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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El Código y la Medida (11 page)

El chico cruzó la entrada, y la luz del mediodía brilló breve y tímidamente en el oscuro interior del alcázar.

—Ahora está en la gran antesala —musitó Vertumnus—. Con sus tapices, sus pájaros dorados y sus balaustradas de mármol.

—Háblanos de ello —susurró Evanthe—. Dinos, Vertumnus.

Lord Silvestre cerró los ojos y se llevó la flauta a los labios. Algo sereno, quizás, en un modo más mágico; o algo excitante y ligero…

—¡Vertumnus! ¡Mira! —siseó Diona.

Él abrió los ojos en el momento en que una figura sombría cruzaba el distante patio, como un espectro no bien recibido en un sueño. El hombre se movió de sombra en sombra, cubierto con capa y embozo, agazapado contra los muros. Llegó a las grandes puertas de caoba, alargó la mano hacia la hoja abierta… y la cerró, violenta y súbitamente, para atrancarla a continuación con una daga. Con la misma rapidez con que se había acercado, la figura se alejó a hurtadillas, en tanto que desde el interior del alcázar llegaba el apagado sonido de los frenéticos e inútiles empujones del muchacho contra la puerta atrancada.

Vertumnus se tumbó en la hamaca; sus dedos recorrieron sin propósito la silenciosa flauta.

—Ese… encapuchado —musitó. Con una sonrisa complacida se volvió hacia Evanthe—. ¡Sé quién es! Lo he reconocido por el modo de andar, de moverse.

Rompió a reír, revolvió el cabello de las ninfas y las empujó juguetonamente fuera de la hamaca.

—¡Id en busca de la señora, Evanthe, Diona! ¡Decidle que la danza ha tomado un cariz mucho más interesante de lo previsto!

Mientras las ninfas se alejaban presurosas entre la densa floresta, Vertumnus se incorporó en la hamaca y se sacudió la niebla enredada en los largos mechones verdes. Se metió la flauta en el cinturón y descendió del árbol. Le esperaba un largo viaje, pero era corto comparado con la senda que había recorrido durante seis años.

—¡Boniface! —musitó—. ¡Por todas las estrellas afortunadas y desafortunadas, lord Boniface Crownguard de Foghaven! Algo se trae entre manos. Ahora la música se mueve más deprisa.

* * *

Boniface dio la espalda a la puerta del alcázar, al tiempo que sacudía la cabeza para que desapareciera el extraño zumbido de los oídos. Estaba satisfecho, extremadamente satisfecho. Por el momento, el inquisitivo muchacho estaba encerrado en la torre del castillo.

Había tenido que emplear todos sus conocimientos del terreno y su experiencia de jinete para llegar al castillo antes que Sturm Brightblade. Había desmontado en los oscuros establos y después se había deslizado a hurtadillas por el patio, con el tiempo justo para asegurarse de que estuvieran cerradas todas las puertas de la torre, de manera que cuando el muchacho entrara en ella le fuera imposible salir. En todo el perímetro del piso bajo del milenario alcázar, los accesos estaban atrancados a cal y canto. La vertical caída desde la ventana del piso alto era una garantía en sí misma.

Boniface suspiró y condujo a
Luin
hacia un abrevadero lleno con agua de lluvia, en el que la pequeña yegua bebió con sonoros lametones, de manera que el ruido apagó el golpeteo y los gritos tras las gruesas puertas y el antinatural zumbido de los mosquitos en el aire invernal. No era una tarea agradable el encerrar a muchachitos en torreones. Lo más probable era que Sturm muriese de inanición, e, incluso si por un inesperado golpe de suerte conseguía escapar, llegaría con el retraso suficiente a su cita en el bosque para que su honor quedara…

¿Cómo había sido la frase del Hombre Verde? «Comprometido para siempre.»

Pero tenía que hacerse, se dijo Boniface mientras llevaba a
Luin
hacia los sombríos establos. Tenía que hacerse porque, en su afán por saber lo ocurrido con su padre, Sturm podía llegar a descubrir la verdad acerca del asedio al castillo Brightblade.

Era demasiado joven para comprender esa verdad, o el hecho de que Angriff representara una amenaza para la propia existencia de la Orden.

Boniface recostó la frente en el cálido flanco de la yegua, acosado por los recuerdos. Evocó cómo Angriff Brightblade había regresado de Neraka experimentando visiones que entrañaban un peligro extraordinario para su alma. Al punto, todos habían advertido los cambios sufridos por el hombre; habían reparado en la mejoría experimentada en su manejo de la espada y en que se había vuelto más diestro, más osado y más ingenioso. De algún modo era un poco… inquietante. Al fin y a la postre, Angriff acababa de contraer matrimonio por entonces, y su padre, lord Emelin, había sido acogido en el leño de Huma recientemente, con lo que el castillo Brightblade había quedado al cuidado de su hijo. Por ende, Angriff debería haberse mostrado más… conservador. Boniface se encogió de hombros y se apoyó en el abrevadero.

Angriff había sido un enigma. Siempre. Como aquella Vez en el jardín, a poco de su regreso, mientras los dos paseaban por un estrecho sendero jalonado de flores, Boniface una docena de pasos tras él, y el aire saturado de los cantos de pinzones y gorriones. Boniface había rodeado un plantel de delfinios y había encontrado a su amigo inclinado sobre el sendero mientras rozaba levemente con su mano enguantada los pétalos de una rosa. Fue como si Angriff estuviera… abstraído por un instante, como si la flor tuviera algo que él tratara desesperadamente de recordar o recobrar.

Boniface se quedó allí, contemplando a su amigo sumido en ideas de rara dulzura, bajo la luz del sol de mayo que se filtraba entre las hojas de un roble negro, de manera que todos ellos —caballero, senda y rosa— tenían un extraño matiz verde. No era precisamente un lugar que inspirara malos pensamientos.

Pero Boniface había juzgado, aunque de un modo ocioso y poco más que táctico, que sería el sitio idóneo para una emboscada, si la intención del Mal era encontrarse en un lugar apartado del jardín con un gran espadachín que, por una vez, estaba desprevenido.

Se estremeció y desechó tan horrenda ocurrencia.

Boniface sonrió al recordarlo ahora. Ciertamente, todavía era muy joven aquel día en el jardín.

Sin embargo, sus pensamientos habían tomado otro derrotero, a la rosa que Angriff rodeaba con las manos, y a otras cosas aún más corrientes y vulgares. Pero, de repente, Angriff había sacado la espada y se había levantado con rapidez. Miró hacia un recodo del sendero del jardín, bajo unos arbustos de flores, después giró sobre sus talones y se dirigió a un delicado cenador de hierro forjado que se alzaba en el suave terraplén del centro del jardín. Actuaba de manera agitada, distraída. Se recostó en la puerta ornamentada de la pequeña construcción, como si estuviera afectado por una súbita y extraña enfermedad.

Al advertirlo Boniface llamó a los criados, creyendo que necesitaría ayuda para transportar a Angriff a la enfermería.

Los sirvientes llegaron, jadeantes y sofocados, pero para entonces Angriff estaba sosegado y plenamente alerta. Apartó la mano de Boniface y ordenó a los hombres que registraran el jardín. Regresaron pronto, asegurando a los caballeros que todo estaba en orden.

Entonces Angriff se había vuelto hacia él, con aspecto fatigado.

—Lamento esta desmesurada exhibición, Bonano —dijo, utilizando el diminutivo infantil que Boniface detestaba pero que soportaba a su buen amigo—. Pero, cuando me detuve a admirar esa rosa plateada, de repente percibí un cambio en las… energías del jardín. Es lo que aprendes en Neraka, frente a los rufianes espadachines, cuando tu corazón y la mano de la espada deben aprender a percibir la intención e impulso de tu enemigo.

»
Es lo que he sentido ahora, aquí en el jardín. Y no vi ti nadie excepto a ti. Ni siquiera una ardilla o un perro. —Angriff esbozó una mueca y retiró de la frente el oscuro cabello con gesto fatigado—. Debo de estar más cansado de lo que imaginaba —confesó.

Pasaron horas antes de que Boniface saliera de su estupor el tiempo suficiente para decirle que el «cambio de energías» era el suyo propio.

Mas aún que la insubordinación, más que su comportamiento irrespetuoso en torneos y en los consejos de los grandes, había sido este suceso, recordado y magnificado con el transcurso de los años, lo que determino el futuro de Angriff a manos de Boniface. Y era por lo que los Brightblade tenían que ser borrados de la faz de Krynn para siempre.

Y por lo que, por simple lógica, el chico también tenía que desaparecer.

7

El castillo Di Caela

Sturm se sentó en medio de la penumbra y se frotó el hombro dolorido.

Estaba viviendo una mala fábula, como las que se cuentan para asustar a los niños y alejarlos de ruinas y sótanos en mal estado. Sturm se había aventurado al interior, y alguien —suponía que Vertumnus, a falta de una explicación mejor— había atrancado la puerta tras él. Oyó las pisadas que se alejaban y entonces, por supuesto, la puerta había rehusado abrirse, ya fuera por la fuerza o con maña.

Sturm miró en derredor. Una luz mortecina, procedente de una única ventana en la parte alta de la nave, evitaba que la inmensa antesala estuviera sumida en una oscuridad total. Con todo, el vestíbulo estaba opresivamente lóbrego, con sus paneles de caoba o alguna otra madera oscura, que había perdido el brillo en los seis años de desuso.

El castillo Di Caela había caído ante los campesinos el mismo año del asedio al castillo Brightblade y de la desaparición de lord Angriff. Agion Pathwarden era un fanfarrón, pero un capacitado administrador que había cuidado bien de la propiedad; mas, cuando cayó en la emboscada y halló la muerte en las Alas de Habbakuk, todo cuanto dejó tras él fue una exigua despensa y una corta guarnición de una docena de nombres. La guarnición sufrió el asedio de los campesinos y murió de inanición a últimos de verano del trescientos veintiséis, más o menos en la fecha del duodécimo cumpleaños de Sturm.

—Muertos por inanición —se dijo Sturm con desconsuelo.

Despacio, y un poco dolorido, el muchacho se incorporó y se encaminó hacia las desencajadas puertas dobles del gran comedor. Las mesas de caoba, antaño el orgullo de generaciones de Di Caela y posteriormente de los Brightblade que les sucedieron, yacían rotas y los pedazos esparcidos por la polvorienta estancia.

«Abuelo Emelin nació aquí —pensó Sturm—. Y faltó poco para que padre naciera aquí también, pues cuando abuela estaba en avanzado estado de gestación, el viejo Emelin la llevó al norte, al castillo Brightblade, donde Bayard, su padre…»

El muchacho se sentó en un sillón de respaldo alto y siguió con sus reflexiones, repasando la historia familiar en medio del polvo, las telarañas y los despojos. Tampoco había mucha luz en esta sala, a pesar de la docena de ventanas situadas en lo alto, cerca del techo, y por las que se colaba el viento, que levantaba remolinos de polvo y hacía ondear las raídas cortinas. Un friso de mármol, roto y mutilado por manos campesinas, se extendía sobre la galería que se asomaba al comedor. En el friso, apenas reconocible por el vandalismo y el deterioro, se representaba la historia de Huma en siete escenas esculpidas de la vida del gran héroe solámnico.

Sturm se irguió en el sillón y contempló atentamente el friso. Tenía predilección por las cosas antiguas, lo plasmado en mármol, lo histórico y, después de todo, estas tallas habían pertenecido a la familia casi un milenio. Admiró las volutas de parra, las montañas magníficamente talladas, la terrible semblanza de Takhisis, la Madre de la Noche.

—«Del corazón de la nada —recitó Sturm—, arremolinada en lo incoloro de los colores.»

Entonces se fijó en Huma, cuyo rostro parecía un reflejo del suyo propio.

—¡Por Paladine! —musitó el muchacho—. ¿Mi cara en la cara de Huma?

Fue hacia allí, por encima de maderas astilladas y cascotes, con la mirada prendida en el deteriorado friso.

No. Se había equivocado. La cabeza de Huma había sido mutilada a golpes, sin duda cuando el castillo fue tomado. La engañosa luz le había jugado una mala pasada, eso era todo: un extraño y súbito deslumbramiento.

—Pronto habrá muy poca luz —se dijo—. Tengo que registrar el castillo mientras el sol que entra por las ventanas pueda guiarme por las estancias y permitirme encontrar una salida.

Con un profundo y animoso suspiro, el muchacho remontó la escalinata que conducía a las habitaciones altas del castillo Di Caela.

En las paredes de los pasillos había dispuestas en hileras esculturas y pájaros mecánicos oxidados.

Sturm había oído hablar de los cucos del castillo Di Caela, ya que su tatarabuelo, sir Robert, había coleccionado toda clase de maquinarias que gorjearan y trinaran; ninguna de ellas funcionaba —al menos no como se suponía que debía funcionar—, y todas representaban una molestia y una amenaza para los visitantes. Bisabuela Enid había almacenado todas estas extravagantes invenciones en la Torre de los Gatos, el más pequeño de los dos torreones del castillo, pero sir Robert y sir Galen Pathwarden, un trotamundos amigo de bisabuelo Bayard, habían restaurado la pajarería al completo, devolviéndole todo su irritante esplendor del pasado, con el convencimiento de que los silbidos y campanilleos «arrullarían al pequeño Emelin».

Ahora estaban muertos, todos ellos. Robert se había ahogado cuando su ingenio mecánico de ruedas, de manufactura gnoma, diseñado para dejar obsoleto al caballo, se había precipitado por el puente levadizo al rebosante foso del castillo. Bisabuela Enid había muerto apacible y calladamente a la edad de ciento doce años, tras haber vivido el tiempo suficiente para ver al infante Sturm en su cuna. En cuanto a sir Bayard y sir Galen, nadie lo sabía. Un tiempo antes de que acabara el siglo, cuando ambos hombres tenían el pelo cano y las facultades mentales algo mermadas y eran los felices abuelos de sus respectivas proles, la excéntrica pareja había partido en una nueva empresa, con destino a Karthay, en las regiones más remotas del océano Courrain. Iban acompañados sólo por el hermano de sir Galen, un loco ermitaño que hablaba con los pájaros y los vegetales, y ninguno de los tres había regresado jamás.

Sturm manoseó el pico de latón de uno de los cómicos pájaros. La cabeza de bronce se soltó del cuerpo y se le quedó en la mano, al tiempo que emitía un último y demente gorjeo.

Más valía olvidarse de los Di Caela y sus consortes. Era una rama de la familia que había degenerado hasta rozar la locura. La madre de Sturm lo había puesto en guardia contra esta herencia familiar, exhortando al muchacho a que impusiera en todo momento el lado mejor de su ascendencia Brightblade, o de lo contrario acabaría como todos ellos, encerrándose en torreones y viviendo con gatos y lagartos.

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