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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

El barrio maldito (11 page)

BOOK: El barrio maldito
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Únicamente en pleno verano el paisaje habla de vida. Entre el gris de los rastrojos y el verde de las acequias, los haces de trigo se alinean geométricamente. Es la grandeza de la maternidad, amasada de sudores y dolor, de trabajos y luchas; la grandeza de todas las matrices que no son nunca poéticas, pero que tienen la fuerza, el brío y la majestad de aquellas rubias espigas apiladas en triunfales haces.

En una de estas correrías encontró Pedro Mari la novia ideal desde el punto de vista económico. Acteón vio a su Diana sencillamente a la entrada de una venta. Y los dioses no sólo no castigaron el atrevimiento, sino que le colmaron de dádivas cubriéndole financieramente el riñón.

Bien es verdad que Dionisia Otamendi no era precisamente una belleza digna de ser reservada a los dioses. Pedro Mari la vio en el poético trance de entrar unas caballerías en la cuadra, y quedó prendado del brioso donaire con que arreaba a las ariscas bestias. Desde luego era una mujer fuerte y resuelta. No haría mala tabernera, pensó el mozo viendo desaparecer a la muchacha que ni siquiera se fijó en el cazador…

A la siguiente mañana, después de rumiarlo largamente con la almohada, Pedro Mari se fue a ver a su antiguo principal, rentista a la sazón y uno de los más saneados capitales de Pamplona.

—Don Patricio —le dijo—, es menester que usted me aconseje. Me encuentro en un cruce difícil y no quisiera equivocar el camino…

—Lo que es difícil es que tú te cojas los dedos, muchacho. No será como cazador, ni como pelotari, ni como negociante…

—Allá veremos, Don Patricio. Ahora es otro el negocio. ¿Usted conoce la venta de Yarnoz?

—Sí, hombre, la de Otamendi…

—Eso es. Pues hay allá una chica que parece buena mujer de su casa…

—Ya sé a quien has visto. A la Dionisia. No has tenido mal ojo, no. Conozco mucho a Liborio, el padre; es el ventero más rico de Navarra.

—¿Y es hija única? —inquirió Echenique.

—No. Es la única que le queda soltera. Tiene cinco y a todas las ha colocado superiormente. Una tiene en Villava, otra en Ororbia y las otras dos en Monreal y en Irurzun. Todas están casadas con posaderos, y así Otamendi es el amo de las carreteras de Pamplona. No hay medio de moverse sin pagar peaje a su patriarcal familia; así está él, de gordo y lustroso. Vas al pelo, Echenique. No esperaba yo menos de tu seriedad y buen juicio…

—¿Pero usted cree que seré bien recibido, Don Patricio?…

—Anda con Dios, hombre —respondió éste por toda contestación—. Yo me encargo de arreglar la cosa con mi amigo Otamendi. Ya te avisaré cuando vayamos a vistas…

Después de esta conversación, digna de pasar a las antologías románticas, Pedro Mari no volvió a preocuparse del asunto. Estaba en buenas manos; él podía dedicarse de nuevo a su caza, y en efecto, lo hizo con tal fervor, que a los tres días había olvidado completamente su futuro matrimonio.

Una tarde, al oscurecer, cuando entraba en Pamplona rebosante de satisfacción debido a la feroz matanza de codornices llevada a cabo aquella mañana, tropezó en plena Plaza del Castillo con lo inesperado. Sara la de Bozate, elegantísima, del brazo de un dandy algo vetusto cruzaba en dirección al hotel. Echenique no hizo la menor demostración de conocerlos; pero Sara, adelantándose tranquilamente, le tendió la mano sonriendo:

—¿Tú por aquí, Pedro Mari? —interrogó en el mismo tono que si acabase de verle la víspera.

—Sí, aquí estoy —respondió un poco estúpidamente el aludido.

Se contaron sus vidas en tanto el caballero, correctamente distanciado, fingía distraerse. Había corrido mucho Sara. De Bayona fue a París, donde aprendió el difícil arte de las confecciones. Actualmente tenía en Madrid una tienda de «modes» muy acreditada y se hacia llamar «Madame Sarah». Estaba formidable de lujo y de carnes, y sus ojos, tan maliciosos y tan hábilmente pintados, devoraban al forzudo Acteón, que con su aire atontado resultaba sumamente interesante.

—¿Y a qué has venido? —interrogó Pedro Mari un tanto inquieto.

—A mí pueblo, hijito, a Bozate. Nunca quise volver en tantos años, pero mi hermana tuvo una chica y se empeñó en que yo fuese madrina. Por codicia, naturalmente, ¡Si llego a saber el disgusto que me esperaba, a cualquier hora vengo!…

—¿Pues qué ha ocurrido? ¿Te han recibido mal en tu casa?

—¡Quía! Figúrate que el padre de mi sobrina, un contrabandista de la banda de Pello Joshepe, hombre terco, ignorante y rutinario, se negó a poner a la chica un nombre corriente. Juana Mari, quería yo. Salió diciendo que él no era un renegado y que por nada del mundo renunciaba a su privilegio. Total, que nos enredamos, le llamé idiota y se armó el primer jollín…

—¿Y tu hermana? Querría ponerle Sara, como tú, ¿no?

—Mi hermana se puso de parte del marido. La chica se llama Rut. Así nadie dudará de que sea agote. ¡Qué cafres! Y luego se quejan de que los desprecien. Yo me voy mañana a Madrid y no vuelvo a Bozate ni atada. Todo lo que se haga por ellos es inútil… Bueno, adiós, Pedro Mari. ¿No irás alguna vez por Madrid?… Si acaso, avísame…

Y la elegante matrona apretó de nuevo la mano de su antiguo amigo, y sin esperar contestación desapareció apoyada en el brazo del viejo caballero.

No dio Echenique importancia ninguna al encuentro. Su antiguo principal le aguardaba en casa para hablarle de los trámites del noviazgo. Por de pronto, el terrible suegro negábase en redondo a traer de fuera amo joven. Sus otras cuatro hijas vivían lejos de él. Solteras, en su compañía; casadas, en la de sus maridos. Pedro Mari sería muy bueno, pero él no quería líos; todos los hombres son excesivamente buenos antes de ser yernos. Su mayor orgullo consistía en dar a las hijas cuatrocientas onzas contantes y sonantes. Ahora, en las casas, tierras y rebaños de este Labán de la cuenca, no intervenía ningún Jacob baztanés, ni aun contando con la bendición de Jehová. Otamendi era la contrafigura del Rey Lear con una divisa sumamente Ingenua: «Cada uno en su casa y Dios en la de todos».

—¡Conque tú verás! —resumió Don Patricio al terminar su relato—. Yo creo que te conviene. Cuatrocientas onzas no da a sus hijas ni el conde de Guenduláin. Ahora, cada cual conoce sus Intereses, y tú no eres ningún chiquillo, necesitado de consejos…

Echenique hizo sus cuentas; le dio muchas vueltas a la boina, y, al fin, comprendiendo que su suegro tenía razón, transigió. En último término, Pamplona tiene más amplio campo que la venta de Yarnoz. Ahora faltaba ir a vistas para llevarse aquella moza que tan fieros palos sabía arrear a las muías. Y un buen día, Don Patricio y Pedro Mari, vestidos de tiros largos, marcharon a comer a casa de la novia.

Salieron temprano, cuando todavía la brisa mañanera movía las cocinas de Góngora con un ritmo orquestal. La cuenca —perfecta tierra de transición— ofrecía aquí sus mayores contrastes; tan pronto enseñaba pueblecitos montañeses, entre cogollos de fronda, como aldeas peladas y secas, símbolos de la franqueza riberana. La cuña aragonesa que desde Cinco Villas se interna en la Merindad de Sangüesa, seguía avanzando hasta Idocin, el histórico nido de los Minas. Claro está que a Echenique le preocupaban muy poco los contrastes geográficos. Para él, todo pueblo que producía los corderos lechales, jugosos y rosados que acostumbraba devorar en sus cacerías, era cuenca. El resto del mundo podía ser ribera o cualquiera otra cosa; este detalle no llegó a interesarle nunca.

Camino adelante, los valles, fragmentados en lugarejos, se asemejaban unos a otros prodigiosamente. Pequeños grupos de olmos a la entrada detenían el impulso de la llanura. Las casas, desigualmente repartidas sobre el desnivel del terreno, recordaban las antenas de un pulpo de piedra y cal. Alrededor, estrechísimos caminos serpenteantes pegábanse a la montaña lo mismo que ventosas adormecidas. Y en todos ellos se descubría al último un cajón largo, de blancas paredes: el humilde cementerio…

Pedro Mari marchaba soñoliento y callado. En las alm.is esencialmente aldeanas, el paisaje, la misa mayor y el rosario provocan siempre un sueño dulce y reparador. De buena gana se habría tumbado un rato bajo cualquier árbol; pero llegaban ya a las viñas altas de Noain y desde allí se veía a lo lejos un punto blanco al borde de la carretera: la venta de Yarnoz. Entonces, despabilado por completo, iba olfateando las eras, las viñas, las dos casas y el huerto. La mansión de Dulcinea, a cinco kilómetros de distancia, colmaba su corazón de Ideal. Cabe suponer que Echenique, como caballero andante, no inquietaría mucho a la sin par Dionisia, que ya aguardaba para las vistas…

Este tradicional rito, costumbre ancestral y patrimonio antaño de todas las tribus ibéricas, puesto que hasta en el Romance del Cid se mencionan, se conserva íntegro en la cuenca navarra, probablemente a mayor gloria y provecho de los contrayentes, y de paso como ejemplo del desprendimiento y desinterés característicos en nuestras sacrosantas costumbres.

Mientras las razas son jóvenes y sanas, les bastan estos trámites matrimoniales de recia contextura económica y desprovistos de todo anticipo sentimental.

Las entrevistas diarias, en complicidad con el recato de rejas y ventanas, el contacto estéril y el madrigal romántico, corresponde a los pueblos degenerados. Es posible que rechazasen semejante lógica Aristóteles o Platón; pero de ningún modo el amo viejo de Pascalena, el de Ondarrena o el de Goldaracena.

Las vistas en la aldea son, pues, algo austero, rectilíneo y grave; ayuno, por supuesto, de toda sensualidad. Siempre que no haya una absoluta repugnancia física, ya se puede fríamente hablar de tierras buenas y malas, de pastos y yuntas, de prados y de onzas. Por eso los contrayentes pasan a segundo término, y el pugilato, la escaramuza, la socarronería y las reticencias se suceden entre los amos viejos o sus mantenedores. Al revés que en las óperas, el coro acciona, discute y canta la romanza o el aria —que no es precisamente de amor—, mientras el tenor y la tiple al fondo callan, sin levantar la vista del suelo. Su papel decorativo se reduce a ver poco, oír mucho y conformarse siempre…

En general, comienzan los escarceos durante la comida. Allí hacía el plato catorce —suele tratarse de ágapes neronianos—, los abuelos han calado ya la hipoteca subterránea o la venta mediana de grano. Al compás de la masticación, los sabios y expertos luchadores olfatean el pro y el contra, paternalmente diligentes. El padre de la novia estudia los movimientos del probable yerno con la sagacidad del naturalista ante un insecto desconocido. A su vez el
aitona
contrario analiza el carácter de la novia, su máximo rendimiento para el trabajo y la capacidad maternal de sus grupas, prescindiendo, naturalmente, de si está repasada o no. En la aldea, los hijos que vengan legalmente son siempre un saldo a favor; sólo en la ciudad son desde el primer momento un saldo en contra…

El ama vieja no se sienta nunca a la mesa, excepto en las comidas de entierro y cabo de año. Va y viene incansable de la cocina al comedor, y como se limita a oír y observar a los comensales, casi siempre las frases más atinadas corren a cargo de estas Hebes dinámicas que no se atracan de pollos y cordero, por lo menos a la vista del público.

En las vistas de Echenique no hubo coro. Comieron solos Don Patricio, Otamendi y Pedro Mari. Sirvió Dionisia. Pronto el ventero y el comerciante estuvieron de acuerdo; al futuro suegro le halagaba aquel mozo callado y fuerte, buen pelotari, sagaz cazador y trabajador incansable.

El interesado escuchaba en silencio, ajeno en absoluto a los detalles de su próxima boda. Sólo un momento, al levantar la vista del plato, miró de frente a Dionisia. Era una moza robusta, casi cuadrada, de prietas mollas y ancho perfil romano. Había en sus ojos esa expresión de serenidad dulce que da la pubertad a todas las vírgenes que aún no han encendido su lámpara. Estéticamente considerada, la única ventaja positiva que Dionisia llevaba a la Venus de Milo eran los brazos; poderosos, remangados hasta el codo y un tanto ennegrecidos por el trajín doméstico…

La belleza en la mujer suele estar en razón inversa de su situación económica. A mayor hermosura, mayor calamidad financiera. No era, pues, guapa Dionisia, ni hacía falta, ya que tal cúmulo de onzas no se encontraba aquel año de gracia ni con la ayuda de un candil. Por eso Pedro Mari, mientras volvía hacía Pamplona cantando a media voz un zorcico, frotábase las manos de rato en rato, gesto característico de todo el que acaba de hacer un buen negocio. Y al separarse de Don Patricio en el portal de San Nicolás, le dio las gracias con la efusión lirica de un trovador romántico que acaba de perpetrar su último serventesio…

A partir de las famosas vistas, Echenique siguió el rito protocolario precursor de la Vicaría. Una vez por semana y al anochecer encaminábase a la venta de Yarnoz para charlar un rato con la novia y cenar opíparamente en compañía del futuro suegro.

A la luz rojiza del atardecer se hacía sus quince kilómetros, cruzando ante la cuenca entera tendida entre lomas, dispersa y lejana. Desde la Higa de Monreal desprendíase la monstruosa joroba que forma la sierra de Alaiz y las visibles espaldas del Carrascal. A sus pies pasan los trenes de la ribera, buscando los cimientos de la sierra del Perdón para hundirse en ellos silbando fieramente. En la vertiente de Franco Andía, los pueblecillos microscópicos —Subiza, Arlegui, Esparza, Guendulain— dormían al cobijo del monte, y en otra onda más baja, Esquiroz…

La sombra austera de la peña de Sarvil guardaba las aldeas de Valdechauri. Luego, la cadena de montañas se rasgaba, y casi siempre la niebla impedía ver la lejana peña de Osquía. En las arrugas de estas olas de robledos y encinares extendíase todo el valle de Olio y parte del de Goñi. Frente a Pamplona, San Cristóbal —polifemo enorme— mostraba su único ojo y las entrañas casi vacías, debido a las exigencias militares del fuerte. Más allá, una cadena tejida de montañas bajaba y subía tocando el horizonte. Eran las sierras, desde Velate a los Alduides. Pedro Mari las miraba nostálgico; detrás quedaba la tierra amada, el paisaje mimoso, la verdura de ensueño; lo lejano y lo inasequible. La realidad cercana, visible y prosaica, estaba a dos pasos, en la venta de Yarnoz, a cuya puerta esperaba la gentil Dionisia…

En seguida se ponían a cenar. Otamendi, empeñado en hacer beber a su huésped, concluía por empinar el codo más de la cuenta. Entonces su cara se teñía de un rojo cangrejo, y desprendiéndose de su capa humilde, felicitaba a Pedro Mari, dándole de paso algún prudente consejo.

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