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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

El comendador Mendoza (9 page)

Lucía, cavilando sobre las causas de aquella poco menos que completa ruptura de relaciones, llegó a temer que Doña Blanca hubiese averiguado los amores de Clara con D. Carlos de Atienza, la presencia de éste en la ciudad y la entrada y protección con que contaba en su casa.

Doña Clara no hablaba a solas ni escribía a su amiga; por los criados nada podía averiguarse, porque los de Doña Blanca eran forasteros casi todos, y o no tenían confianza en la casa, o, hacían una vida devota y apartada, imitando y complaciendo así a sus amos.

Sólo podía afirmarse que la única persona que entraba de visita en casa de D. Valentín era su cercano pariente D. Casimiro.

De esta suerte se pasaron diez días, que a don Carlos, a Lucía y al Comendador parecieron diez siglos, cuando al anochecer, en una hermosa tarde, el Comendador estaba en el patio de la casa sólo con su sobrina. Ésta traía con su tío una conversación muy animada, mostrándole las plantas y las flores que en arriates y en multitud de tiestos adornaban aquel patio, contiguo, como ya hemos dicho, al de la casa de D. Valentín. Salvando el muro divisorio, la voz de ambos interlocutores podía llegar al patio inmediato. La voz llegó, en efecto, porque en medio de la conversación sintieron Lucía y el Comendador el ruido de un pequeño objeto pesado que caía a sus pies. Lucía se bajó con prontitud a recogerle, y no bien le tuvo en la mano, dijo a su tío, toda alborozada y en voz baja:

—Es una carta de Clarita. ¡Qué buena es! Me quiere de veras. Menester es conocerla como yo la conozco, para estimar lo que vale esta fineza de su amistad. ¡Burlar por mí la vigilancia de su madre! ¡Escribirme furtivamente! Calle V… tío… si parece imposible. ¡Por mí, esa infeliz, que es una santa, ha faltado a su deber de obediencia filial! ¿Y cómo, dónde, a qué hora habrá podido escribirme? Vamos… si le digo a V. que es un milagro de cariño. Y la picarita ¿con qué angustia habrá estado espiando la ocasión de echarme la carta, segura de que yo la recogería? ¡Benditas sean sus manos!

Y diciendo esto había desatado el papel de la china en que venía liado con un hilo, y se diría que quería comérsele a besos.

—Ven a leer esa carta —dijo el Comendador—, donde haya luz y donde no vengan a interrumpirnos. En el despacho no hay nadie y ahora acaban de encender el velón. Ven, que es ya de noche y aquí no verás.

Lucía fue al despacho con su tío, y con acento conmovido, casi al oído del Comendador, leyó lo siguiente:

«Mi querida Lucía: De sobra conoces tú lo mucho que te quiero. Considera, pues, cuánto me afligirá verte tan poco y no poder hablarte. Mi madre lo exige, y una buena hija debe complacer a su madre. No creas que mi madre ha sospechado nada de mis desenvolturas con D. Carlos de Atienza. Me echo a temblar al representarme que hubiera podido sospecharlo. Nadie sabe más que tú, el Comendador y yo, que D. Carlos me pretende; pero Dios sabe mi pecado, del que estoy arrepentida. Ha sido enorme perversidad en mí dar alas a ese galán con miradas dulces y profanas sonrisas… casi involuntarias… te lo juro. No por eso me pesan menos en la conciencia. Algo he hecho yo, o arrastrada por mi maldad nativa, o seducida por el enemigo común de nuestro linaje, para alborotar a ese mozo, hacerle abandonar su Universidad y sus estudios, y moverle a venir aquí en persecución mía. En medio de todo, harto tengo que agradecer a Jesús y a María Santísima, que se apiadan de mí, a pesar de lo indigna que soy, y disponen que no se solemnice mi falta con el escándalo. Favor sobrenatural del cielo es, sin duda, el que siga oculto el móvil que ha impulsado a D. Carlos a venir aquí. La gente cree que vino y está aquí por ti. ¡Cuánto debo agradecerte que cargues con esta culpa! Si yo no hubiera sido atrevida, si yo no hubiera animado a D. Carlos, si yo hubiera tenido la severidad y el recato convenientes, no me vería ahora en tan amargo trance. ¡Ay, mi querida Lucía! El corazón humano es un abismo de iniquidad… y de contradicciones. ¿Quieres creer que, si por un lado me desespero de haber dado ocasión para que D. Carlos haya venido persiguiéndome, por otro lado me lisonjea, me encanta que haya venido, y advierto que si no hubiera venido sería yo más desgraciada? En medio de todo… no lo dudes… yo soy muy mala. Estoy avergonzada de mi hipocresía. Estoy engañando a mi madre, que es tan perspicaz. Mi madre me juzga demasiado buena… y vela por mí, como el avaro por su tesoro, cuando el tesoro está ya perdido. No acierto a decírtelo para que no te enojes, y, no obstante, quiero decírtelo. No cumpliría con un deber de conciencia si no te lo dijese. La causa de que mi madre me aparte de ti es tu tío. A mí me pareció un caballero muy fino y bueno; pero mi madre asegura ¡qué horror! que no cree en Dios. ¿Es posible ¡hija mía! que hiera el demonio con tan abominable ceguedad los ojos de algunas almas? ¿Se comprende que la copia, la imagen, la semejanza, renieguen del original divino, que les presta el único valor y noble ser que tienen? Si ello es cierto, si el Comendador está obcecado en sus impiedades, ármate de prudencia y pide al cielo que te salve. Procura también traer a tu tío al buen camino. Tú tienes extraordinario despejo y don de expresarte con primor y entusiasmo. El Altísimo, además, se vale a menudo de los débiles para sus grandes victorias. Acuérdate de David, mancebo, que era un pastorcillo sin fuerzas, y venció y derribó al gigante en el valle del Terebinto. ¿Cuántas hermanas, hijas, madres y esposas no han logrado convencer a sus descarriados maridos, hermanos, hijos o padres? A gloria parecida debes aspirar tú, y Dios te premiará y te dará brío para alcanzarla. En cuanto a mí, aun siendo tan niña, soy una miserable pecadora, y bastante tarea tengo con llorar mis locuras y apaciguar la tempestad de encontrados sentimientos que me destrozan el pecho. Dame la última y mayor prueba de amistad. Persuade a D. Carlos de que no le amo. Dile que se vuelva a Sevilla y me deje. Convéncele de que soy fea, de que gusto de D. Casimiro, de que mi ingratitud hacia él merece su desprecio. Yo debiera haberle hablado en este sentido; pero soy tan débil y tan tonta, que no hubiese atinado a decírselo, y tal vez le hubiera inducido estúpidamente a que creyese todo lo contrario. Por amor de Dios, Lucía de mi alma, despide por mí a D. Carlos. Yo no puedo, no debo ser suya. Que se vaya; que no disguste por mí a sus padres; que no pierda sus estudios; que no motive un escándalo cuando se sepa que vino por mí y que yo soy una malvada, provocativa, seductora, quién sabe… Adiós. Estoy apuradísima. No tengo a nadie a quien confiar mis cosas, con quien desahogar mis penas, a quien pedir consejo y remedio. Espero con ansia la llegada del P. Jacinto, que es el oráculo de esta casa. Sé que lo que yo le diga caerá como en un pozo, y que sus consejos son sanos. Es el único hombre que tiene algún imperio sobre mi madre. ¿Cuándo vendrá de Villabermeja? Adiós, repito, y ama y compadece a tu —CLARA».

XI

Esta carta inocente, tan propia de una niña de diez y seis años, discreta y educada con devoción y recogimiento, gustó mucho al Comendador; pero también le dio no poco que pensar. No entraremos nosotros en el fondo de su alma a escudriñar sus pensamientos, y nos limitaremos a decir que tomó tres resoluciones, de resultas de aquella lectura.

Fue la primera buscar modo de ver y de hablar a la severísima Doña Blanca; la segunda, sondear bien el ánimo de D. Carlos para conocer hasta qué punto amaba de veras a la niña y merecía su amor, y la tercera, tratar con el P. Jacinto y proporcionarse en él un aliado para la guerra que tal vez tendría que declarar a la madre de Clarita.

A fin de conseguir lo primero, en vez de escribir pidiendo una audiencia, que con cualquier pretexto y muy políticamente se le hubiera negado, discurrió D. Fadrique levantarse al día siguiente de madrugada, aguardar en la calle a Doña Blanca cuando ella saliese para acudir a la iglesia, e ir derecho a hablarle, sin miedo alguno.

Así lo hizo el Comendador. Doña Blanca, antes de las seis, apareció en la calle con Clarita y don Valentín. Iban a misa a la Iglesia Mayor. Apenas los vio salir D. Fadrique, se acercó muy determinado, y saludando cortésmente con sombrero en mano, dijo:

—Beso a V. los pies, mi señora Doña Blanca. Dichosos los ojos que logran ver a V. y a su familia. Buenos días, amigo D. Valentín. Clarita, buenos días.

Don Valentín, al oírse llamar amigo tan blandamente y por una voz conocida y simpática, no se pudo contener; no reflexionó, se dejó llevar del primer ímpetu cariñoso y se fue hacia D. Fadrique con los brazos abiertos. Por dicha, no obstante, D. Valentín tenía la inveterada costumbre de no hacer la menor cosa sin mirar antes a su mujer para notar la cara que ponía y si le retraía de consumar o le alentaba a que consumase su conato de acción. A pesar, pues, de lo entusiasmado que iba a abrazar a D. Fadrique, el instinto le indujo a que mecánicamente volviera la cara hacia Doña Blanca antes de llegarse a dar el abrazo. Indescriptible es lo que vio entonces en los fulminantes ojos de su mujer. Casi no se puede describir el efecto que te produjo aquella mirada. Creyó D. Valentín leer en ella el más profundo desdén, como si le acusase de una humillación estólida, de una bajeza infame; y creyó ver, al mismo tiempo, la ira y la prohibición imperiosa de que llevase a cabo lo que se había lanzado a ejecutar. El terror sobrecogió de tal suerte el ánimo de D. Valentín, que se paró, se quedó inmóvil de súbito, como si se hubiera convertido en piedra. Sólo con voz apagada y apenas perceptible exhaló, por último, como lánguido suspiro, un:

—Buenos días, Sr. D. Fadrique.

—Buenos días, —dijo también Clara, no con más aliento que su padre.

Doña Blanca miró de pies a cabeza al Comendador, y con reposo y suave acento, sin alterarse ni descomponerse en lo más mínimo, le habló de esta manera:

—Caballero: Dios, que es infinitamente misericordioso, tenga a V. en su santa guarda. No por amor suyo, de que V. carece, sino por el mundano honor de que V. se jacta y por los respetos y consideraciones que todo hombre bien nacido debe a las damas, ruego a V. que no nos distraiga del camino que llevamos, ni perturbe nuestra vida retirada y devota.

Y dicho esto, hizo Doña Blanca al Comendador una ceremoniosa y fría reverencia, y echó a andar con sosegada gravedad, siguiéndola D. Valentín y llevando delante a Clara.

Don Fadrique pagó la reverencia con otra, se quedó algo atolondrado, y dijo entre dientes:

—Está visto: es menester acudir a otros medios.

No bien la familia de Solís se hubo alejado treinta pasos del Comendador, vio éste que Doña Blanca se volvía a hablar con su marido.

Es evidente que el Comendador no oyó lo que le decía; pero el novelista todo lo sabe y todo lo oye. Doña Blanca, que trataba siempre de V. y con el mayor cumplimiento a su señor marido cuando le echaba un sermón o reprimenda, le habló así mientras Clara iba delante:

—Mil veces se lo tengo dicho a V., Sr. D. Valentín. Ese hombre, que V. se empeñó en introducir en casa, allá en Lima, es un libertino, impío y grosero. Su trato, ya que no inficione, mancha o puede manchar la acrisolada reputación de cualquiera señora. Yo tuve necesidad poco menos que de echarle de casa. Motivos hubo, en su falta de miramientos y hasta de respeto, para que en otras edades bárbaras, olvidando la ley divina, alguien le hubiera dado una severa lección, como solían darlas los caballeros. Esto no había de ser: era imposible… Nada que más repugne a mi conciencia; nada más contrario a mis principios; pero hay un justo medio… Delito es matar a quien ha ofendido… pero es vileza abrazarle. Sr. D. Valentín, V. no tiene sangre en las venas.

Todo esto lo fue soltando, despacio y bajo, casi en el oído de D. Valentín, su tremenda esposa Doña Blanca.

Fueron tan duras y crueles las últimas frases, que D. Valentín estuvo a punto de alzar bandera de rebelión, armar en la calle la de Dios es Cristo y contestar a su mujer lo que merecía; pero el olor de mil flores regalaba el olfato; la gente pasaba con alegre aspecto; el día estaba hermosísimo; la paz reinaba en el cielo; un fresco vientecillo primaveral oreaba y calmaba las sienes más ardorosas; la familia de Solís iba al incruento sacrificio de la misa; Clara marchaba delante tan linda y tan serena: ¿cómo turbar todo aquello con una disputa horrible? D. Valentín apretó los puños y se limitó a exclamar con acento un si es no es colérico:

—¡Señora!…

Luego añadió para sí, cuidando mucho de que no lo oyese Doña Blanca:

—¡Maldita sea mi suerte!

Y no bien lanzada la exclamación, se asustó don Valentín de la blasfema rebeldía contra la Providencia que su exclamación implicaba, y se tuvo un instante por primo hermano del propio Luzbel.

Como se ve, el éxito del Comendador en este primer intento de reanudar relaciones amistosas con la familia de Solís no pudo ser más desgraciado.

XII

No se arredró por eso nuestro héroe.

Aguardó un rato en medio de la calle a fin de que no pudiese decir ni pensar Doña Blanca que él la seguía, y al cabo se fue a la iglesia Mayor, a donde sabía que la familia de Solís se había encaminado.

Don Fadrique no iba allí, sin embargo, con el intento de acercarse a Doña Blanca otra vez y de sufrir nueva repulsa, sino a fin de hallar a D. Carlos, quien, a su parecer, no podía menos de estar en la iglesia, ya que no había otro medio de ver a Clara.

En efecto, D. Fadrique entró en la iglesia y se puso a buscar al poeta, a la sombra de los pilares y en los sitios donde menos se nota la presencia de alguien. Pronto le halló, detrás de un pilar y no lejos del altar mayor. Parecía D. Carlos tan embebido en sus oraciones o en sus pensamientos, que nada del mundo exterior, salvo Clara, podía distraerle ni llamarle la atención.

Llegó, pues, D. Fadrique hasta ponerse a su lado. Entonces advirtió que Clara estaba no muy lejos, de rodillas, al lado de su madre; que D. Carlos la miraba, y que ella, si bien fijos casi siempre los ojos en su libro de rezos, los alzaba de vez en cuando rápidamente, y miraba con sobresalto y ternura hacia donde estaba el galán, declarando así que le veía, que se alegraba de verle, y que tenía miedo y cierto terror de profanar el templo y de pecar gravemente engañando a su madre y alentando a aquel hombre, de quien decía que no podía ser esposa.

No ha de extrañarse que todo esto se viera en las miradas de Clarita. Eran miradas transparentes, en cuyo fondo fulguraba el alma como diamante purísimo que por maravilla ardiese con luz propia en el seno de un mar tranquilo.

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