en el mes de julio, empezó a mejorar otra vez. Sus marcas mejoraban tan deprisa que supe que, en cualquier momento, bajaría de 1os veintiocho minutos en los 10.000 metros y llegaría a los 13'35 en los 5.000 metros.

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