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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El castillo de Llyr (18 page)

BOOK: El castillo de Llyr
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Gwydion, que había desenvainado a la llameante Dyrnwyn, había acabado con dos guerreros, que yacían inmóviles sobre las losas. El resto de los centinelas, aterrados ante el fuego de su acero, huyeron a toda velocidad. Gwydion fue rápidamente hacia los compañeros.

—¡Eilonwy está hechizada! —exclamó Taran—. Se me ha escapado.

La mirada de Gwydion se dirigió hacia el otro extremo del salón: unos tapices escarlata acababan de ser echados a un lado, revelando una pequeña estancia. Y allí estaba Eilonwy, con Achren junto a ella.

17. Los hechizos de Caer Colur

Taran sintió que se le helaba el corazón, y su mente volvió a recordar la pesadilla de otro día en que también había quedado paralizado de terror ante Achren. Y viendo a la reina vestida de negro volvió a temblar, igual que si fuera el mismo muchacho asustado que había sido entonces. La reina llevaba el cabello suelto, y trenzas plateadas caían sobre sus hombros; la belleza de sus rasgos no había cambiado, aunque su rostro estaba tan pálido como el de una muerta. En el Castillo Espiral había lucido joyas; ahora sus delgadas manos y sus blancos brazos aparecían desnudos. Pero sus ojos, tan duros como piedras preciosas, parecieron capturar la mirada de Taran haciendo que no pudiera apartar la vista de su rostro.

Gwydion ya iba hacia ella. Taran le siguió, lanzando un grito y con la espada desenvainada. Eilonwy se encogió sobre sí misma, aferrándose al brazo de Achren.

—Soltad vuestras armas —les ordenó Achren—. Mi vida y la de esta muchacha están unidas la una a la otra. ¿Queréis matarme? Si lo hacéis, ella deberá compartir mi muerte.

Al ver la espada negra Achren se puso rígida, pero no hizo ningún gesto de huir. En vez de ello, sus labios se curvaron con la sombra de su sonrisa. Gwydion se detuvo y clavó los ojos en su rostro. Y, lentamente, con las facciones oscurecidas por la ira, guardó a Dyrnwyn en su funda.

—Obedécela —le murmuró a Taran—. Me temo que Achren dice la verdad. Incluso muriendo puede ser mortífera.

—Sabes obrar con sabiduría, Gwydion —dijo Achren en voz baja—. No me has olvidado, y yo tampoco te he olvidado a ti. Y veo también al Ayudante de Porquerizo y a ese estúpido bardo que ya debería llevar mucho tiempo convertido en alimento para los cuervos. Puede que los otros no me conozcan tan bien como vosotros, pero no tardarán en saber quién soy.

—Libera a la princesa Eilonwy de tu hechizo —dijo Gwydion—. Devuélvenosla y podrás marcharte sin que nadie te lo impida.

—El señor Gwydion es generoso —replicó Achren con una sonrisa burlona—. Me ofreces la seguridad cuando eres tú quien corre más peligro… Poner el pie en Caer Colur ya fue toda una imprudencia. Y ahora, cuando más desesperada es tu situación, más osadas se vuelven tus palabras. —Siguió mirándole en silencio—. Lástima que despreciaras la oportunidad de convertirte en mi esposo y gobernar conmigo.

»¿Liberar a la chica? —siguió diciendo Achren—. No, Gwydion. Me servirá tal y como había planeado. Está atada por algo más que mis hechizos. Ya conoces a sus antepasados y sabes que la sangre de las hechiceras fluye por sus venas. Caer Colur lleva mucho tiempo aguardando a su princesa. Ha estado llamándola y seguirá haciéndolo mientras una sola piedra de la fortaleza siga en pie. Este lugar es suyo por derecho de nacimiento; lo único que hago es ayudarla para que reclame su herencia.

—¡La estás obligando a reclamarla! —dijo Taran sin poder contenerse por más tiempo—, Eilonwy no vino a Caer Colur por su propia voluntad, y sólo sigue aquí porque tú la tienes prisionera.

Su desesperación venció a todo sentido de la cautela y Taran dio un par de pasos hacia Eilonwy, que le estaba mirando con curiosidad. Gwydion puso una mano sobre su hombro y le hizo retroceder.

—¿Crees realmente que no quiere quedarse aquí? —Achren alzó su mano y señaló hacia la alcoba, en la que había un viejo cofre casi tan grande como la misma Eilonwy—. Le he mostrado lo que contiene —dijo—. Todos los objetos mágicos que han estado esperándola… Un poder como nunca ha conocido se encuentra al alcance de su mano. ¿Vas a pedirle que se olvide de él? Deja que sea ella misma quien te responda.

Y al oír las palabras de Achren, Eilonwy irguió la cabeza. Sus labios se movieron pero no dijo nada. Empezó a juguetear con la cadenilla de plata que colgaba alrededor de su cuello.

—Escúchame, princesa —se apresuró a decirle Achren en voz baja—. Serían capaces de privarte de tu herencia, de los hechizos que te pertenecen por derecho de nacimiento.

—Soy una princesa de Llyr —dijo fríamente Eilonwy—. Quiero lo que es mío.

¿Quiénes son estos hombres que pretenden arrebatármelo? Veo al que me asustó cuando dormía en mi habitación. Un cuidador de cerdos, según él mismo afirmó. Al resto no les conozco.

El desgarrador gemido de Gurgi resonó por todo el Gran Salón.

—¡Sí, sí, nos conoces! ¡Oh, sí! No le digas esas cosas tan horribles a los apenados compañeros. ¡No puedes olvidar! ¡Tienes delante a Gurgi, el humilde y fiel Gurgi! ¡Gurgi espera servir a la sabia princesa, tal y como siempre hizo!

Taran apartó la mirada. El dolor de aquella pobre criatura le entristecía aún más que el suyo. Achren, que estaba observando atentamente a Eilonwy, movió la cabeza en un gesto de satisfacción.

—¿Y su destino? —le preguntó—. ¿Cuál será el destino de quienes pretenden robar la herencia de una princesa?

Eilonwy frunció el ceño. Sus ojos pasaron lentamente de un compañero a otro y acabó volviéndose hacia Achren, de mala gana, como perpleja.

—Serán…, serán castigados.

—Habla con tu voz —protestó Taran, lleno de ira—. ¡Con tus palabras! Pero en lo más hondo de su corazón no desea hacernos ningún daño.

—¿Eso crees? —replicó Achren, cogiendo a Eilonwy por el brazo y señalando hacia Magg, que yacía sobre las losas inmovilizado por la firme presa del bardo—. Princesa, uno de tus leales servidores sigue cautivo de estos intrusos. Haz que sea liberado.

Fflewddur, que estaba sentado a horcajadas sobre los hombros de Magg, apretó con más fuerza el cogote del gran mayordomo. Magg bufó y maldijo mientras que el bardo le sacudía furiosamente.

—¡Tengo prisionera a tu araña amaestrada! —gritó Fflewddur—. Él y yo tenemos una cuenta pendiente que debía haber sido saldada hace mucho tiempo. ¿Quieres que te lo devuelva entero? Pues entonces, deja que la princesa Eilonwy venga con nosotros.

—No necesito hacer tratos contigo —respondió Achren, haciéndole una seña a Eilonwy.

Taran vio que el rostro de la joven había adoptado una expresión hosca y severa; Eilonwy alzó su brazo, con los dedos apuntando hacia adelante.

—¿Cuál de ellos será? —se preguntó Achren—. ¿Esa criatura deforme que osó llamarse sirviente tuyo?

Gurgi alzó la cabeza, perplejo y atemorizado, mientras que Achren le murmuraba algo a Eilonwy en una lengua extraña. Los dedos de la joven se movieron levemente. Los ojos de Gurgi se llenaron de sorpresa e incredulidad. Durante un segundo permaneció inmóvil, boquiabierto, mirando fijamente a la princesa. Los dedos de Eilonwy, que apuntaban al atónito Gurgi, se pusieron rígidos. Y Gurgi se envaró, dejando escapar un grito de dolor, agarrándose la cabeza con las manos.

Achren le miró con un destello de placer en las pupilas. Volvió a susurrarle algo a Eilonwy. Gurgi chilló. Empezó a girar sobre sí mismo, moviendo los brazos igual que si quisiera alejar a unos seres invisibles que le atormentaban. Se arrojó al suelo, aullando, doblándose sobre sí mismo, y empezó a rodar de un lado para otro. Taran y Gwydion corrieron hacia él, pero aquella pobre criatura torturada siguió debatiéndose igual que un animal herido, golpeándoles y manoteando ciegamente en su agonía.

Fflewddur se levantó de un salto.

—¡Basta ya! —gritó—. ¡No le hagas más daño a Gurgi! ¡Tendrás a tu Magg! ¡Llévatelo!

A una orden de Achren, Eilonwy bajó la mano. Gurgi se quedó inmóvil sobre las losas, jadeando. Todo su cuerpo temblaba, sacudido por los sollozos. Alzó su hirsuta cabeza, y Taran vio correr por su rostro unas lágrimas que no nacían tan sólo del sufrimiento que había soportado. Poco a poco, con un gran esfuerzo, Gurgi, agotado, logró ponerse a cuatro patas.

Arrastrándose, Gurgi consiguió avanzar un par de metros. Sus llorosos ojos se volvieron hacia Eilonwy.

—Sabia princesa… —murmuró—. Ella no desea llenar la pobre y tierna cabeza de Gurgi con dolores y sudores. Gurgi lo sabe y la perdona.

Magg, que había quedado libre de la presa del bardo, se levantó a toda velocidad y fue a ponerse junto a Achren. Su encuentro con Fflewddur había dejado al gran mayordomo en un estado lamentable. Sus elegantes ropas estaban llenas de rotos y desgarrones, su cabellera, empapada de sudor, le medio tapaba a frente y la cadena de plata propia de su rango tenía unos cuantos eslabones abollados. Pese a ello, y por el hecho de estar cerca de Achren, Magg se cruzó de brazos e irguió la cabeza en un gesto altivo; sus ojos estaban llenos de rabia y odio, y Taran estuvo seguro de que si Achren le hubiera concedido tal poder, una simple mirada de Magg habría bastado para que Fflewddur se retorciera presa de unos tormentos aún peores que los de Gurgi.

—Pagarás muy caro esto, arpista —gruñó Magg—. Me alegra no haber hecho que te azotaran y te echasen del castillo nada más verte; pues ahora eso me permitirá colgarte con las mismas cuerdas de tu arpa de la torre más alta del castillo de Rhuddlum. Y te lo aseguro que eso es lo que haré apenas sea señor de Dinas Rhydnant.

—¡Señor de Dinas Rhydnant! —exclamó Fflewddur—. Ni siquiera mereces llevar la insignia de mayordomo.

—¡Tiembla, arpista! —se burló Magg—. Dinas Rhydnant me pertenece. Achren me lo ha prometido, igual que me ha prometido todo el reino. ¡Seré rey! ¡Magg, el rey, Magg el magnífico!

—¡Serás Magg, el rey de los gusanos!
[1]
—le contestó el bardo—. Así que Achren te ha prometido un reino, ¿en? ¡No te mereces ni una despensa!

—Las promesas de Achren son falsas —exclamó Taran—. ¡Ya tendrás ocasión de saberlo y lamentarlo, Magg!

La reina vestida de negro sonrió.

—Achren sabe cómo recompensar a quienes la sirven, al igual que sabe cómo castigar a quienes la desafíen. No habrá reino tan poderoso como el de Magg, y la gloria de Caer Colur será más grande que nunca. Su Gran Salón volverá a ser el centro de poder que domine a todo Prydain. Hasta el mismísimo Señor de Annuvin se arrodillará ante mí rindiéndome homenaje. —La voz de Achren se había convertido en un murmullo; un fuego helado parecía arder sobre sus pálidos rasgos. Sus ojos ya no veían a los compañeros, sino algo que estaba mucho más lejos que ellos—. Arawn de Annuvin temblará y suplicará clemencia. Pero su trono será hecho añicos. Yo, Achren, le enseñé los secretos del poder. Me traicionó, y ahora sufrirá mi venganza. Yo goberné Prydain antes que él, y nadie osó poner en duda mi derecho a hacerlo. Todo volverá a ser como antes. Para siempre…

—Cierto, las leyendas hablan de aquellos tiempos en que gobernaste —le dijo secamente Gwydion—, y de cómo buscaste maneras para dominar las mentes y los corazones. Atormentaste a quienes no quisieron adorarte; y aquellos que se doblegaron ante ti conocieron una vida no mucho mejor que la lenta agonía del tormento. Y también sé que exigías sacrificios humanos y que te alegraba oír los gritos de tus víctimas. No, Achren, eso no volverá a suceder. ¿Crees que esta muchacha te permitirá volver a esos tiempos?

—Me obedecerá —replicó Achren—, me obedecerá de una forma tan cierta como si tuviera su corazón latiendo en la palma de mi mano.

Los ojos de Gwydion llamearon.

—Hablas en vano, Achren. Tus palabras no pueden engañarme. ¿Pretendes gobernar mediante la princesa Eilonwy? Los hechizos de Eilonwy siguen durmiendo y no tienes forma alguna de hacer que despierten.

El rostro de Achren se puso lívido y dio un paso hacia atrás, igual que si la hubiera golpeado.

—No sabes de qué estás hablando.

—¡Oh, claro que sí lo sabe! —gritó Rhun, que había estado escuchando sus palabras con una expresión de asombro en el rostro—. ¡El libro! ¡La luz dorada! ¡Están en nuestro poder y nunca te los entregaremos! —exclamó con voz de triunfo, encarándose con Achren.

18. El Pelydryn de Oro

—¡Príncipe Rhun, silencio!

El aviso de Taran llegaba demasiado tarde. Rhun, que ya había comprendido su error, se llevó una mano a los labios; su redondo rostro se llenó de preocupación y miró a su alrededor, aturdido. Gwydion guardaba silencio, sus rasgos curtidos por la intemperie, pálidos y tensos; pero la mirada que le lanzó al infeliz príncipe de Mona no estaba cargada de reproche, sino de pena. Los hombros del príncipe Rhun se fueron encorvando; agachó la cabeza y dio media vuelta, clavando los ojos en el suelo.

Antes de que a Rhun se le escaparan aquellas palabras y mientras Gwydion había estado hablando, Taran percibió cierto temor en el rostro de Achren. Pero ese temor se había desvanecido y los labios de la reina se curvaron en una leve sonrisa.

—¿Creéis que deseo ocultaros la verdad, mi señor Gwydion? —le dijo—. Ya sabía que el libro de los hechizos no se encontraba en Caer Colur y he estado buscándolo durante mucho tiempo. El Pelydryn de Oro fue escondido en un lugar seguro, o quizá fue la princesa quien lo perdió, no lo sé… Cierto, lo único que necesito para llevar a cabo mis planes es tener ese par de objetos. Os ruego que aceptéis mi agradecimiento —siguió diciendo Achren—. Me habéis ahorrado una tediosa labor de búsqueda. Creo que lo mejor es que os ahorréis una considerable cantidad de dolor poniendo en mis manos esos dos objetos… ¡Ahora mismo! —ordenó secamente—. Entregádmelos.

—El príncipe de Mona ha dicho la verdad —replicó Gwydion con voz firme, escogiendo lenta y cuidadosamente sus palabras—. Hemos encontrado el libro de hechizos y la luz que puede revelarlos. Pero el resto de lo que ha dicho también es verdad: nunca los tendrás.

—Ah, ¿no? —dijo Achren—. Pero si lo único que debo hacer es alargar la mano y cogerlos.

—No los llevamos encima —respondió Gwydion—. Están bien escondidos y en un lugar al que no podrás llegar.

—Eso también puede arreglarse con facilidad —dijo Achren—. Hay formas de aflojar la lengua y hacer que hasta los secretos más profundos acaben siendo proclamados a gritos. —Miró al príncipe Rhun—. El príncipe de Mona ha hablado sin necesidad de que yo se lo pidiera. Ya volverá a hacerlo.

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