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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (8 page)

—¡No, mi señor! ¡No la mates, por favor! ¡Te lo pido en nombre de nuestra amistad!

Tubilok se volvió hacia él.

—Tienes razón —dijo, apartando la cabeza de la joven de la fragua—. Eres mi fiel amigo y nunca me has pedido nada para ti. Haré como me ruegas y no la mataré.

Tarimán suspiró de alivio. Pero su tranquilidad se esfumó en cuanto vio la cruel sonrisa de Tubilok.

—Serás tú mismo quien ejecute la sentencia.

Tubilok clavó la lanza en el suelo rompiendo las baldosas para tener ambos brazos libres. Después tendió a la joven sobre el yunque, con una mano le agarró ambas muñecas y tiró de sus brazos, extendiéndolos detrás de su cabeza, y con la otra le inmovilizó los tobillos a modo de cepo.

—¡Ayúdame, Tarimán! ¡Haz algo, por favor!

Ella sólo podía gritar, pues los dedos de Tubilok eran más implacables que grilletes de acero, y además él mismo los había imantado para que nada pudiera separarlos del enorme yunque. El dios supremo sopló a través del yelmo, y al contacto con su aliento corrosivo la ropa de la Atagaira se deshizo sobre su cuerpo como si el tejido hubiera envejecido mil años de golpe. La joven quedó desnuda, expuesta como la víctima de un sacrificio.

—No, mi señor —musitó Tarimán—. No puedes pedirme eso.

—En el umbral de mi palacio hay dos tinajas de dones, una llena de males y otra de bienes. Aquel a quien se los doy mezclados, a veces se encuentra con la desgracia y a veces con la dicha.

—Por favor, mi señor...

Ella giró la cabeza hacia Tarimán, con los ojos llenos de lágrimas.

—¡No! ¡Lucha contra él! ¡Hazlo por nuestra hija! ¡Tú eres fuerte, más fuerte que él!

No, no lo soy. Nunca lo he sido ni lo seré
, pensó Tarimán con tristeza. Tubilok volvió a apremiarle.

—Y le dijo el Señor a Tarimán: «Toma a tu hija, la única, la que amas, ve al país de Moriah y ofrécela en holocausto allí donde yo te diga. Sólo así demostrarás que eres temeroso de Tubilok».

—Tú ya sabes que soy temeroso de ti, mi señor.

—Pues entonces hazlo, mi fiel herrero. Y hazlo ya. De lo contrario, absorberé tu espíritu y serás un alma en pena más dentro de la lanza de Prentadurt.

—Mi señor...

—¡Ayúdame, por favor!

—Hazlo ya o morirás tú, Tarimán.

—Yo no puedo...


Hazlo
.

Cuánto dolía evocar algunos recuerdos.

Morir. O matar.

Qué curioso. Cuanto más larga es la vida, más valor se le atribuye. Del mismo modo que el rico que todo lo posee duerme intranquilo temiendo que un ladrón entre en la noche y le arrebate sus riquezas, así los dioses perdurables estaban dispuestos a lo que fuera menester con tal de conservar sus longevísimas vidas.

Somos unos cobardes
, pensó Tubilok.
Yo fui un cobarde
.

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Mejor seguir martilleando la nueva espada. Oh, pero el hierro ya volvía a oscurecerse. De nuevo al horno.

Tarimán podía interrumpir cuando quisiera el flujo de recuerdos, pues era una de las prerrogativas de los inmortales.

Pero no lo hizo. Y volvió a rememorar aquel momento.

Desobedecer a Tubilok le habría acarreado algo que sospechaba peor que la misma muerte. El dios loco habría dirigido contra él su arma para vaciar toda la información de su mente y absorberla. Dentro de la lanza de Prentadurt, Tarimán habría hecho compañía a las miles de conciencias humanas y divinas que ya eran esclavas de Tubilok, las inteligencias que utilizaba para acrecentar la inmensa capacidad de cálculo de la lanza.

Convertido en un vulgar chip de ordenador, un procesador en paralelo destinado, entre otras tareas, a resolver las gigantescas ecuaciones necesarias para que Tubilok pudiera teleportarse.

Y amén de utilizarlas, quién sabía a qué otras torturas sometería Tubilok a su legión maldita de almas cautivas.

Todo eso son excusas. Fuiste un cobarde. Mataste a la mujer que amabas
.

Tarimán sacó el metal al rojo y lo depositó por enésima vez en el yunque. Al hacerlo, entrecerró los ojos, y en lugar de la barra candente contempló sobre la superficie del yunque a la joven. Desnuda, con el vientre y los pechos ligeramente hinchados. La fina línea de vello rojo en el pubis atrapando la luz de las llamas. Cuatro guirnaldas carmesí a cada lado del cuello, allí donde los guanteletes habían rasgado su piel albina.

Y se vio a sí mismo, mil años más joven, con ambas piernas sanas. Aferrando la espada que había forjado, todavía sin templar y sin empuñadura, pero ya lo bastante aguzada para matar.

Alzándola sobre su cabeza, como habría hecho un antiguo sacerdote con un puñal de obsidiana.

—¡Perdóname! —exclamó con la voz quebrada.

«Ya estás perdonado», se burló Tubilok, a sabiendas de que era a la joven a quien se lo pedía. Mas en ese momento la hoja de acero ya bajaba, y se clavaba entre las costillas de la Atagaira. Tarimán retiró la hoja, y con el primer borbotón de sangre se fue la vida de su amante.

No había terminado. Con rabia y odio hacia sí mismo y hacia quien le obligaba a cometer tal crimen, apuñaló el cuerpo, ya cadáver, entre el pubis y el ombligo, y cuando sacó la hoja manchada de sangre por segunda vez supo que había taladrado el útero y también había asesinado a su hija nonata. La única que había engendrado en su larga vida, la única que habría de engendrar.

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Siguió batiendo el filo, que poco a poco tomaba forma, recto por ambos lados como un rayo de luz. Al menos, pensó, ellas dos, madre e hija, habían sufrido una muerte definitiva. Tubilok no había podido convertirlas en cautivas de su lanza negra.

Durante unos segundos, el herrero se regodeó en su propia congoja. Era una sensación insoportable y, sin embargo, exquisita a su extraña manera. La nostalgia de su pérdida tenía un sabor agridulce que se mezcló con el amargo de la culpa y el salado de las lágrimas gruesas y redondas que rodaron por sus mejillas.

Basta
, ordenó a su cuerpo.

A veces se permitía disfrutar de su pena, aunque sólo unos instantes. Sus glándulas internas segregaron chorros de neurotransmisores que bloquearon todo dolor. Siguió visualizando sus recuerdos, pero ya no le producían reacción emocional. Había vivido tiempo de sobra para saber que torturarse más de lo debido era un suplicio inútil.

—¿Cómo se llamaba tu amada? —preguntó Tubilok, enderezándose hasta rozar el techo de la herrería con el yelmo y soltando por fin las manos y las piernas de la mujer. Allí donde la había agarrado, la piel blanquísima de la Atagaira se veía tan negra como si la hubiese abrasado con hierros al rojo.

—Zemal —contestó Tarimán—. Se llamaba Zemal.

—Espero que a partir de ahora aprendas a no volcar tu afecto en objetos que no lo merecen. Con eso sólo te dañas a ti mismo.

—Ella no era un objeto —dijo Tarimán, cerrándole los párpados a la joven con una delicadeza que, en aquellos dedos grandes y gruesos como morcillas, se antojaba aún más lastimera—. Era una persona.

Las garras de Tubilok se cerraron en su mentón y tiraron de su barba. Tarimán tuvo que torcer el cuello hacia arriba para contemplar, a través del visor, el rostro de aquel a quien una vez consideró su amigo y enfrentarse a la mirada de los tres ojos traídos del infierno.

—¿Es que acaso ya no soy tu amigo?

Tarimán se encontraba tan abatido que no podía controlar sus pensamientos.

—Te equivocas —dijo Tubilok, leyendo de nuevo su mente—. Incluso en este momento de dolor, precisamente en este momento de dolor, puedes y debes controlarlos. Y vas a hacerlo. ¿Cuál es el peor crimen que hay?

Tarimán recordó la lección que todos ellos habían recibido en una de las últimas asambleas de dioses en el Bardaliut.

—El mental, mi señor.

—Así es. Es el crimen peor, el que contiene en esencia todos los demás.

Tarimán sospechaba que esas palabras también pertenecían a algún autor de tiempos remotos, pero no se sentía con ánimos de consultar sus bancos de datos internos.

—Mi antaño fiel Tarimán —prosiguió el rey de los dioses—, has de recordar que el crimen del pensamiento es una insidia que se puede apoderar de ti sin que te des cuenta. No hay distinción alguna entre el acto y el pensamiento. Y tú ahora mismo albergas otro pensamiento impuro.

Cierto. Casi sin advertirlo, Tarimán estaba argumentando contra Tubilok. ¿Qué significaba
«No hay distinción entre acto y pensamiento»
? No era más que una falacia, una invención de teorías idealistas que habían causado infinitos daños en el pasado. Tarimán no podía aceptar que voluntad y realidad fueran lo mismo. Tal vez porque continuaba siendo, en el fondo de su alma, un ingeniero, mientras que Tubilok era un científico puro que creía que sus pensamientos y conceptos podían adquirir existencia material y objetiva.

—Y pueden adquirirla, mi fiel herrero. Así ocurrirá cuando derrote finalmente a las Moiras y me convierta en el amo absoluto de toda la realidad.

»Antes de que pienses que mis palabras son las de un loco y me vea obligado a castigarte, prefiero marcharme. Pero debes aprender a domeñar tu mente cuanto antes, Tarimán. Es intolerable que en el mundo exista un solo pensamiento inadecuado, por secreto o inocuo que pueda ser.

El cadáver de la joven seguía tendido en el yunque y la sangre chorreaba hasta el suelo. Sin prestarle más atención, Tubilok se apartó, desclavó la lanza del suelo sin esfuerzo aparente y la volvió hacia Tarimán. La punta era una hoja afilada de casi medio metro, tan negra que no emitía ningún reflejo.

—Has dicho que no me querías castigar —dijo Tarimán, retrocediendo.

De modo que todo había sido una burla sangrienta. Había matado a Zemal y a su hija para nada. Al final, iba a quedar almacenado como una nube de información orbitando en torno a la cuerda cósmica que formaba la espina dorsal de la lanza de Prentadurt.

Así es como acaba todo, después de tanto tiempo
, pensó. Qué forma tan absurda de terminar.

Pero, en realidad, siempre había sabido que nada ni nadie podían garantizarle que después de una vida tan larga todo acabara con una muerte digna y grandiosa que diera sentido a los milenios vividos.

—No te voy a matar, herrero —dijo Tubilok—. ¿Qué aprenderías de eso?

—Entonces...

—No se trata de un castigo, sino de una lección y un recordatorio. Eres el más inteligente de los dioses, y por eso el más proclive a cometer el crimen mental. Crimen que, cuando se dirige contra mí, es una blasfemia. Y ya fue dicho hace mucho tiempo: «No blasfemarás contra el Señor tu Dios».

Sin más aviso, rápido como una cobra, Tubilok le tiró un lanzazo a la pierna. Tarimán no tuvo tiempo de reaccionar. La punta desgarró su cuádriceps derecho casi a la altura de la ingle y escarbó allí unos segundos.

La agonía fue inenarrable, como si una corriente de miles de voltios descoyuntara todo su cuerpo, molécula a molécula. El arma debía de estar actuando directamente sobre los centros de dolor de su cerebro.

—¡Y Hefesto se enjugó con una esponja el sudor del rostro, de las manos y del hirsuto pecho, vistió la túnica y salió cojeando de la fragua!

Tras recrearse en su cita mitológica, Tubilok tiró de la lanza y la sacó de su pierna, llevándose en la punta un trozo de carne tan rojo como un filete crudo. Tarimán cayó de rodillas y trató de tapar la hemorragia con ambas manos. El dolor había remitido un poco, pero seguía siendo tan lacerante como no recordaba en muchos siglos.

—¿No has admirado siempre al dios herrero de los antiguos, no adquiriste tu personalidad inspirándote en él? Pues ahora, sudoroso y velludo como ya eras, te parecerás del todo a tu modelo. ¡Cojo por toda la eternidad!

Tras estas palabras, Tubilok y su lanza se convirtieron en una nube de minúsculas esferas negras que al momento se transparentaron hasta desaparecer en el aire. Tarimán se quedó solo con el cadáver de la Atagaira Zemal.

Y con su herida.

M
aldito hijo de perra —murmuró ahora, mil años después, tocándose el muslo derecho. Al menos, desde que Tubilok no tenía los tres ojos podía maldecirle impunemente cada vez que le venía en gana.

Al principio, Tarimán había pensado que la herida se curaría por sí sola en cuestión de minutos, como mucho de horas. Luego se dio cuenta de que, aunque la piel se había cerrado, el cuádriceps seguía desgarrado. Peor aún, algo lo estaba devorando por dentro, como un ejército de pirañas microscópicas.

Se trataba de un mal todavía más insidioso. La lanza de Prentadurt había abierto en su muslo algo más que una herida. El tejido desgarrado no era el del músculo, sino el del propio espaciotiempo. Una fisura minúscula, un sumidero que absorbía los átomos que componían sus células con la voracidad de un agujero negro, pero sin su masa. Tarimán pronto descubrió que ni los nanos reparadores ni las inyecciones de crecimiento lograban regenerar el tejido a suficiente velocidad.

Con el tiempo, el mal se había estabilizado en un extraño equilibrio: su pierna derecha había perdido la mitad del volumen muscular y, aunque llevaba alzas en las botas, Tarimán no podía evitar cojear de ese lado. Tenía comprobado que, si intentaba incrementar el ritmo de regeneración, aquella extraña necrosis también se aceleraba. Sin duda, así lo había programado Tubilok para convertirlo en un trasunto del antiguo Hefesto, el herrero tullido del panteón griego.

Hefesto. Arrojado del Olimpo por su propia madre, objeto de escarnio entre todos los dioses por su fealdad, adornado con los cuernos que le ponía su esposa, la diosa de la belleza. El dios más habilidoso y trabajador, y precisamente por eso el más vilipendiado y humillado.

Pero el Hefesto del Bardaliut había tenido su venganza.

Siguió recordando...

T
ubilok no sólo había condenado a muerte a Zemal, sino que había convertido a Tarimán en verdugo de su amada. Y le había inoculado una putrefacción incurable en la pierna que el dios herrero, artífice de industrias y ardides, era incapaz de curar.

Motivos más que suficientes para sentir aborrecimiento. Pero en aquel momento había decidido no odiar a Tubilok. Si lo hacía, el tercer ojo de los Tíndalos captaría su inquina y las represalias podrían ser todavía peores. De modo que Tarimán había reprogramado sus emociones, inundando su organismo con chorros de serotonina, oxitocina y otras hormonas que le hacían anhelar la presencia de Tubilok, su favor, su bien. No sólo se convirtió en un maestro del doblepensar, sino también del doblesentir.

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