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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

El Combate Perpetuo (17 page)

Cuando trasladan a Dorrego, dirige una nota al jefe de la escolta recomendándole "la necesidad que hay de la seguridad del individuo; en ello hará usted un servicio al país". También se dirige a Juan Manuel de Rosas, en su afán por detener la tempestad, imponiéndole de los graves acontecimientos ocurridos y pidiéndole se abstenga de tomar parte en las luchas de hermanos; "no se conseguirá más que envolver al país en desgracia y sangre". Sus oscuros temores pronto se convertirían en espantosa realidad.

Mientras, en su breve actividad como hombre de Estado honra al primer administrador de la vacuna en Buenos Aires y nombra a Alejo Outes en la cátedra de Física Matemática. En el Boletín del Gobierno publica una exhortación calificando a la guerra civil como "la barbarie contra la civilización y el crimen contra el orden".

Las coincidencias resultan asombrosas. Durante el breve y angustioso interregno de Brown ancla cerca de Buenos Aires un navío llamado
Condesa de Chichester
. A bordo viaja nada menos que el legendario general José de San Martín quien, informado sobre las luchas interiores, se resiste a desembarcar en la patria ensangrentada. Tomás Espora acude a presentar sus saludos al inolvidable jefe. Y San Martín, bajo la mirada de Espora, escribe al Gobernador delegado: "Yo no tengo el honor de conocerlo (a Guillermo Brown), pero como hijo del país, me merecerá siempre un eterno reconocimiento por los servicios tan señalados que ha prestado".

El héroe de los Andes y el héroe del Plata no se encontrarán nunca, pese a que respiraban el mismo aire del ancho río a sólo metros de distancia. San Martín retornará al melancólico ostracismo, Brown a su refugio en Barracas.

Pero antes ocurre el desastre presentido: Dorrego es fusilado por orden de Lavalle e instigación de quienes lo abruman con cartas y consejos belicosos. La tragedia de Navarro actuará como disparador de la noche que se desplomará sobre el país. El agridulce Almirante se desmorona al recibir la noticia: acaba de terminar una etapa de la historia nacional o —mejor dicho— de empezar otra, enlodada por el fanatismo.

El 4 de mayo de 1829 reitera su renuncia. "En diferentes ocasiones —escribe a Lavalle— he manifestado a V.E. los ardientes deseos que me animan a dejar el delicado puesto a que V.E. se dignó llamarme y que ocupé por la sola razón de no excusar sacrificio en favor de un país a quien debo tantas consideraciones y beneficios". Manifiesta que no puede soportar la carga, carga que sobrellevó con el único anhelo de traer la tranquilidad a este pueblo. Cuando "ha sido necesario combatir a los enemigos de la República, he cumplido el deber de un soldado y nunca he huido de las fatigas y el peligro". Pero ahora reclama decididamente que se lo libere de esas funciones.

Lavalle ya no logra oponerse a la fuerza de la dimisión y la acepta, formulando los más altos conceptos que le merece Brown. Nombra en su reemplazo al general Martín Rodríguez.

El modesto héroe de la guerra contra España y el Brasil se recluye en el castillejo de Barracas. Está rodeado de pajonales, recuerdos y fantasmas.

XXVI

Brown se seca la frente con el antebrazo. Viste rústica ropa de labranza mientras cultiva la tierra. Levanta los ojos azules hacia los grandes aguaribayes que circundan la quinta. Una bandada de tordos se entrevera en el ramaje con estridencias desordenadas. Contempla luego los surcos abiertos por el arado y regresa a la amplia casona de tres pisos. Una suave brisa con aromas de la pampa abierta y helada acaricia su rostro curtido. Avanza por la espaciosa galería donde su mujer aspergea las flores que resisten el invierno. Se distiende en un fuerte sillón de caoba. Descansará un poco y después beberá té con el padre Fahy y otros amigos que le suelen visitar. Le abruma una extraña pesadumbre, como si estuviera por ocurrir una desgracia.

Con sus amigos lamenta que las experiencias nada dejen en el país. ¿Recuerdan la campaña de 1814? ¿Recuerdan los ingentes sacrificios que insumió construir la escuadra? ¿Y recuerdan que después del triunfo la desmantelaron como a un rancho inservible? ¡Usaron los cañones para construir una empalizada de adorno! y bien, ¿qué ha pasado después de la guerra con el Brasil? También olvidaron la importancia de la fuerza naval. Es vergonzoso: la Marina que consiguió mantener a raya a un enemigo tan fuerte, ha quedado reducida a la Capitanía de Puerto y algunas embarcaciones impotentes. Lo único bueno dentro de un cuadro tan gris fue la designación del bravo Tomás Espora como comandante. Pero claro: comandante de una Marina irreal. Y ni siquiera eso: ya le han acusado de federal tibio y don Juan Manuella acaba de eliminar con alguna elegancia. El pobre Tomás está enfermo de dolor.

El viejo marino ama a Tomás Espora, quien inició su carrera a los quince años a bordo de la corbeta
Halcón
y luego siguió a San Martín en su campaña. En la guerra contra el Brasil se batió en decenas de combates. Acaba de cumplir treinta y cinco años, está en la plenitud de su capacidad y, como ha ocurrido con muchos, pretende malograrla con intrigas. Hablan de él hasta que los envuelve la noche. Acompaña a sus amigos hasta la verja. Las estrellas enormes parecían diamantes al alcance de la mano, como en alta mar.

Cena frugalmente con Elizabeth y le cuenta las amargas coincidencias que ventiló esa tarde con sus amigos. Ella trata de restarle importancia:

—Las cosas no van mejor en Londres, fíjate qué me escriben desde allí.

Luego se encierra en su gabinete para revisar cartas y documentos. El juicio contra el miserable capitán Stirling prosigue morosamente en Gran Bretaña; estos ingleses son unos tunantes, no se deciden a hacer justicia.

Tarda en dormirse.

A la mañana siguiente se cumple el presentimiento. Los cardenales y jilgueros que se arremolinan con los primeros rayos del sol invernal encuentran a Brown caminando por la chacra aún envuelta en brumas. Una berlina ingresa en el ancho corredor de Barracas y se detiene frente a la austera casona. El negro salta del pescante y corre hacia la parte posterior del vehículo para abrir la puerta. Desciende un hombre pálido que atraviesa a la carrera el magro jardín y llama a la puerta. Tiene que ver al Almirante para comunicarle que ha muerto Tomás Espora. Guillermo Brown lo mira con enojo, como si fuera responsable del hecho. Sus músculos faciales se mueven en desorden. Repentinamente se introduce en el dormitorio y viste con arrebato. Regresa y sube al carruaje. El látigo silba sobre el lomo brillante de los caballos, la berlina cruje, salta, se inclina.

En la casa mortuoria se aglomeran muchos oficiales. La llegada de Brown produce un murmullo. Le abren paso hacia el féretro. Camina con vacilación. Huele flores de muerte, lo encandilan cirios de muerte, el país todo es una industria de la muerte. Un enorme crucifijo chorrea lágrimas de muerte.

Abraza a la viuda cubierta por velos negros. El féretro está cerrado. Brown desliza las yemas de sus dedos por los costados brillantes. El valiente Espora se aleja sin que hubiera podido decirle adiós. Turbado, mira hacia la gente apiñada, los uniformes, las cruces, los pañuelos que restriegan párpados irritados. Y formula un pedido insólito. Consultan al sacerdote, a la joven viuda. Todos asienten: que lo destapen. Con un destornillador des clavan el ataúd. El chirrido de la madera lastima las sienes. Un sudario níveo arropa al malogrado combatiente. Brown contempla con profunda desazón ese cuerpo que había recorrido los gloriosos itinerarios de la Independencia. Aprieta largo rato sus manos frías, rígidas, transmitiéndole un mensaje íntimo. Luego cierra los ojos y reza.

—Considero la espada de este valiente oficial-dice con voz ronca— una de las primeras de América… y más de una vez admiré su conducta en el peligro.

Apoya la mano en el hombro de la trémula viuda y, como consuelo y verdad, agrega: —Lástima que haya pertenecido a un país que todavía no sabe valorar a sus héroes,

XXVII

Cuando Juan Manuel de Rosas delega el poder para encabezar la campaña del Río Colorado, las autoridades policiales molestan a Brown por motivos triviales: criar cerdos en su quinta y dejar caballos en la vía pública. Incómodo por la atmósfera de represión, delación y fanatismo, empieza a realizar viajes a Colonia y Montevideo para hacer algún negocio o conseguir inversiones. Su otra hija, Martina García —nombre que recuerda el primer triunfo naval—, se ha casado con el señor Reineke, afincado en la capital uruguaya.

Pero no abandona Buenos Aires: contribuye con una fuerte suma en una suscripción para construir la verja de hierro a lo largo de la Alameda y firma con el Gobierno un contrato por cuatro años, mediante el cual se compromete a reparar y mantener en buenas condiciones el camino de Barracas.

Tiene una natural y profunda aversión por el estilo sangriento de las luchas intestinas. Es un soldado que pelea con honor. Y no hay honor posible cuando se ignora el honor del adversario. Esto lo bebió de niño mientras sufría las atrocidades de los opresores en Foxford.

Por esta época retornan las perturbaciones digestivas que le habían aparecido durante su año de reclusión en el cuartel de Aguerridos y reflota su temor al envenenamiento. Los espíritus malignos de su infancia y juventud se presentan ahora en la casona solitaria, se ocultan en los pajonales, vuelan en la neblina del río próximo, recorren durante la noche la cocina, ponen arsénico en el pan, ensucian los aljibes. Aprovechan que está fuera de servicio activo para no darle reposo. Perturban sus sueños haciendo extraños ruidos en las cerraduras, en los corrales, en la sala. Se desplazan por las galerías y las habitaciones divirtiéndose con la desesperación del pobre viejo, que se tapa las orejas con la almohada, que rueda hacia uno y otro lado en el lecho, y que de pronto se levanta, transpirado y tembloroso para darles batalla. Entonces los perversos huyen profiriendo carcajadas y amenazas. Pero vuelven al rato junto a su oído, o su nariz, o sus labios, donde insuflan aliento pestilente y murmuraciones abominables. Brown los reconoce: son los que mataban en Foxford, los que aniquilaron a su padre en Filadelfia, los que lo convirtieron en botín cuando tenía diecinueve años, los que lo asaltaron en Antigua... los que aún le harán otras cochinadas. Le ruega a Elizabeth que controle el pan, que huela el té, que revise la ropa lavada porque intentan contaminarla con la peste amarilla.

Elizabeth llora en secreto. Es evidente que su marido tiene accesos de locura. Lo ha afectado una locura que a veces se aleja y a veces se instala con peligrosa intensidad. Su médico la tranquiliza, le dice que son episodios pasajeros, que no ha perdido la razón. Pero ella sabe que el trastorno le ha mordido el espíritu con demasiada fuerza, que la impresionante cadena de dolores que castigó cada etapa de su vida le ha impuesto esta horrible cicatriz.

El 28 de marzo de 1838 se produce el rompimiento de relaciones entre la Confederación Argentina y los franceses. Juan Manuel de Rosas ha decretado la obligación de servir en los cuerpos militares a los súbditos que pertenecen a esa nacionalidad.

Tres días después Brown, malhumorado e ictérico, realiza una de sus habituales cabalgatas hasta la Recoleta. Tiene entonces la agobiante ocasión de presenciar un ataque de la flota francesa apostada en el río. Cubierto su cuello con un poncho de vicuña, encabritado el animal, observa con ira e impotencia la captura de dos faluchos argentinos. La distancia de agua le impide saltar hacia los miserables para volar sus buques. Retorna al hogar. Se pasea silencioso y tenso, arrastrando la pierna. Se sienta en el sillón de caoba. La solícita Elizabeth le prepara algo de comer. Brown se da cuenta que los fantasmas que merodeaban sus sentidos se han esfumado como por milagro. Pero no está alegre. Le golpea la sangre, vigorosa, rejuvenecida. Su inacción fue la acción de los espectros, que se espantan ante el Guillermo Brown dispuesto a pelear. Eliza se sienta a sus pies. No habla. Contempla ese rostro donde las arrugas se han extendido como una enredadera. Su otrora cabellera de oro es un revoltijo de nieve. Ahora le fascina ver cómo su compañero se metamorfosea nuevamente en león. Brown abre el escritorio, moja la pluma y ofrece sus servicios, "su ardiente deseo de aceptar cualquier servicio a que pudiera ser nombrado para salvar la dignidad del país".

El malicioso Rosas lo admite, pero sin confiarle el mando naval. Recuerda que fue Gobernador delegado de Lavalle y que había sido apreciado por Rivadavia.

En 1841 rompen Rosas y el general Fructuoso Rivera —vencedor de Oribe en Uruguay y aliado de los unitarios—. Rivera exige que los barcos argentinos pasen por el puerto de Higueritas y Rosas, en desquite, le cierra toda navegación por los ríos interiores. El enfrentamiento aumenta su virulencia con rapidez. Rivera declara su propósito de establecer el Corso contra los buques argentinos. Rosas no tiene ahora mejor alternativa que confiar el destino de su armada al "viejo Bruno", como llamaba campechanamente a Brown. Su nombramiento lleva fecha 3 de febrero de 1841—una década antes de Caseros— y es muy lacónico. El Restaurador no está muy feliz con la medida. Para cubrir la sequedad casi irrespetuosa del decreto, el general Mansilla
[7]
, encargado de transmitírselo, añade otra nota cargada de relevantes conceptos y adjetivaciones donde abundan los calificativos de moda: "...al hacerle esta comunicación, lo felicito sinceramente por la distinción conferida a Ud. por S.E. nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, dándole el comando de la Escuadra de la República que, indudablemente, contribuirá eficazmente a la exterminación de la desleal banda unitaria y del asqueroso mulato Fructuoso Rivera". Brown, impaciente por iniciar las acciones, agradece en un tono exaltado. Estima que su patria adoptiva sufre una agresión. Luchará por esa patria abstrayéndose de su Gobierno, como lo reiterará más adelante.

A fines del mismo mes iza su insignia en el bergantín Belgrano. Ha tenido que sortear una dificultad previsible: la detestable imprevisión nacional. Como en 1814, como en 1825, de las glorias navales anteriores sólo quedan los murmullos. Otra vez buscar carpinteros y calafateros, levantar almacenes, reunir municiones, reclutar tripulación, instruir oficiales. Otra vez exigir más buques, más cañones, más aparejos.

Al margen de esta situación de base, Guillermo Brown tiene que afrontar un hecho nuevo. Doloroso. Antiguos discípulos y compañeros combaten para el enemigo. Entre ellos Juan Cóe, a quien Drummond confiara el anillo de esponsales para la malograda Elisa.

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