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Authors: C.S. Lewis

El caballo y su niño (13 page)

BOOK: El caballo y su niño
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Pero no por mucho tiempo. Aunque Tashbaan parecía muy lejana cuando la vieron por primera vez, se negaba a verse más lejana a medida que ellos se distanciaban. Shasta desistió de mirar hacia atrás, pues esto solamente lo hacía pensar que no avanzaban en absoluto. Luego la luz se convirtió en un fastidio. El resplandor de la arena le hacía doler los ojos; pero sabía que no debía cerrarlos. Debía entrecerrarlos y continuar mirando adelante, al Monte Pire, dando órdenes a voz en grito. Después empezó el calor. Lo notó por primera vez cuando tuvo que desmontar y caminar: cuando se deslizaba de la montura a la arena, el calor de ésta le golpeó la cara como si hubiera abierto la puerta de un horno. La vez siguiente fue peor. Pero la tercera vez, cuando sus pies desnudos tocaron la arena, gritó de dolor y, en un decir amén, volvió a colocar un pie en el estribo y el otro a medias sobre el lomo de Bri.

—Perdón, Bri —jadeó—. No puedo andar. Me quema los pies.

—Por supuesto —resolló Bri—. Debí haberlo pensado. Quédate. No se puede evitar.

—Tú no tienes problemas —dijo Shasta a Aravis que caminaba al lado de Juin—. Tú tienes los zapatos puestos.

Aravis no dijo nada y pareció disgustada. Esperemos que no quiso demostrarlo, pero lo hizo.

Y siguieron otra vez, trote y caminata y trote, tin-tin-tintin-tintin, scuic-scuic-scuic, olor a caballo acalorado, olor al calor de uno mismo, resplandor enceguecedor, dolor de cabeza. Y nada cambiaba por kilómetros y kilómetros. Tashbaan aún no se veía más alejada. Las montañas no se veían más cercanas. Te parecía que todo había sido así siempre: tintin-tintin-tintin, scuic-scuic-scuic, olor a caballo acalorado, olor a uno mismo acalorado.

Claro que uno ensaya toda suerte de juegos consigo mismo para tratar de hacer que el tiempo pase; y por supuesto, ninguno de esos juegos sirve para nada. Y uno trata con todas sus fuerzas de no pensar en bebidas... sorbetes helados en un palacio de Tashbaan, clara agua de vertiente retintineando con un oscuro sonido a tierra, leche fría y suave con la cantidad justa de crema y no demasiado cremosa... y mientras más fuerte tratas de no pensar, más piensas.

Finalmente, algo diferente: una mole de roca que sobresalía de la arena de unos cincuenta metros de largo por un metro de altura. No daba mucha sombra, porque el sol estaba ya muy alto, pero en fin, era mejor que nada. En esa sombra se cobijaron todos. Allí comieron algo y bebieron un poco de agua. No es fácil hacer que un caballo beba de un odre, pero Bri y Juin eran diestros con sus hocicos. Nadie comió ni bebió lo suficiente. Nadie hablaba. Los caballos estaban salpicados de espuma y su respiración era ruidosa. Los niños estaban pálidos.

Luego de un breve descanso, continuaron su marcha. Los mismos ruidos, los mismos olores, el mismo resplandor, hasta que por fin sus sombras empezaron a caer a su derecha, y luego se fueron alargando y alargando hasta que parecieron extenderse hacia el confín oriental del mundo. Muy lentamente el sol se fue acercando al horizonte occidental. Y por fin bajó y, gracias a Dios, el despiadado resplandor desapareció, aunque el calor que salía de la arena era tan fuerte como antes. Cuatro pares de ojos miraban ansiosamente buscando alguna señal del valle que Sálopa, el cuervo, había descrito. Pero, a kilómetros de distancia, no se veía más que la arena uniforme. Y ya el día se acababa, definitivamente, y ya habían salido la mayoría de las estrellas, y todavía los caballos marchaban con gran estrépito y los niños se elevaban y se hundían en sus sillas, sintiéndose muy desgraciados por la sed y el cansancio. Y no fue hasta que se puso la luna que Shasta, con esa voz extraña como un ladrido del que tiene la boca absolutamente seca, gritó:

—¡Ahí es!

No cabía error ahora. Adelante, y un poco hacia la derecha, había por fin una pendiente: una pendiente que bajaba, con montículos de roca a cada lado. Los caballos estaban demasiado cansados para hablar, pero se fueron saltando hacia la pendiente y en menos de un minuto se adentraban en el barranco. Al principio fue peor que en pleno desierto, porque aquí había una gran falta de aire entre las murallas rocosas y llegaba menos luz de luna. La ladera seguía bajando en forma abrupta y las rocas a ambos lados alcanzaban la altura de un acantilado. Más adelante, comenzaron a encontrarse con vegetación; plantas llenas de espinas, parecidas a los cactos, y un pasto áspero, de ese que te podría pinchar los dedos. Pronto los cascos de los caballos pisaban guijarros y piedras en lugar de arena. En cada recodo del valle, y tenía muchos recodos, sus ojos buscaban agua con ansiedad. Los caballos estaban ya casi al borde de su resistencia, y Juin, tropezando y resollando, se iba quedando detrás de Bri. Casi habían perdido la esperanza cuando finalmente llegaron a un pequeño barrial y a un diminuto goteo de agua en medio de un pasto más suave. Y el goteo se transformó en un arroyuelo y el arroyuelo en riachuelo cercado de arbustos, y el riachuelo se convirtió en un río y (después de desilusiones que apenas puedo describir) llegó un momento en que Shasta, que había estado en una especie de sopor, se dio cuenta súbitamente de que Bri se había detenido y de que él se estaba resbalando. Ante ellos había una pequeña catarata que vertía en una ancha laguna y los dos caballos ya estaban dentro de la laguna con sus cabezas inclinadas, y bebían, bebían, bebían. “¡O-o-oh!”, exclamó Shasta y se zambulló en el agua, que le llegaba casi a las rodillas, y colocó su cabeza justo en medio de la catarata. Fue tal vez el momento más delicioso de su vida.

Unos diez minutos más tarde los cuatro (los dos niños mojados de arriba abajo) salieron y se pusieron a examinar los alrededores. La luna estaba ya suficientemente alta para asomarse al valle. El pasto era suave a ambos lados del río, y tras el pasto, árboles y arbustos subían hasta los pies de los acantilados. Debía haber maravillosos arbustos en flor ocultos en esa sombría maleza, porque todo el claro estaba impregnado de los aromas más frescos y deliciosos. Y del oscuro escondrijo en medio de los árboles, llegaba un sonido que Shasta jamás había escuchado antes: un ruiseñor.

Todos estaban demasiado agotados para hablar o comer. Los caballos, sin esperar que los desensillaran, se echaron de inmediato. Lo mismo hicieron Aravis y Shasta.

Cerca de diez minutos más tarde, la prudente Juin dijo:

—Pero no debemos dormirnos. Tenemos que adelantarnos a ese Rabadash.

—No —dijo Bri muy lentamente—. No hay que dormir. Sólo un descansito.

Shasta comprendió (por un momento) que todos se quedarían dormidos si él no se levantaba y hacía algo, y pensó que debería hacerlo. En realidad, decidió que se levantaría y los persuadiría para que continuaran. Pero ahora no; todavía no...

Muy poco después alumbró la luna y el ruiseñor cantó sobre dos caballos y dos niños humanos profundamente dormidos.

Fue Aravis quien despertó primero. El sol ya estaba alto en los cielos y habían desperdiciado las horas frescas de la mañana.

—Es culpa mía —se dijo furiosa, levantándose y empezando a despertar a los demás—. Uno no debe esperar que los caballos se mantengan despiertos después de una jornada como ésta, aun cuando
puedan
hablar. Y, por supuesto, ese niño tampoco; no tiene una preparación decente. Pero
yo
debería haberlo sabido bien.

Los otros se sentían aturdidos y estúpidos con la pesadez del sueño.

—¡Ay! ¡Bruhú! —se quejó Bri—. He dormido ensillado, ¿eh? No lo volveré a hacer nunca más. Es muy incómodo...

—Oh, vamos, vamos —urgió Aravis—. Ya hemos perdido media mañana. Apenas nos queda tiempo.

—Un tipo tiene que comer un bocado de pasto —dijo Bri.

—Me temo que no podemos esperar —repuso Aravis.

—¿Por qué tanta prisa? —preguntó Bri—. Hemos cruzado el desierto, ¿no es así?

—Pero todavía no estamos en Archenland —replicó Aravis—. Y tenemos que llegar allí antes que Rabadash.

—Oh, debemos estar a kilómetros más adelante que él —insistió Bri—. ¿No hemos venido por un camino más corto? ¿No dijo ese cuervo amigo tuyo, Shasta, que éste era un atajo?

—El no dijo nada de que fuera
más corto
—respondió Shasta—. El sólo dijo
mejor,
porque llegabas a un río por aquí. Si el oasis está al norte de Tashbaan, entonces me temo que éste debe ser más largo.

—Bueno, pero yo no puedo continuar sin tomar un bocadillo —dijo Bri—. Sácame las riendas, Shasta.

—P-por favor —dijo Juin, tímidamente—. Yo también siento que no puedo seguir, igual que Bri. Pero cuando los caballos llevan a humanos (con lanzas y esas cosas) sobre sus lomos, ¿no es cierto que son obligados a seguir aun cuando se sienten así? Y entonces descubren que pueden continuar. Q-q-quiero decir, ¿no deberíamos nosotros ser capaces de hacer mucho más todavía, ahora que somos libres? Es por Narnia.

—Creo, señora —dijo Bri, en tono muy contundente—, que yo sé un poco más que tú de campañas y marchas forzadas y de lo que un caballo puede aguantar.

Juin no contestó a esto por ser, como la mayor parte de las yeguas de buena raza, una persona muy tímida y apacible a la que era muy fácil dominar. En realidad, ella tenía toda la razón y si Bri hubiese tenido sobre su lomo a un Tarkaan en ese momento, habría comprobado que aún podía seguir caminando duro por muchas horas. Pero uno de los peores resultados de ser esclavo y ser forzado a hacer las cosas, es que cuando no hay quien te fuerce, comprendes que has casi perdido el poder de forzarte a ti mismo.

Así fue como tuvieron que esperar mientras Bri comía su bocadillo y tomaba un trago de agua, y, por supuesto, Juin y los niños comieron su bocadillo y bebieron también. Deben haber sido casi las once de la mañana cuando finalmente lograron ponerse otra vez en camino. Y aun entonces Bri se tomó las cosas con más calma que ayer. Fue realmente Juin, a pesar de que era la más débil y la que estaba más cansada de los dos, la que marcó el paso.

El valle, con su frío río color café, y su pasto y musgo y flores silvestres y rododendros, era un lugar tan agradable que te incitaba a ir despacio.

El ermitaño de la Frontera Sur

Habían cabalgado durante varias horas cuando el valle se abrió y pudieron observar lo que había más adelante. El río que venían siguiendo se unía aquí a uno más grande, ancho y turbulento, que fluía de izquierda a derecha hacia el este. Más allá de este nuevo río, una preciosa campiña subía apacible por bajas colinas, sierra tras sierra, hasta las mismas Montañas del Norte. A la derecha, algunos picachos rocosos, un par de ellos tapados de nieve hasta los bordes. A la izquierda, laderas revestidas de pinos, ceñudos acantilados, estrechas quebradas, y azuladas cumbres se extendían hasta donde tus ojos alcanzaban a ver. Ya no se divisaba el Monte Pire. Frente a ellos la cadena montañosa se hundía en un boscoso collado que, sin duda, debía ser el paso de Archenland a Narnia.

—¡Bruhuhuhú, el Norte, el verde Norte! —relinchó Bri.

Y, desde luego, las colinas más bajas eran más verdes y frescas que todo lo que Aravis y Shasta, con sus ojos sureños, podrían haber imaginado. Se sintieron más animados al ir bajando estrepitosamente hasta la confluencia de los dos ríos.

El río, que corría hacia el este fluyendo desde las montañas más altas al oeste de la cordillera, era claramente demasiado veloz y demasiado quebrado por rápidos para que ellos pudieran pensar en cruzarlo a nado; pero buscando de arriba abajo por la orilla, dieron con un lugar lo suficientemente poco profundo por donde vadearlo. El estruendoso bramido del agua, el gran torbellino golpeando contra los espolones de los caballos, el aire fresco y revuelto y las fugaces libélulas, llenaban a Shasta de una extraña emoción.

—¡Amigos, hemos llegado a Archenland! —exclamó Bri con orgullo, mientras salía por la ribera norte, salpicando agua y sacudiéndose—. Creo que ese río que acabamos de atravesar es el que llaman Flecha Sinuosa.

—Espero que hayamos llegado a tiempo —murmuró Juin.

Empezaron a ascender, lentamente y zigzagueando muchísimo, por los cerros escarpados. La comarca semejaba un parque abierto sin caminos ni casas a la vista. Desparramados aquí y allá había árboles, nunca tan tupidos como para llamar aquello un bosque. Shasta, que había vivido toda su vida en una pradera casi sin árboles, pensó que jamás había visto tantos y de tan diversas clases. Si tú hubieses estado ahí, probablemente sabrías (él no sabía) que lo que veía eran robles, hayas, plateados abedules, serbales y fragantes castaños. Los conejos se escabullían para cualquier lado a medida que ellos avanzaban, y de pronto vieron una manada entera de gamos que huía entre los árboles.

—¡Esto es simplemente glorioso! —exclamó Aravis.

Al llegar a la primera cima, Shasta se volvió en la montura para mirar hacia atrás. No se veían rastros de Tashbaan; el desierto, ininterrumpido salvo por la estrecha y verde hendedura por la que ellos habían pasado, se extendía hasta el horizonte.

—¡Oigan! —dijo de súbito—. ¿Qué es eso?

—¿Qué es qué? —preguntó Bri, dándose vuelta. Juin y Aravis hicieron lo mismo.

—Eso —dijo Shasta, señalando—. Parece humo. ¿Será un incendio?

—Tormenta de arena, diría yo —repuso Bri. —No hay tanto viento para eso —opinó Aravis.

—¡Oh! —exclamó Juin—. ¡Miren! Hay unas cosas que relampaguean ahí. ¡Miren! Son yelmos... y armaduras. Y se mueven: se mueven hacia acá.

—¡Por Tash! —exclamó Aravis—. Es el ejército. Es Rabadash.

—Claro que es él —dijo Juin—. Justo lo que yo me temía. ¡Rápido! Tenemos que llegar a Anvard antes que él.

Y sin más palabras, se puso bruscamente en movimiento y partió galopando hacia el norte. Bri sacudió la cabeza e hizo lo mismo.

—Vamos,
Bri, vamos —gritó Aravis por encima de su hombro.

La carrera fue muy dura para los caballos. Apenas alcanzaban una cumbre, se encontraban ante otro valle y otra loma más atrás; y aunque sabían que iban más o menos en la dirección correcta, nadie sabía a qué distancia estaban de Anvard. Desde lo alto de la segunda cima, Shasta volvió a mirar hacia atrás. En vez de una nube de polvo allá lejos en el desierto, ahora vio una negra masa que se movía, como hormigas, en la otra ribera del Flecha Sinuosa. Era indudable que buscaban un vado.

—¡Están en el río! —gritó frenético.

—¡Rápido! ¡Rápido! —decía Aravis a gritos—. No servirá de nada haber venido si no llegamos a Anvard a tiempo. Galopa, Bri, galopa. Acuérdate de que eres un caballo de guerra.

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