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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

El Balneario (11 page)

—Sólo nosotros. Un comando a todas luces insuficiente para la envergadura de la operación.

—¿Y esa señora qué pinta aquí?

Los cuerpos se volvieron siguiendo la indicación del haz luminoso de la linterna, que descubrió a mistress Simpson pegada a la piel de la puerta del pabellón. Todos se inmovilizaron y enmudecieron, menos mistress Simpson, que recuperó el movimiento y pasó entre ellos de regreso al balneario sin dar ninguna explicación. A largas zancadas sobre zapatos de lona empapados, ateridos y gimientes.

11

Hasta podía hablarse de una muerte atlética en el caso de mistress Simpson. Su cuerpo apareció flotando sobre las aguas de la piscina, pero no era el suyo un cadáver abandonado a la voluntad de la muerte o de las postrimerías de la flotabilidad, sino que mantenía una cierta tensión muscular, como si desde el más allá quisiera enviar el último mensaje de autocontrol corporal. Lo descubrió el encargado de la limpieza de la piscina y dio aviso a madame Fedorovna y al gerente, pero a los pocos segundos la noticia se metió en la antesala de pesaje y llegó a tiempo incluso de coger a los que se predisponían al paseo mañanero por las orillas del Sangre. Por eso madame Fedorovna tuvo que soportar una concentración de clientes rodeando el cuerpo de mistress Simpson, sobre el que se inclinaba el doctor Gastein en una rutinaria comprobación de la muerte. Sólo los recién llegados parecían conmovidos o sorprendidos; los asilados más veteranos conocían los vicios deportivos de mistress Simpson y sabían que al amanecer muchos días se lanzaba a la piscina y nadaba sus mil metros estilo como aperitivo a todas las actividades que le esperaban durante la mañana. Un mareo. Una pérdida momentánea del conocimiento había sido sin duda la causa del accidente y sólo Carvalho creyó ver una intención especial en la persistencia de Gastein en mover suavemente la cabeza y el cuello de la víctima y en la seriedad añadida que gravaba sus facciones. Mantuvo Gastein la mirada de madame Fedorovna como mandandole un mensaje que ella sola pudiera entender y se incorporó tras tapar la cabeza de la muerta con la manta que ya le cubría el cuerpo. Avanzó sin ver por el pasillo que Ir abrieron los curiosos y al pasar junto a Carvalho tardó en asimilar la observación propuesta que salió de los labios del detective:

—Fractura de la base del cráneo.

Cuando Gastein comprendió lo que Carvalho había dicho, le dedicó una expresión crítica y la pregunta:

—¿Es usted médico?

—No. Pero usted sí.

Los dos hombres aguantaron la mirada y Gastein inclinó la cabeza para proseguir su marcha mientras musitaba:

—Puede ser.

Carvalho guardó para sí la observación y durante toda la mañana funcionó al ralentí, como los restantes residentes, de corro en corro de conversación, rememoraciones de todas las hazañas deportivas de mistress Simpson y la venganza racional de sus vencidos, ahora argumentadores de que se veía venir, de que era imposible que una mujer a sus años pudiera desplegar tal cantidad y calidad de actividad. Hubo quien creó expectación teorizando sobre una forma de suicidio superenergético que practican muchos viejos. Por encima de sus insuficiencias y dolores, se lanzan a una hiperactividad que les llevará consciente, voluntariamente, al fallo final. Casi todos preferían morir víctimas de una frenética actividad que postrados en una cama; en cuestión de una hora, mistress Simpson ingresó en el libro del bien morir como un modelo de conducta. El coche patrulla de la policía apareció protocolariamente, como para cubrir el expediente y acompañar a la ambulancia que se llevaba el cuerpo de mistress Simpson y al señor Molina hacia el Instituto Anatómico Forense de Bolinches. La autopsia es inevitable en estos casos, razonó madame Fedorovna ante el corrillo de clientes que la interrogaba sobre el porvenir de los despojos de mistress Simpson y la necesidad de que se hiciera un oficio funerario en El Balneario. Madame Fedorovna manifestó ignorar la confesión religiosa a la que pertenecía la muerta, pero en el caso de que se considerara conveniente, se recurriría a un ritual ecléctico muy sencillo, muy funcional, que no pudiera herir la sensibilidad religiosa ni de las mayorías ni de las minorías. Podrían hacer un oficio de difuntos por el rito vegetariano, opinó Sullivan, y el vasco se tuvo que esconder tras un seto, muerto que estaba de risa o huyendo de los soplidos de indignación por la falta de respeto que traducía un comentario así en aquella situación. No niego, le dijo Villavicencio a Sullivan, que los señoritos andaluces a veces tenéis gracia, pero sois capaces de matar a vuestro padre por un chiste. ¿Y por qué no si el chiste es bueno? Mas no estaba Carvalho para atenciones marginales y notaba su interna musculatura tensa, como al acecho de acontecimientos que sólo él podía olfatear. Se sentó en el salón en una.situación que le permitiera ver el movimiento en torno a los despachos de la dirección. La vuelta de Molinas taciturno. La llamada a consulta de madame Fedorovna y Gastein. Luego, del personal relacionado con la conservación o vigilancia del recinto, y el filtraje de alguna pregunta sobre la posibilidad de que alguien hubiera visto a mistress Simpson en los alrededores de la piscina nada más amanecer, para precisar, se dijo, la hora del accidente. Carvalho esperaba el ruido de la sirena de un coche de policía o, en su defecto, un ruido inconfundible de portezuelas al cerrarse y la aparición en el marco de la puerta de dos o tres hombres de ojos movedizos y andar parsimonioso. La autopsia se hará hoy mismo. Se está haciendo. Tratan de localizar a los parientes de mistress Simpson en Estados Unidos. Pero al caer la tarde aún no se habían producido acontecimientos y el hacer o no hacer habitual de El Balneario volvió a su rutina. Incluso se preveía una noche interesante porque en el video de lengua inglesa programaban
Dos en la carretera
, de Audrey Hepburn y Albert Finley, la primera ex cliente de la clínica y el segundo, a juzgar por su facilidad para engordar, más que probable cliente para el futuro. Por otra parte, la televisión iba a dar un partido eliminatorio de una competición europea entre un equipo español y otro belga, parecía ser, y hubo movimientos estratégicos previos y continuos para ocupar posiciones que permitieran una buena contemplación del partido, hasta el punto de que en aquella noche de duelo hubo empujones en las puertas de la sala de televisión y madame Fedorovna tuvo que colocar un televisor subalterno en el salón. Se produjo entonces una división de públicos según las geografías: los europeos se reunieron en torno del televisor del salón y los españoles alrededor del del cuarto específicamente televisivo. Ningún factor externo creó esta división. Fue un factor íntimo el que reunió a alemanes, suizos, franceses y belgas por un lado y a los españoles por otro. Las muchachas italianas desaparecían al atardecer. Estaban deprimidas y dormían horas y horas con los ojos cerrados en sus ojeras serenas y lacustres. Carvalho fue de la película al partido de fútbol, pero de vez en cuando subía hacia la recepción por si se producía lo que esperaba. Y ocurrió pasadas las once. No sonó la sirena, pero el ruido de las portezuelas fue casi un tópico que le hizo cerrar los ojos sobre su propia ironía y al abrirlos allí estaban, dos, adelantado el más poderoso, un joven pálido de vestir algo desaliñado y un andar parsimonioso con el que abría camino a su compañero, un corpachón lento con bigote caído y los ojos bailoteando sobre las personas y las cosas. Hubo inclinación respetuosa ante la recepcionista y una rápida introducción hacia el despacho de Molinas, una insólita aparición de Gastein, que nunca estaba en la clínica a aquellas horas, en compañía de madame Fedorovna. Tras unos minutos de puerta cerrada se abrió para dar paso a un Molinas abatido que iniciaba una marcha en fila india, seguido por los dos inspectores, situados a un metro de distancia, como protegiéndole la pésima sombra. Un bisbiseo con madame Fedorovna en el centro del salón dio paso a una serie de órdenes que la rusa se dio a sí misma y a la señorita de la recepción que hacía guardia hasta las doce. Partieron en distintas direcciones y Carvalho vio cómo en el centro del salón quedaban en silencio y distanciados los policías, Molina y Gastein, y al rato se abrieron puertas y empezaron a subir las escaleras los clientes, convocados todos para una reunión urgente en el salón de actos. Hasta las muchachas italianas fueron obligadas a salir de su letargo y llegaron rezagadas arreglándose el aspecto de animales cansados y somnolientos. El señor Molinas se situó en la posición en otras circunstancias ocupada por Juanito de Utrera, el Niño Camaleón, y se dirigió a los clientes en castellano, inglés, francés y alemán. El mensaje era breve. Era necesario aclarar algunas circunstancias sobre la muerte de mistress Simpson, y mientras seguían las diligencias policiales y judiciales, se rogaba que ningún cliente ni personal asistencial abandonara la clínica. Incluso los clientes que tenían fecha de partida para los dos próximos días debían quedarse, corriendo los gastos de su estancia extra a cargo de la empresa Faber and Faber. Insistió el señor Molinas en que se trataba de medidas rutinarias, que no se presuponían ninguna derivación alarmista de lo ocurrido y que se hubieran tomado igualmente en cualquier circunstancia parecida y en cualquier otro lugar, aclaración enigmática que presuponía una excepcionalidad a la circunstancia y el lugar por debajo de todas las sospechas. La policía, añadió Molinas, puede hacer preguntas a los clientes y les ruego que le den facilidades. Cuantas más facilidades se den, más pronto terminarán las diligencias. Tras un silencio general, un alemán preguntó si la prohibición de salir de El Balneario debía entenderse en su sentido más situacional: prohibido salir de las fronteras físicas del balneario. En efecto, aclaró Molinas, que llevaba la voz cantante, mañana, es de esperar que sólo mañana, nadie podrá salir de El Balneario y luego es posible que el límite físico se amplíe a toda la comarca, pero al menos durante dos o tres días debía preverse un intenso turno de interrogatorios. La aclaración movilizó a los más inquietos, que se fueron hacia los teléfonos para ponerse en contacto con consulados y embajadas. Molinas trató de contenerles y les rogó que volvieran a la sala de video o a ver el partido, que en atención al especial régimen alimenticio y al reposo requerido los señores inspectores habían aplazado los interrogatorios hasta el día siguiente y que no valía la pena alarmar inútilmente a los consulados. Que eso repercutiría en contra de los residentes porque se movilizaría la prensa y empezaría un asedio que nadie deseaba. Se produjo un pequeño revuelo de aeropuerto del que va a salir el último avión y deja en tierra a pasajeros con complejo de perder el último viaje posible, o de estación cuando el tren parte y deja en tierra a los fugitivos de un inconcreto terror, que corren y corren inútilmente hasta que el andén está a punto de desaparecer bajo sus pies. Para un grupo de airados clientes alemanes, al que se sumó el traficante de antigüedades enemigo de la berenjena, las decisiones tomadas eran intolerables, dañaban sus intereses y exigirían daños y reparaciones. Carvalho estudiaba la reacción del policía. Parecía desentenderse de lo que ocurría, con el cuerpo cargado sobre una pierna y la otra muelle, los hombros abandonados y la vista perdida en un pliegue de su propio pensamiento. Llegó un momento en que pareció cansarse de la situación y dijo algo que sólo oyó Molinas. El encargado entabló una preocupada conversación con el policía. Los gestos del funcionario estaban ahora cargados de decisión, de fuerza, le encarecía a Molinas que acabara con aquella situación o intervendría él. Le recalcó algo junto a la oreja que Molinas no tuvo más remedio que repetir en distintos idiomas:

—El inspector Serrano me pregunta que qué prefieren ustedes: ¿ser interrogados aquí, haciendo la vida normal, o en Bolinches, en las dependencias policiales?

Serrano sabía ya la respuesta. Ni se inmutó cuando las protestas se agudizaron como paso previo para que la mayoría impusiera la moderación y la necesidad de respetar las reglas más tolerables. El inspector se sumó a la retirada del grupo dirigente, sin mirar a nadie, reservando la mirada de cazador para cuando los tuviera a tiro de uno en uno. Nada más salir de la habitación se formaron grupos nacionales, el más numeroso el alemán, después el belga y a continuación el español, seguido de un sexteto francés, un quinteto suizo y las muchachas italianas. Molinas volvió y al observar la situación se dirigió al grupo de españoles y repitió varias veces: ayúdenme, ayúdenme, ayúdenme, sin dar más explicaciones y marchando sin transición hacia los otros corros, donde repartió sonrisas y seguridades. No, señores, no. Sería absurda una dispersión de iniciativas. Comprendo su nerviosismo, pero lo ideal es que la dirección de El Balneario sea el único intermediario válido entre los clientes y la policía. Además, comunicó, están a punto de llegar los señores Faber. A la vista de la situación han decidido venir urgentemente.

La noticia de la próxima llegada de los Faber tranquilizó a los alemanes y a los suizos; en cambio, intranquilizó aún más a los franceses y dejó indiferentes a los belgas, aunque la indiferencia de los belgas estaba quizá condicionada por la frialdad de su líder supuesto, el general Delvaux, que parecía estar por encima de los acontecimientos, como los héroes impasibles de la leyenda artúrica. La primera conexión internacional la estableció Villavicencio, quien, acompañado del vasco, se plantó ante Delvaux y le dijo:

—En estas horas extraordinarias es necesario que personas dotadas del sentido de la disciplina y con dotes de mando asumamos nuestras responsabilidades, para evitar la histeria de las masas y sus efectos irreparables.

En efecto, contestó Delvaux, mientras utilizaba toda la cabeza para subrayar su espíritu afirmativo, en efecto, es extraordinario,
c'est extraordinaire, c'est extraordinaire
. Quedo a la espera de las iniciativas de mi general, añadió Villavicencio, y dio media vuelta en redondo mientras el vasco lo traducía. Y en cuanto llegó al grupo de españoles dio el parte de su interpelación al belga y añadió: Había que hacerlo. Casi todo el mundo estaba de acuerdo en que había que hacerlo y sólo los catalanes se mostraron reticentes y hasta a alguno se le escapó decir en voz baja que todo aquello era una
poca soltada
, fórmula que llevaba hasta los límites de lo agresivo la sensación de que lo que había hecho Villavicencio era una tontería sin sentido. Pero no se confiaba mucho en el grupo en la posible colaboración de los catalanes, gentes demasiado ensimismadas que, según sabiduría general, siempre iban a lo suyo y ya habían nacido con la firme creencia, transmitida cromosómicamente de padres a hijos desde el siglo xvii, de que todos los habitantes del mundo más allá del río Ebro eran unos cantamañanas y los que habitaban más allá de los Pirineos unos mangantes.

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