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Authors: Dai Sijie

El complejo de Di (2 page)

A veces, un cambio en la velocidad del tren interrumpe el curso de su redacción; el señor Muo levanta la cabeza (que es la de un auténtico chino, siempre en guardia) y, con una mirada desconfiada, comprueba que su maleta sigue encadenada al portaequipajes. En el mismo movimiento reflejo y en idéntico estado de alerta, se lleva la mano al bolsillo interior de la chaqueta, provisto de una cremallera, para asegurarse de que su pasaporte chino, su permiso de residencia francés y su tarjeta de crédito siguen allí. A continuación, más discretamente, desliza la mano hacia su trasero y, con la punta de los dedos, palpa el bulto que forma el bolsillo secreto disimulado en su calzoncillo, en el que guarda a buen recaudo y al calor de su cuerpo la nada despreciable suma de diez mil dólares en metálico.

En torno a la medianoche se apagan los fluorescentes. En el coche, lleno a rebosar, todo el mundo duerme, excepto tres o cuatro jugadores de cartas insomnes que, sentados en el suelo cerca de la puerta del váter, se entregan al juego y hacen febriles apuestas —los billetes no paran de cambiar de manos—, bajo la bombilla desnuda de la iluminación nocturna, cuya azulada luz arroja sombras violetas sobre sus rostros y los naipes extendidos en abanico contra sus pechos, pero también sobre una lata de cerveza vacía que rueda de aquí para allá sin ir a ninguna parte. Muo le pone el capuchón a la estilográfica, deja el cuaderno en la mesita plegable y mira a la atractiva señora madura, que, sentada en la penumbra, se ha quitado al fin las gafas de sol panorámicas y se está aplicando una capa de crema azulada en la cara, tal vez una mascarilla hidratante o revitalizadora. «Qué coqueta... —se dice Muo—. ¡Cómo ha cambiado China!» A intervalos regulares, la mujer acerca la cara a la ventanilla, examina su reflejo, retira la capa de crema azulada y se aplica otra. La verdad es que la máscara le favorece. La vuelve más misteriosa, casi una mujer fatal, mientras escruta detenidamente su rostro en el cristal. De improviso, el cruce con otro tren proyecta una sucesión de resplandores sobre la ventanilla, y Muo descubre que la mujer está llorando en silencio. Las lágrimas le resbalan por la nariz, trazan surcos en la espesa capa azulada de la mascarilla y la llenan de admirables sinuosidades.

Al cabo de unos minutos, las siluetas recortadas y compactas de las montañas y los túneles sin fin dan paso a una llanura inmensa salpicada de Oscuros arrozales y pueblos dormidos. De pronto, aparece una torre de ladrillo sin puerta ni ventanas (tal vez un hangar o un torreón en ruinas) en medio de una explanada iluminada por farolas. En su teatral soledad, la torre avanza majestuosamente hacia Muo con un anuncio publicitario dibujado sobre su muro ciego con unos cuantos ideogramas enormes y negros, que promete: «Cura garantizada de la tartamudez.» (¿Quién la garantiza? ¿Cómo curan al tartamudo? ¿Y dónde? ¿En la torre?) La originalidad del reclamo mural se ve reforzada por una línea vertical, una escalerilla de hierro roñoso que recorre la pared pasando por el centro de la inscripción y tachonando los ladrillos hasta lo alto de la torre. A medida que el tren se acerca, los ideogramas van aumentando de tamaño, hasta que uno de ellos llena la ventanilla del coche, como si quisiera meterse dentro, momento en que la nariz del señor Muo casi parece rozar la herrumbrosa escalerilla, que, para ser francos, independientemente de los peligros inherentes a su altura y a la ley de la gravedad, ejerce una oscura fascinación sexual inequívocamente freudiana.

En ese instante, en el duro banco del coche, Muo es presa del mismo vértigo que sintió veinte años atrás (el 15 de febrero de 1980, para ser exactos) en una habitación de seis metros cuadrados con literas que compartían ocho estudiantes: una habitación húmeda, fría, en la que flotaba un olor a desperdicios, agua grasienta y fideos instantáneos que irritaba los ojos y que sigue flotando hoy en día en todos los dormitorios de las universidades chinas. Ese día, poco después de medianoche (las luces se apagaban a las once, siguiendo las estrictas consignas de la dirección), los dormitorios, o sea, tres edificios idénticos de nueve plantas para los chicos y dos para las chicas, estaban sumidos en disciplinada silenciosa oscuridad. El joven Muo, que por aquel entonces contaba veinte años y estudiaba literatura clásica china, tenía en las manos, por primera vez en su vida, un libro de Freud titulado
La interpretación de los sueños
. (Se lo había regalado un historiador canadiense de pelo blanco para el que, durante las vacaciones de invierno, había traducido al mandarín moderno las inscripciones de unas estelas antiguas, sin recibir pago alguno por su, trabajo.) Leía acostado en la litera superior, escondido bajo una manta guateada. El amarillento haz de su linterna recorría nerviosamente aquellas palabras llegadas de muy lejos, pasaba de una línea a otra y, de vez en cuando, ralentizaba la marcha hasta detenerse en un concepto oscuro y abstracto, para volver a perderse en los largos, larguísimos senderos de un tortuoso laberinto, antes de llegar a un punto o una simple coma. De pronto, un comentario de Freud sobre una escalera con la que había soñado golpeó el cerebro de Muo como un ladrillo arrojado contra un cristal. Arrebujado en la manta, impregnada de sudor y otros vestigios de sus actividades nocturnas, trató de dilucidar si se trataba de un sueño personal de Freud, o si el padre del psicoanálisis había penetrado en los meandros de su cerebro para asistir a uno de sus sueños recurrentes, o si bien no sería él, Muo, quien había soñado lo mismo que Freud antes que él, en otro lugar... No, el deslumbramiento que un libro puede causar en un joven no conoce límites. Esa noche, Freud encendió, literalmente, una hoguera de felicidad en la mente de su futuro discípulo, que arrojó al suelo la vieja manta, encendió la lámpara de la cabecera, pese a las protestas de sus condiscípulos y, en la beatitud provocada por el contacto con un dios viviente, leyó en voz alta, leyó, releyó y se dejo llevar, hasta que el celador del dormitorio, un tuerto gordinflón, apareció en la puerta, lo injurió, lo amenazó y acabó confiscándole el libro. Desde entonces, lleva el apodo «Freudmuo», acuñado por sus compañeros, pegado a la piel.

Recuerda las literas y el enorme ideograma que escribió con tinta en la cal de la pared, al lado de su cama, al final de aquella noche de revelación: «Sueño.» Hoy se pregunta qué habrá sido de aquel grafiti de su juventud. No lo escribió en la forma simplificada del chino moderno, ni tampoco en la del clásico, mucho más complicada, sino en la escritura primitiva, de tres mil años de antigüedad, sobre caparazón de tortuga, en la que el ideograma «sueño» se compone de dos partes: a la izquierda, una cama representada en plano gráfico y, a la derecha, un trazo depurado —cuya armonía no tiene nada que envidiar a los de Cocteau, que simboliza el ojo de una persona dormida mediante tres ganchitos inclinados —las pestañas—, y una mano que los señala desde abajo con un dedo, como si dijera: «El ojo sigue viendo incluso dormido. ¡No te fíes!»

A finales de los años ochenta, Muo llegó a París tras ganar en China un concurso inhumanamente difícil y obtener una beca del gobierno francés para realizar una tesis de doctorado sobre una de las numerosas lenguas alfabéticas de las civilizaciones de la Ruta de la Seda sepultadas bajo la arena del Takla-Makan el Desierto de la Muerte.

La beca, bastante mezquina cuantitativamente (dos mil francos mensuales) tenía una duración de cuatro años, durante los cuales Muo acudió tres veces por semana (los lunes, martes y sábados por la mañana) a la consulta de Michel Nivat, un psicoanalista lacaniano, donde permanecía tumbado en un diván de caoba durante las largas sesiones de confesión con la mirada fija en una elegante escalera de hierro forjado que se alzaba en medio de la habitación y conducía al despacho y la vivienda de su mentor.

El psicoanalista era tío de un estudiante al que Muo había conocido en un aula de la Sorbona. Ni guapo ni feo, ni gordo ni flaco, Nivat había alcanzado tal nivel de asexualidad que, cuando se presentó ante él, Muo tardó un buen rato en conseguir adjudicarle un sexo. Contempló su abundante cabellera, que al contraluz adquiría reflejos de escarcha y destacaba sobre el fondo de un cuadro abstracto colgado de la pared, hecho de trazos y puntos casi monocromos. Su indumentaria atemporal tampoco dejaba traslucir su identidad sexual, y su voz, aunque una pizca demasiado ruda para ser de mujer, resultaba indefinible.

El Mentor recorría la consulta con paso agitado y renqueante, y su cojera le recordaba a Muo la de otra persona perteneciente a una época y un país diferentes: su abuela. Durante cuatro años, y a título de favor personal (dada la exigüidad de la beca de Muo), Nivat lo recibió con la calma y la paciencia de un misionero cristiano que escucha benévolamente los miedos y secretos íntimos de un recién convertido tocado por la gracia de Dios.

El nacimiento del primer psicoanalista chino se produjo con dolor, aunque no exento de ocasionales visos de comedia. Al principio, como no dominaba el francés, Muo hablaba en chino, lengua de la que su psicoanalista no sabía una palabra; y para colmo, se trataba de un dialecto, el de la provincia de Sichuan, de la que Muo es originario. A veces, en mitad de un largo monologo, dejándose llevar por su superego, Muo se sumergía en sus recuerdos de la Revolución Cultural, y reía y reía hasta que las lágrimas le resbalaban por las mejillas y tenía que quitarse las gafas para limpiarlas, ante la mirada de su Mentor, que no lo interrumpía, a pesar de que en su fuero interno sospechaba que se burlaba de él.

En el exterior, la lluvia, que no ha cesado desde la salida del tren, sigue cayendo. Muo se ha dormido, y en sus sueños se mezclan los recuerdos de su pasado parisino, el débil ruido de una tosecilla, la sintonía de una telenovela canturreada por uno de los jugadores de cartas y la preciosa presencia de su maleta, sujeta con la cadena de hierro, en lo alto del portaequipajes... Con un hilillo de saliva en la comisura de los labios, la cabeza de su vecino, el padre del mal estudiante de inglés, se inclina, se yergue, vuelve a inclinarse y acaba aterrizando en el hombro de Muo en el preciso momento en que el tren pasa por un puente sobre un tenebroso río. Por un instante, Muo tiene la sensación de que una sucesión de luces lo besan y le escrutan el rostro una tras otra, hasta que una de ellas se posa en él y se queda quieta. Muo abre los ojos.

Sin gafas, no ve gran cosa, pero cree distinguir vagamente una vara o un bastón que se balancea ante su cara, primero de delante atrás y luego de izquierda a derecha, en incesante vaivén.

Al fin, consigue salir de su modorra y comprende que el bastón es una escoba manejada por una muchacha, de la que no distingue más que la silueta, imprecisa, oscilante e inclinada junto a él, que barre bajo su asiento con amplios y rítmicos movimientos de los brazos.

El tren reanuda la marcha y vuelve a detenerse a los pocos metros. La sacudida hace caer de la mesita plegable un objeto que golpea a la joven limpiadora. Son las gafas de Muo, con las patillas torcidas y deformadas. La chica intenta recogerlas, pero Muo se agacha al mismo tiempo y, en su precipitación, se golpea la sien con el palo de la escoba. En el fugaz contacto de sus cuerpos, mientras la joven recoge las gafas y vuelve a dejarlas en la mesa, Muo, sin verla claramente, percibe el olor familiar del jabón Águila, un jabón barato con aroma a bergamota que se desprende de su pelo. En su época, la madre y la abuela de Muo ya se lavaban el suyo con ese mismo jabón en el patio de la casa de vecinos. Él, el pequeño Muo, cogía agua fría del grifo comunitario y la mezclaba con la caliente de un termo para verter sobre la sedosa y abundante cabellera de ébano de su madre (y en ocasiones sobre los plateados cabellos de su abuela) cascadas de vaporosos chorros de agua con una taza esmaltada en la que figuraba un retrato de Mao aureolado de rayos rojos. Acuclillada sobre una palangana colocada en el suelo (y esmaltada con grandes peonías rojas que representaban la grande, grandísima primavera revolucionaria), su madre se restregaba la cabeza con un trozo de jabón Águila de agradable olor a bergamota —un olor de pobreza digna—, cuyas transparentes e irisadas burbujas se deslizaban entre sus dedos cubiertos de espuma, se escapaban, flotaban y volaban por aire.

—Dime, muchacha, ¿por qué barres el suelo a estas horas? ¿Es tu trabajo?

La chica ríe por lo bajo y sigue barriendo. Lleva una blusa que, gracias a las gafas, Muo identifica como una camiseta de hombre. Una cosa está clara: no es una empleada de los ferrocarriles. Sus pantalones cortos, que le llegan hasta las rodillas y le quedan demasiado anchos, sus zapatos de caucho, baratos y salpicados de barro, y su bolso mugriento y remendado, que lleva en bandolera y cuya cinta subraya la lisura de su pecho, traslucen la miseria.

Muo se fija en los finos pelos negros de sus axilas, cuyo agrio olor a sudor se mezcla con el aroma a bergamota de sus cabellos.

—Señor —le dice la chica—, ¿puedo mover sus zapatos?

—Por supuesto.

La muchacha se inclina y, con la punta de los dedos, coge los zapatos de Muo con respeto y delicadeza.

—¡Oh! ¡Calzado occidental! Hasta las suelas son bonitas. Nunca había visto unas suelas así.

—¿Cómo sabes que son occidentales? Yo pensaba que mis pobres zapatos eran discretos, unos zapatos sencillos y corrientes, sin nada de particular.

—Mi padre era limpiabotas —le responde la chica con una sonrisa. Luego, deja los zapatos debajo del banco, en un rincón, contra la pared del coche, y añade—: No se cansaba de decirnos que los zapatos occidentales duran mucho tiempo y nunca se deforman.

—Acabas de lavarte el pelo, lo sé por el olor. Es de bergamota, un árbol sudamericano, probablemente brasileño, traído a China en el siglo diecisiete, casi al mismo tiempo que el tabaco.

—Me he lavado el pelo porque vuelvo a casa. Hace un año que me marché y trabajo como una mula en Pingxíang, una porquería de ciudad, a dos estaciones de aquí.

—¿Y en qué trabajas?

—Como vendedora de trapos. En unos almacenes que acaban de quebrar. Gracias a eso, puedo ir a celebrar el cumpleaños de mi padre.

—¿Qué regalo le llevas? Perdona, seguramente te parezco demasiado curioso. Pero, para serte franco, mi trabajo consiste principalmente en estudiar las relaciones que las hijas y los hijos mantienen con sus padres. Soy psicoanalista.

—Y eso de psicoanalista ¿qué es? ¿Una profesión?

—Desde luego. Se trata de analizar... ¿Cómo te lo explicaría? No trabajo en un hospital, pero pronto tendré una consulta privada.

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