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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (9 page)

El trío armónico dio paso a un bailarín. Era un hombre ya maduro, pero conservaba todavía su agilidad, y Ori, por educación más que nada, prestó atención a su actuación, aunque fue uno de los pocos que lo hizo. Luego salió un cantante cómico, un pobre desgraciado que habría sido objeto de burla con o sin la intervención de Adely.

Todos los artistas eran humanos de pura cepa. A Ori le preocupaba: no sabía si era una mera coincidencia el que, precisamente el día que aquellos calamitas se encontraban entre el público, no hubiera un solo xeniano entre los intérpretes. ¿Estaría el Partido de Nuevo Cálamo tirando de los hilos del Miserable Mendigo? La mera idea resultaba detestable.

Al fin, el pésimo cómico terminó su número. Le tocaba al último telonero. El Teatro de Marionetas Flexibles, rezaba el programa. Interpretando el Triste e Instructivo Relato de Jack Mediamisa. Era lo que Jack había ido a ver. No estaba allí por Adely Gladly.

Hubo varios minutos de preparativos tras el telón, mientras la audiencia conversaba sobre el plato fuerte, el Ruiseñor de la Perrera. Ori sabía lo que estaba preparando el Teatro de Marionetas Flexibles y sonrió.

Cuando finalmente se separaron los cortinajes de terciopelo, lo hicieron sin repique de tambores ni percusión, y los intérpretes esperaron sin moverse, así que durante varios segundos no pasó nada, hasta que se abrieron un par de ventanas en la pared de humo de tabaco y apareció un escenario dentro del escenario. Hubo imprecaciones. Ori vio que uno de los calamitas se levantaba.

En el escenario había lo de siempre —el teatro de marionetas del tamaño de un carromato, con sus figurillas de madera vestidas de colores chillones, totalmente inmóviles en su tablado— pero las alas y el proscenio en miniatura habían sido arrancados, de modo que los titiriteros estaban a la vista, vestidos con trajes gris marengo demasiado parecidos a los uniformes de la milicia. Y el escenario estaba repleto de otras cosas, desechos extraños. Había una sábana estirada y asegurada con clavos, sobre la que una linterna mágica proyectaba páginas de periódicos. Había personas en el escenario cuyo papel no terminaba de estar claro, un grupo de actores y músicos, pues los Flexibles habían declinado los servicios de la orquesta en favor de un trío de aspecto desaliñado, con flautas y caramillos, que empuñaban unas baquetas frente a unas placas de fino acero.

Ori levantó el pulgar en dirección al escenario. Sus amigos permanecieron inmóviles y silenciosos como estatuas hasta que los murmullos se volvieron impertinentes y ligeramente amenazantes y, desde las últimas filas llegó un grito de «largaos». Entonces, con un ruido terrible y doloroso, alguien tañó el metal. Al instante, por debajo del sonido todavía reverberante, otro músico se arrancó con una melodía preciosa y vívida basada en canciones populares, y su compañero tocó el acero con tanta suavidad como si fuera un bordón. Un actor se adelantó —estaba inmaculado con su traje y sus bigotes encerados—, hizo una leve reverencia, saludó a las señoras de la primera fila inclinando el sombrero y profirió una obscenidad hurtada a las garras del censor por medio de una consonante insertada en su inicio, que la transformó en una palabra inexistente y nada convincente.

Y estalló de nuevo la indignación del público. Pero los Flexibles eran artistas consumados —bromistas arrogantes, sí, pero serios— y jugaban hábilmente con su audiencia, así que después de cada imposición como aquella venía un diálogo rápido y divertido, o una pieza de música vivaz, de tal modo que la indignación tenía dificultades para sobrevivir. Pero era un extraordinario desafío, o una serie de desafíos, y la audiencia vacilaba entre la perplejidad y el descontento. Ori se dio cuenta de que lo que estaba por verse era hasta dónde podía llegar la obra antes de que fuera desaconsejable seguir adelante.

Nadie sabía muy bien qué era lo que estaban viendo, aquella sucesión desestructurada de gritos y líneas y ruidos convulsos, y cabalgatas de atuendos abstrusos e incomprensibles. Las marionetas se movían con elegancia, pero tendrían que haber sido —para eso habían sido diseñadas— actores de madera en relatos moralistas, no aquellos pequeños provocadores cuyos titiriteros les hacían replicar con malos modos al narrador, contradecirlo (siempre en el registro tradicional de las marionetas, un lenguaje infantil hecho de sustantivos compuestos y onomatopeyas) y bailar al ritmo del ruido y de los silencios con todo el lascivo descaro que sus articulaciones y sus hilos les permitían.

Imágenes, incluso animaciones —escenas en ciclos muy rápidos que saltaban y corrían o disparaban sus armas— se sucedían atropelladamente en la pantalla. El narrador arengaba a la audiencia y discutía con las marionetas y los demás actores y, en medio del creciente disenso del aforo, la historia de Jack Mediamisa fue brotando en forma caótica. Esto apaciguó en parte a la furiosa multitud: era un cuento popular y todos querían comprobar lo que hacía con él aquella compañía de experimentales anarquistas.

La sustancia de la introducción era bien conocida. «Ninguno de nosotros olvidará, estoy seguro» dijo el narrador, y tenía razón, nadie hubiese podido, solo habían pasado veinte años. Los títeres bosquejaron la historia. Una oscura traición y Jack Mediamisa, el legendario Jack, el jefe de los librehechos, había sido capturado. Le cortaron la gran pinza de mantis de la mano derecha: se la habían insertado en las factorías de castigo, pero él la había utilizado contra ellos, así que se la arrebataron. Los títeres la interpretaron como una escena grotesca, con serpentinas rojas en lugar de sangre.

Por supuesto, la milicia repetía siempre que era un bandido y un asesino, y que mataba gente nadie lo ponía en duda. Pero al igual que la mayoría de las versiones de la historia, esta lo mostraba tal como era recordado: campeón de bandidos y héroe. Jack caía prisionero y era una historia triste, y los censores lo permitían así.

No lo habían ejecutado en público —eso no estaba en la constitución— pero habían encontrado el modo de mostrarlo. Lo habían encadenado a una picota gigante en la plaza BilSantum, junto a la estación de la Calle Perdido, donde el inspector había empleado el látigo al menor temblor, alegando resistencia. Las autoridades habían pagado a gente para que lo abucheara, o al menos eso decía la mayoría de las versiones. Muchos crobuzonianos habían acudido a verlo y no habían aplaudido. Algunos de ellos decían que no era el auténtico Jack —«no tiene pinza, han buscado un pobre desgraciado y le han cortado la mano, eso es todo»— pero lo decían con tono más desesperado que convencido.

Los títeres iban y venían delante del pequeño poste de madera contrachapada al que el Jack de madera estaba atado.

Y entonces,
da-da-da-da-da
, sonó el redoble metálico. Todos los actores del escenario empezaron a gritar y a gesticular en dirección a las marionetas de la milicia y en la pantalla apareció la palabra «todos» y hasta la parte más escéptica de la audiencia se dejó llevar y empezó a cantar «por aquí, por aquí». Así es como había sido, una diversión para gran parte de la multitud, orquestada o fortuita, eso no estaba claro, aunque Ori tenía sus propias ideas al respecto. Mientras la milicia desfilaba cimbreándose por el pequeño escenario del teatrillo, Ori recordó.

Era un recuerdo de juventud, un recuerdo de infancia: no sabía por qué razón había estado en aquella plaza ni con quién. Era la primera vez en muchos años que la milicia se mostraba así, con sus uniformes, y luego se supo que aquello sería el prolegómeno de su cambio de política de clandestinidad, pero en cualquier caso, formando una punta de lanza de color gris, habían cargado contra la parte de la multitud que protestaba. El interventor había sacado un mosquete y, dejando el látigo y a la figura encadenada, se había unido a ellos.

Ori no recordaba haber visto al hombre de aspecto rudo que había ascendido hacia Jack Mediamisa hasta que estuvo casi sobre él. Guardaba un vívido recuerdo del momento, pero no sabía si era el recuerdo de un niño de seis años o un recuerdo construido a partir de todas las narraciones que había escuchado después: el hombre —ahí viene su marioneta, mira, en el escenario, mientras la milicia está de espaldas— era inconfundible. Calvo, erizado de crueles cicatrices y con la cara picada como si hubiera sufrido décadas de furioso acné, con los ojos hundidos y muy abiertos, cubierto de harapos, con una bufanda sobre la boca y la nariz para ocultarse.

La marioneta que subía furtiva y exageradamente los escalones llamó a Jack Mediamisa con voz ronca, un eco con veinte años de antigüedad del grito fuerte y penetrante del hombre de verdad. Llamó a Jack por su nombre, como aquel día. Y se acercó a él y sacó una pistola y un cuchillo (las minúsculas réplicas de papel plata del títere resplandecieron) «¿Me recuerdas, Jack?», había gritado, y gritó la marioneta. «Te lo debía». Una voz triunfante.

Durante los años que siguieron a la muerte de Jack Mediamisa, todas las interpretaciones habían aceptado la primera y convencional explicación. El hombre de la cara marcada —hermano, padre o amante de alguna de las víctimas del cruel Man’Tis— estaba demasiado inflamado por la rabia como para esperar, abrumado y colérico y ávido de sangre. Y aunque nadie podía culparlo por ello, la ley no funcionaba así. Así que cuando los milicianos lo oyeron y vieron, fue su triste deber ordenarle que se apartara, y al ver que no atendía a razones, responder con una descarga cerrada, algunas de cuyas balas, extraviada, acabó con la vida del Mediamisa. Y aunque fue una cosa muy lamentable, puesto que el proceso legal no había concluido aún, nadie dudaba que el desenlace habría acabado por ser el mismo en cuestión de poco tiempo.

Así se había contado la historia durante años, y los actores y titiriteros habían interpretado a Jack como un villano de pantomima, sin dejar de advertir que las multitudes seguían vitoreándolo.

En la segunda década tras el suceso, habían empezado a aparecer nuevas interpretaciones en respuesta a la pregunta, «¿por qué había gritado Mediamisa con algo que parecía alegría al ver que el hombre se le acercaba?». Los testigos recordaban que el hombre de la cara marcada había levantado el arma y creían haber visto que Jack tiraba de sus ataduras tratando de salir a su encuentro y entonces, pues claro, un crimen piadoso. Un miembro de la banda de Jack, que había arriesgado la vida para poner fin a las humillaciones de su jefe. Y puede que lo hubiera conseguido… ¿Podía alguien asegurar que había sido una bala de la milicia la que había acabado con la vida del prisionero rehecho? Puede que aquel primer tiro fuera el de un amigo para salvar a otro.

Al público le gustaba mucho más esta interpretación. Ahora Jack Mediamisa volvía a aparecer como lo había hecho en los graffiti durante décadas: como campeón. La historia se convirtió en una tragedia grandiosa y vagamente instructiva sobre nobles esperanzas condenadas al fracaso, y aunque Jack y sus anónimos camaradas eran ahora los héroes, los censores de la ciudad lo permitieron, para sorpresa de muchos. En algunas producciones, el aparecido acababa con la vida de Jack y luego se quitaba la suya y en otras caía abatido al mismo tiempo que disparaba. Las escenas de sus respectivas muertes se habían ido alargando cada vez más. La verdad, tal como Ori la recordaba —que aunque Jack había quedado muerto, colgado de la picota, el hombre de la cara picada había desaparecido sin que nadie supiera cuál había sido su destino— no se mencionaba.

Por las pequeñas escaleras subió corriendo el títere del hombre de las cicatrices, con el arma preparada, y recogió el látigo que había dejado caer el inspector (un complicado montaje de clavijas e hilos facilitó el movimiento), tal como aseguraba la tradición. Mas, ¿qué era aquello? «¿Qué es esto?», gritó el narrador. Ori sonrió: había visto el guión. Tenía los puños apretados.

—¿Para qué recoger el látigo? —dijo el narrador. Atrapados por el tosco hechizo de la producción de los novistas, los calamitas se habían puesto todos en pie, y gritaban, «¡qué escándalo, qué escándalo!».


Teñíía
pistola —dijo la marioneta del hombre, dirigiéndose a la audiencia en medio del creciente griterío—.
Teñíía cuchiillo
. ¿Para qué
iiba
a recoger
láátigo
?

—Tengo una idea, viruelillas —dijo el narrador.


Io tambiéén
tengo una
ideea, ¿vees
?-respondió la marioneta—.
Eestos
—dijo sosteniendo la pistola y el látigo—
ño eeeran para
mííí, ¿vees
? —Un elegante y diminuto mecanismo volteó la pistola en su mano de madera, y de repente todo el mundo vio que sostenía el arma por el cañón, como un regalo para su maniatado amigo. Entonces usó el cuchillo para cortar las ataduras de Jack Mediamisa.

Un vaso pesado voló sobre el público, seguido por un reguero de cerveza, reventó y roció de líquido a los más cercanos. «¡Traición!», se alzaron los gritos, pero fueron acallados por otros, personas que se habían puesto en pie y exclamaban, «¡sí, sí, contad la verdad!». Tenaz, bailando bajo una lluvia de cristales, el Teatro de Marionetas Flexibles continuó con su versión renovada del clásico, en la que las figurillas de madera no estaban condenadas ni malditas con visiones demasiado puras para sobrevivir, ni eran rechazadas por un mundo que no las merecía, sino que seguían luchando, seguían tratando de salirse con la suya.

Era imposible oírlas en medio de tantos gritos. Llovía comida sobre el escenario. Hubo una alteración y apareció el maestro de ceremonias con el traje arrugado. Salió apresuradamente, casi empujado por un joven delgado: un burócrata de la oficina del censor, que presenciaba desde bastidores todas las actuaciones programadas.

—Basta, esto tiene que terminar —gritó el MC y trató de coger las marionetas—. Me han informado de que este espectáculo ha sido cancelado. —Una violenta respuesta atajó su pomposa declaración. Una lluvia de restos de comida cayó sobre él, asustándolo aún más de lo que ya estaba. Los partidarios de los Flexibles eran pocos, pero se hacían notar, y exigían que el espectáculo continuara, pero al ver que el empleado del Miserable Mendigo perdía el control de la situación, el censor en persona salió y se dirigió a la audiencia.

—Se suspende la función. La compañía es culpable de escándalo público en segundo grado y se procederá a su disolución, a la espera de una investigación futura. —«Joder, qué vergüenza, baja de ahí, el espectáculo debe continuar. ¿Qué escándalo? ¿Qué escándalo?». El joven censor no se dejó intimidar. No estaba dispuesto a permitir aquel acto de disidencia—. Se ha llamado a la milicia, y todo el que se encuentre aquí a su llegada será considerado cómplice de la compañía. Por favor, abandonen el local de inmediato.

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