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Authors: Italo Calvino

El barón rampante (17 page)

BOOK: El barón rampante
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A la ondulante luz de las linternas, Cósimo vio hombres con turbante en la cabeza: unos se quedaron en la barca, manteniéndola pegada a la orilla con pequeños golpes de remo; otros bajaron, y llevaban anchos calzones abultados, y relucientes cimitarras enfiladas en la cintura. Cósimo aguzaba ojos y oídos. Su tío y aquellos berberiscos cuchicheaban entre sí, en una lengua que no se entendía, pero que a menudo parecía poderse entender, y que sin duda era la famosa lengua franca. De vez en cuando Cósimo entendía una palabra en nuestra lengua, sobre la que Enea Silvio insistía entremezclándola con otras palabras incomprensibles, y estas palabras nuestras eran nombres de naves, conocidos nombres de tartanas o bergantines pertenecientes a armadores de Ombrosa, o que iban y venían entre nuestro puerto y otros.

¡No había que esforzarse mucho para comprender qué estaba diciendo el caballero! Estaba informando a aquellos piratas de los días de llegada y de salida de las naves de Ombrosa, y de la carga que llevaban, la ruta, las armas que tenían a bordo. Ahora el viejo ya debía haber referido todo lo que sabía porque se volvió y se alejó velozmente, mientras los piratas volvían a subir a la lancha y desaparecían en el mar oscuro. Por la forma tan rápida en que se había desarrollado la conversación se comprendía que debía ser una cosa habitual. ¡Quién sabe cuánto tiempo hacía que las emboscadas berberiscas acontecían siguiendo las informaciones de nuestro tío!

Cósimo se había quedado en el pino, incapaz de separarse de allí, de la playa desierta. Soplaba viento, la ola roía las piedras, el árbol gemía en todas sus junturas y mi hermano entrechocaba los dientes, no por el frío del aire sino por el frío de la triste revelación.

He aquí que aquel viejito tímido y misterioso que nosotros de niños habíamos siempre juzgado desleal y que Cósimo creía haber aprendido poco a poco a apreciar y compadecer, resultaba ser un traidor imperdonable, un hombre ingrato que quería el mal del pueblo que lo había acogido como un desvalido tras una vida de errores... ¿Por qué? ¿Hasta tal punto lo empujaba la nostalgia de aquellas patrias y aquellas gentes donde debía haber sido, por una vez en su vida, feliz? ¿O bien era que incubaba un rencor despiadado contra este país en el que cada bocado debía saberle a humillación? Cósimo se dividía entre el impulso de correr a denunciar los manejos del espía y salvar así las cargas de nuestros negociantes, y el pensamiento del dolor que experimentaría nuestro padre, por ese afecto que inexplicablemente lo ligaba al hermanastro natural. Cósimo se imaginaba la escena: el caballero esposado en medio de los esbirros, entre dos filas de gente de Ombrosa que lo insultaban, y conducido a la plaza, le ponían la soga al cuello, lo ahorcaban... Tras la vela fúnebre a Gian dei Brughi, Cósimo se había jurado a sí mismo que no volvería a estar jamás presente en una ejecución; ¡y ahora le tocaba ser árbitro de la condena a muerte de un allegado!

Durante toda la noche se atormentó con ese pensamiento, y continuó durante todo el día siguiente, pasando furiosamente de una rama a otra, pateando, levantándose con los brazos, dejándose deslizar por los troncos, como siempre hacía cuando era presa de una preocupación. Finalmente, tomó la decisión: escogería un camino intermedio: asustar a los piratas y al tío, a fin de conseguir que interrumpieran su malvada relación sin necesidad de que interviniese la justicia. Se apostaría en aquel pino por la noche, con tres o cuatro fusiles cargados (ya se había hecho con todo un arsenal, para las diferentes necesidades de la caza); cuando el caballero se encontrara con los piratas, empezaría a disparar tiro tras tiro haciendo silbar las balas sobre sus cabezas. Al oír aquellas descargas, piratas y tío escaparían cada uno por su cuenta. Y el caballero, que no era ciertamente un hombre audaz, con la sospecha de haber sido reconocido y con la certeza de que ya se vigilaban aquellas citas de la playa, se guardaría mucho de volver a aproximarse a las tripulaciones mahometanas.

En efecto, Cósimo, con los fusiles apuntados, esperó en el pino un par de noches. Y no pasó nada.

A la tercera noche, aparece el viejito del fez que trotaba tropezando en las piedras de la orilla; tras hacer señales con la linterna fondeaba la barca de los marineros con turbante.

Cósimo estaba preparado con el dedo en el gatillo, pero no disparó. Porque esta vez todo era distinto. Después de una breve conversación, dos de los piratas que estaban en la orilla hicieron una señal a la barca, y los otros empezaron a descargar cosas: barriles, cajas, balas, sacos, damajuanas, angarillas llenas de quesos. No había una sola barca, había muchas, todas cargadas, y una hilera de porteadores con turbante apareció por la playa, precedida por nuestro tío natural que los guiaba con su carrerita vacilante, hasta una gruta entre las peñas. Allí los moros depositaron todas aquellas mercancías, sin duda fruto de sus últimas piraterías.

¿Por qué los traían a la orilla? Fue fácil, después, reconstruir lo ocurrido: como el velero berberisco tenía que echar ancla en uno de nuestros puertos (para algún asunto legal, de los que siempre se producían entre ellos y nosotros en medio de los actos de rapiña), y como tenía que sujetarse al registro aduanero, había que esconder las mercancías robadas en un lugar seguro, para después recogerlas al regreso. Así la nave también habría dado pruebas de que era ajena a los últimos robos y consolidaría las normales relaciones comerciales con el país.

Todos estos manejos se supieron claramente después. De momento Cósimo no se entretuvo en plantearse preguntas. Había un tesoro de piratas escondido en una gruta, los piratas volvían a subir a las barcas y lo dejaban allí: había que apoderarse de él lo más pronto posible. Durante un momento mi hermano pensó en ir a despertar a los comerciantes de Ombrosa que debían de ser los legítimos propietarios de las mercancías. Pero enseguida se acordó de sus amigos carboneros que pasaban hambre en el bosque con sus familias. No lo dudó: corrió por las ramas hacia los lugares donde, en torno a las grises plazuelas de tierra apisonada, los bergamascos dormían en toscas cabañas.

—¡Pronto! ¡Venid todos! ¡He descubierto el tesoro de los piratas!

Bajo las cortinas y el follaje de las cabañas se oyeron resoplidos, toses, maldiciones, y finalmente exclamaciones de asombro, preguntas:

—¿Oro? ¿Plata?

—No lo he visto muy bien... —dijo Cósimo—. ¡Por el olor, diría que hay gran cantidad de bacalao curado y de queso de oveja!

Ante estas palabras, se levantaron todos los hombres del bosque. Quien tenía escopetas cogía escopetas, los demás hachetas, asadores, palas, pero sobre todo se llevaron consigo recipientes para meter las cosas, hasta las deformadas cestas del carbón y los negros sacos. Arrancó una gran procesión —
«Hura! Hota!»—,
incluso las mujeres bajaban con cestas vacías a la cabeza, y los niños encapuchados con sacos, sosteniendo las antorchas. Cósimo los precedía de pino de bosque en olivo, de olivo en pino marítimo.

Ya estaban a punto de doblar por el espolón de rocas detrás del cual se abría la gruta, cuando en la cima de una retorcida higuera apareció la blanca sombra de un pirata, alzó la cimitarra y aulló la voz de alarma. Cósimo en pocos saltos estuvo en una rama encima de él y le asestó la espada en los riñones, hasta que aquél se echó abajo por el acantilado.

En la gruta había una reunión de jefes piratas. (Cósimo, antes, con el ir y venir de la descarga, no había advertido que se habían quedado allí.) Oyen el grito del centinela, salen y se ven rodeados por aquella horda de hombres y mujeres con el rostro sucio de hollín, encapuchados con sacos y armados de palas. Alzan las cimitarras y se lanzan para abrirse paso.
—«Hura! Hota! —Inshallah!»—
Comenzó la batalla.

Los carboneros eran más, pero los piratas iban mejor armados. Por lo que sabemos para luchar contra las cimitarras no hay nada mejor que las palas. ¡Dang! ¡Dang!, y aquellas hojas de Marruecos se retiraban todas dentadas. Las escopetas, en cambio, tronaban y humeaban y después nada más. También algunos de los piratas (oficiales, se ve) tenían fusiles muy bonitos en apariencia, todos damascados; pero en la gruta los pedernales habían cogido humedad y no salía el tiro. Los carboneros más despabilados trataban de aturdir a los oficiales piratas con golpes de pala en la cabeza para quitarles sus fusiles. Pero con aquellos turbantes, a los berberiscos cada golpe les llegaba amortiguado como a través de un cojín; era mejor dar rodillazos en el estómago, porque llevaban desnudo el ombligo.

En vista de que lo único que no faltaba eran piedras, los carboneros empezaron a tirar pedradas. Los moros, entonces, a pedradas también. Con las piedras, finalmente, la batalla tomó un aspecto más ordenado, pero como los carboneros tendían a entrar en la gruta, cada vez más atraídos por el olor de bacalao que emanaba de ella, y los berberiscos tendían a escapar hacia la chalupa que había quedado en la orilla, entre las dos partes faltaban grandes razones para enfrentarse.

En cierto momento, por parte bergamasca se produjo un asalto que les abrió la entrada de la gruta. Por parte mahometana aún resistían bajo una granizada de pedradas, cuando vieron que el camino hacia el mar estaba libre. ¿Para qué resistían, pues? Mejor izar la vela e irse.

Alcanzada la navecilla, tres piratas, todos nobles oficiales, soltaron la vela. Con un salto desde un pino próximo a la orilla, Cósimo se lanzó al mástil, se agarró al durmiente de la verga, y allí arriba, sujetándose con las rodillas desenvainó la espada. Los tres piratas alzaron las cimitarras. Mi hermano, con sablazos a diestra y siniestra, los tenía en jaque a los tres. La barca, todavía atracada, se inclinaba ora a un lado ora a otro. Salió la luna en ese momento y relampaguearon la espada dada por el barón a su hijo y las hojas mahometanas. Mi hermano se deslizó por el palo y hundió la espada en el pecho de un pirata que cayó por la borda. Rápido como una lagartija, volvió a subir defendiéndose con dos quites de los sablazos de los otros, luego volvió a dejarse caer y traspasó al segundo, subió de nuevo, tuvo una breve escaramuza con el tercero y con otro de sus deslizamientos lo atravesó.

Los tres oficiales mahometanos estaban tendidos medio en el agua medio fuera con la barba llena de algas. Los otros piratas, en la entrada de la gruta, estaban desfallecidos por las pedradas y golpes de pala. Cósimo, todavía encaramado al árbol de la barca, miraba triunfante alrededor, cuando de la gruta salió disparado, furioso como un gato con fuego en la cola, el caballero abogado, que había estado escondido allí hasta entonces. Corrió por la playa con la cabeza gacha, dio un empujón a la barca separándola de la orilla, saltó a ella y agarrando los remos se puso a moverlos con todas sus fuerzas, bogando mar adentro.

—¡Caballero! ¿Qué hacéis? ¿Estáis loco? —decía Cósimo agarrado a la verga—. ¡Volved a la orilla! ¿Adónde vamos?

Pero nada. Estaba claro que Enea Silvio Carrega quería llegar hasta las naves piratas para ponerse a salvo. Ahora su felonía estaba irremediablemente descubierta y si se quedaba en la orilla acabaría sin duda en el patíbulo. De modo que remaba y remaba, y Cósimo, aunque todavía se hallaba con la espada desenvainada en la mano y el viejo estaba desarmado y era débil, no sabía qué hacer. En el fondo, ser violento con su tío le disgustaba, y además para alcanzarlo habría tenido que bajar del palo, y la pregunta de si bajar a una barca equivalía a bajar al suelo o de si ya no había derogado sus leyes interiores al saltar de un árbol con raíces a un árbol de nave, era demasiado complicada para formulársela en ese momento. O sea que no hacía nada; se había acomodado en la verga, una pierna a un lado y otra al otro del palo, y se alejaba sobre las olas, mientras un leve viento henchía la vela, y el viejo no dejaba de remar.

Oyó un ladrido. Tuvo un estremecimiento de gozo. El perro Óptimo Máximo, al que durante la batalla había perdido de vista, estaba allí acurrucado en el fondo de la barca, y meneaba el rabo como si nada ocurriese. Luego, pues, reflexionó Cósimo, no había por qué desanimarse tanto: estaba en familia, con su tío, con su perro, iba en barca, lo que después de tantos años de vida arbórea era una distracción placentera.

Había luna en el mar. El viejo estaba ya cansado. Remaba con dificultad, y lloraba, y empezó a decir:

—Ah, Zaira... Ah, Alá, Alá, Zaira... Ah, Zaira,
inshallah...
—o sea que, inexplicablemente, hablaba en turco, y repetía y repetía entre sollozos este nombre de mujer, que Cósimo nunca había oído.

—¿Qué decís, caballero? ¿Qué os pasa? ¿Adónde vamos? —preguntaba.

—Zaira... Ah, Zaira... Alá, Alá —se quejaba el viejo.

—¿Quién es Zaira, caballero? ¿Os creéis que vais junto a Zaira por aquí?

Y Enea Silvio Carrega decía que sí con la cabeza, y hablaba turco entre lágrimas, y le gritaba a la luna ese nombre.

Sobre esta Zaira, la mente de Cósimo empezó enseguida a cavilar. Quizá estaba a punto de desvelársele el secreto más profundo de aquel hombre esquivo y misterioso. Si el caballero, al dirigirse a la nave pirata, pretendía alcanzar a esta Zaira, debía pues tratarse de una mujer que estaba allá, en aquellos países otomanos. Quizá toda su vida había estado dominada por la nostalgia de esta mujer, quizá era ella la imagen de felicidad perdida que él perseguía criando abejas o proyectando canales. Quizá era una amante, una esposa que había tenido allá abajo, en los jardines de aquellos países de ultramar, o, más verosímilmente, una hija, una hija suya que no veía desde niña. A fin de dar con ella debía haber intentado durante años relacionarse con alguna de las naves turcas o moriscas que iban a parar a nuestros puertos, y finalmente debían haberle dado noticias suyas. Quizá había sabido que era esclava, y para rescatarla le habían propuesto informarles sobre los viajes de las tartanas de Ombrosa. O bien era el precio que tenía que pagar para ser admitido entre ellos y embarcarse para el país de Zaira.

Ahora, desenmascarada su intriga, se veía constreñido a huir de Ombrosa, y aquellos berberiscos ya no podían negarse a llevarlo consigo y conducirlo junto a ella. En sus palabras jadeantes y entrecortadas se mezclaban acentos de esperanza, de súplica, e incluso de miedo: miedo de que todavía no fuese ésta la ocasión, de que todavía alguna desgracia tuviera que separarlo del ser querido.

Ya no conseguía dar impulso con los remos, cuando se acercó una sombra, otra lancha berberisca. Quizá desde la nave habían oído el ruido de la batalla en la orilla, y mandaban exploradores.

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