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Authors: C.S. Lewis

El caballo y su niño (5 page)

—¿Y qué le pasó a la niña..., a la que drogaste? —preguntó Shasta.

—No hay duda de que debe haber sido golpeada por quedarse dormida —dijo Aravis tranquilamente—. Pero era instrumento y espía de mi madrastra. Me alegro mucho de que le hayan pegado.

—Mira, eso no es nada de justo —dijo Shasta.

—No hice ninguna de estas cosas para complacerte a
ti
—replicó Aravis.

—Y hay otra cosa más que no entiendo en tu historia —prosiguió Shasta—. Tú no eres adulta; no creo que seas mayor que yo. No creo que ni siquiera tengas mi edad. ¿Cómo podrías casarte tan joven?

Aravis no dijo nada, pero Bri dijo de inmediato:

—Shasta, no luzcas tu ignorancia. Siempre se casan a esa edad en las grandes familias Tarkaan.

Shasta se puso colorado (aunque apenas había suficiente luz como para que los demás lo vieran) y se sintió ofendido. Aravis le pidió a Bri que contara su historia. Bri la contó, y Shasta pensó que había puesto mucho más énfasis que el necesario respecto a las caídas y lo mal que él montaba. Obviamente Bri creía que esto era muy cómico, pero Aravis no se rió. Una vez que Bri terminó, se fueron todos a dormir.

Al día siguiente los cuatro, dos caballos y dos humanos, continuaron su viaje juntos. Shasta pensaba que había sido mucho más agradable cuando él y Bri estaban solos, porque ahora Bri y Aravis hacían casi toda la conversación. Bri había vivido largo tiempo en Calormen y había estado siempre entre Tarkaanes y caballos de los Tarkaanes, así es que por supuesto conocía la misma gente y los mismos lugares que conocía Aravis. Ella todo el tiempo decía cosas como “Pero si estuviste en la batalla de Zulindreh tienes que haber visto a mi primo Alimash”, y Bri respondía “Ah, sí, Alimash, era sólo capitán de los carros de guerra, tú sabes. Yo no apruebo demasiado los carros ni la clase de caballos que tiran los carros. Eso no es verdadera caballería. Pero él es un aristócrata respetable. Llenó de azúcar mi morral después de la toma de Teebeth”. O si no Bri decía “Yo estaba en el lago de Mezreel ese verano”, y Aravis decía “¡Oh, Mezreel! Tenía una amiga ahí, Lasaralín Tarkeena. Qué lugar tan encantador. ¡Esos jardines, y el Valle de los Mil Perfumes!” Bri no pretendía por ningún motivo dejar a Shasta fuera de la conversación, aunque Shasta muchas veces pensó que sí. La gente que tiene muchas cosas en común no puede evitar hablar de ellas, y si tú estás allí casi no puedes evitar sentir que estás de más.

La yegua Juin se sentía más bien tímida delante de un gran caballo de guerra como Bri y hablaba muy poco, Y Aravis nunca dirigía a Shasta ni una palabra si podía evitarlo.

Muy pronto, sin embargo, tuvieron cosas mucho más importantes en qué pensar. Se aproximaban a Tashbaan. Había más pueblos, cada vez más grandes, y más gente en los caminos. Ahora hacían casi todo el viaje de noche y se ocultaban lo mejor que podían durante el día. Y en cada paradilla discutían y discutían acerca de lo que harían cuando llegaran a Tashbaan. Todos habían estado soslayando esta dificultad, pero ahora no se podía ignorarla por más tiempo. Durante estas discusiones Aravis se puso un poco, un poquito, más amistosa con Shasta; uno, por lo general, se lleva mejor con la gente cuando se trata de hacer planes que cuando se conversa de nada en particular.

Bri dijo que lo primero que tenían que hacer era fijar un lugar donde se comprometieran a encontrarse a la salida de Tashbaan si, por alguna mala suerte, se separaran al cruzar la ciudad. Dijo que el mejor sitio eran las Tumbas de los Antiguos Reyes al borde mismo del desierto.

—Son unas cosas parecidas a enormes colmenas de piedra —dijo—, es imposible que no las vean. Y lo bueno es que ninguno de los habitantes de Calormen se le acerca porque ellos creen que en el lugar se aparecen demonios necrófagos
[1]
y les tienen miedo.

Aravis preguntó si no se aparecían realmente demonios necrófagos. Pero Bri dijo que él era un caballo narniano libre y no creía en las patrañas que cuentan en Calormen. Y entonces Shasta dijo que él tampoco era un calormene y que le importaban un rábano esas viejas historias de demonios. Lo que no era demasiado cierto. Pero impresionó machísimo a Aravis (aunque en ese momento también la molestó) y, por supuesto, dijo que a ella no le importaba tampoco que hubiera cualquiera cantidad de demonios necrófagos. De modo que se acordó que las Tumbas serían su lugar de reunión al otro lado de Tashbaan, y todos pensaron que habían logrado un gran progreso hasta que Juin, humildemente, señaló que el problema verdadero no era dónde irían al salir de Tashbaan sino cómo conseguirían atravesarla.

—Eso lo arreglaremos mañana, señora —dijo Bri—. Es hora de echar un sueñecito.

Pero no era nada fácil de arreglar. Lo primero que sugirió Aravis fue que deberían cruzar a nado el río por debajo de la ciudad durante la noche y sencillamente no entrar a Tashbaan. Pero Bri tenía dos argumentos en contra. Uno era que la desembocadura del río era muy ancha y que sería una travesía demasiado larga para Juin, sobre todo con un jinete en su lomo. (Pensó que también sería demasiado larga para él, pero esto casi no lo mencionó.) El otro argumento era que podía estar lleno de barcos y que, por supuesto, cualquiera en la cubierta de un buque que viera dos caballos pasar nadando sin duda sentiría una gran curiosidad.

Shasta opinaba que debían remontar el río más arriba de Tashbaan y cruzarlo en su parte más angosta. Pero Bri le explicó que allí había jardines y quintas de agrado en ambas riberas del río a lo largo de varios kilómetros, y que podrían estar habitadas por Tarkaanes y Tarkeenas que irían a cabalgar por los caminos o bien a organizar fiestas acuáticas en el río. Realmente era el lugar más apropiado del mundo para encontrarse con alguien que pudiera reconocer a Aravis o incluso a él.

—Podríamos disfrazarnos —dijo Shasta.

Juin dijo que a ella le parecía que lo más seguro era atravesar la ciudad en línea recta de puerta a puerta, pues es menos probable llamar la atención en medio de la multitud. Pero también aprobó la idea de disfrazarse.

—Los dos humanos —dijo— deberán vestirse con harapos y fingir ser campesinos o esclavos. Haremos un bulto con la armadura de Aravis y las sillas y arreos, y lo colocaremos a nuestras grupas, y los niños pretenderán que nos conducen y la gente nos tomará por simples caballos de carga.

—¡Mi querida Juin! —exclamó Aravis, desdeñosamente—. ¡Cómo si alguien pudiese confundir a Bri con cualquiera otra cosa que no sea un caballo de guerra, por muy disfrazado que vaya!

—En realidad, creo que no es posible —dijo Bri con un bufido y echando sus orejas un poquito atrás.

—Ya sé que no es un plan
muy
bueno —dijo Juin— Pero pienso que es nuestra única oportunidad. Y hace siglos que no nos escobillan y no parecemos nosotros mismos (al menos yo, no). Estoy convencida de que si nos embarramos bien y caminamos con la cabeza gacha, con aspecto cansado y perezoso, y sin levantar siquiera los cascos, podríamos pasar inadvertidos. Y habría que cortar un poco nuestras colas; sin esmero, ya sabes, sino bien disparejo.

—Mi estimada señora —dijo Bri—. ¿Te has hecho una idea de lo desagradable que sería llegar a Narnia en
esas
condiciones?

—Bueno —dijo Juin humildemente (era una yegua muy sensible)—, lo principal es llegar a Narnia.

Aunque a nadie le gustaba mucho, al final tuvieron que adoptar el plan de Juin. Era un plan fastidioso e involucraba en cierta medida lo que Shasta llamaba robar y que Bri llamaba “hacer una incursión”. Una finca perdió unos pocos sacos esa tarde y otra un rollo de cuerdas a la tarde siguiente; pero el andrajoso vestido de niño que debía usar Aravis hubo que comprarlo honradamente y pagarlo en uno de los pueblos. Shasta volvió con ellos triunfalmente al caer la tarde. Los demás lo esperaban en medio de los árboles al pie de una cadena de boscosos cerros bajos que se erguía justo al otro lado del camino que seguían. Todos se sentían muy emocionados pues ésta era la última colina; cuando llegaran a la cumbre podrían ver Tashbaan abajo.

—Quisiera que ya la hubiésemos pasado sin problemas —murmuró Shasta a Juin.

—Oh, yo también, yo también —exclamó Juin, fervorosamente.

Esa noche subieron zigzagueando a través de los bosques hasta la cima, siguiendo la senda de los leñadores y cuando salieron de los bosques en la cumbre, pudieron ver miles de luces en el valle a sus pies. Shasta, que no tenía la más mínima idea de cómo sería una gran ciudad, se asustó. Comieron su cena y los niños durmieron un poco. Pero los caballos los despertaron muy temprano en la mañana.

Aún había estrellas y el pasto estaba terriblemente frío y mojado, pero ya empezaba a amanecer al otro lado del mar, más hacia la derecha. Aravis se alejó unos pasos dentro del bosque y regresó luciendo muy rara con sus nuevos vestidos andrajosos y llevando los suyos en un atado. Estos, junto con su armadura y escudo y cimitarra y las dos monturas y el resto de los elegantes arreos de los caballos, fueron colocados dentro de los sacos. Bri y Juin habían logrado ensuciarse y empaparse lo más posible y sólo faltaba cortarles las colas. Como el único instrumento que tenían para hacerlo era la cimitarra de Aravis, hubo que deshacer uno de los paquetes para sacarla. Fue un trabajo bastante largo y casi hirieron a los caballos.

—¡Les juro —exclamó Bri— que si no fuera yo un caballo que habla, qué linda patada les habría dado en plena cara! Pensé que iban a cortarla, no a sacarla a tirones, que fue lo que yo sentí.

Pero a pesar de la semioscuridad y los dedos helados, finalmente todo se hizo: los enormes atados amarrados a los caballos, los cabestros de cuerda (que usaban ahora en lugar de bridas y riendas) en manos de los niños, y comenzó el viaje.

—Recuerden —dijo Bri—. Permanezcamos juntos mientras podamos. Si no, encontrémonos en las Tumbas de los Antiguos Reyes, y el que llegue primero debe esperar a los demás.

—Y recuerden —agregó Shasta—: ustedes los caballos sean prudentes y no se pongan a hablar, pase lo que pase.

Shasta se encuentra con los Narnianos

Al principio lo único que podía ver Shasta abajo en el valle era un mar de bruma de donde surgían algunas cúpulas y torreones; pero a medida que aumentaba la claridad y se despejaba la niebla, pudo ir viendo más y más. El ancho río se dividía en dos corrientes y en la isla formada en medio de ellas se erguía la ciudad de Tashbaan, una de las maravillas del mundo. Alrededor del borde mismo de la isla, de manera que el agua lamía la piedra, se alzaban altas murallas reforzadas con tal cantidad de torres que pronto desistió de contarlas. Dentro de las murallas, la isla se levantaba como una colina y toda aquella colina, hasta el palacio del Tisroc y el inmenso templo de Tash en la cima, estaba completamente cubierta de edificios, terraza sobre terraza, calle sobre calle, y de zigzagueantes caminos o enormes tramos de escalera, rodeados de naranjos y limoneros, azoteas llenas de flores, balcones, anchos arcos, columnatas de pilares, capiteles, almenas, minaretes, torreones. Y cuando por fin el sol salió del mar y la gran cúpula plateada del templo reflejó su luz, quedó casi deslumbrado.

—Sigue, Shasta —decía continuamente Bri.

A cada lado del valle las orillas del río eran tal masa de jardines que al principio parecían verdaderas selvas, hasta que te acercabas más y veías los blancos muros de innumerables casas asomándose por debajo de los árboles. Poco después Shasta sintió un delicioso olor a flores y frutas. Unos quince minutos más tarde se encontraban en medio de ellas, caminando despacio por un camino liso con blancos muros a cada lado y árboles que se inclinaban por encima de las murallas.

—Caramba —dijo Shasta, en tono respetuoso—. ¡Este es un sitio maravilloso!

—Puede ser —dijo Bri—. Pero me gustaría que ya estuviésemos a salvo al otro lado. ¡Narnia y el Norte!

En ese momento comenzó a sentirse un ruido bajo y vibrante que se hacía gradualmente más y más fuerte hasta que pareció que todo el valle se estremecía. Era un sonido musical, pero tan intenso y solemne que llegaba a ser un poquito aterrador.

—Es el sonar de los cuernos anunciando que se abren las puertas de la ciudad —dijo Bri—. Estaremos ahí dentro de un minuto. Mira, Aravis, deja caer los hombros un poco, camina a paso más pesado y trata de no parecer princesa. Trata de imaginarte que te han pateado y abofeteado e insultado toda tu vida.

—Si se trata de eso —dijo Aravis—, ¿por qué no dejas caer un poco más tu cabeza y arqueas un poco menos tu cuello y tratas de no parecer tanto un caballo de guerra?

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