La chorrera de la camisa se desprendió y Jack se volvió hacia Stephen.
—Dice que he llegado «después de hora» —gritó.
—No sólo eso, señor —le dijo el empleado a Stephen, como si le hablara a su salvador—. El señor Gittins tiene las llaves. No hay nada en las casillas y no puedo abrir la caja fuerte sin la llave, eso es obvio.
Se limpió las lágrimas con la manga y continuó:
—Además, dentro no hay nada para el capitán Aubrey, le doy mi palabra de honor. Siempre estamos dispuestos a complacer a los caballeros que nos tratan con cortesía…
Stephen observó la caja fuerte. Era un modelo antiguo, con un cierre corriente que probablemente no se resistiría más que unos pocos minutos a su requerimiento, pero ni aquel lugar ni aquel momento eran los adecuados para demostrar sus habilidades.
—Me alegro de encontrarte —dijo—. Se me ha olvidado el nombre de la posada, mejor dicho, del hotel donde nos hospedamos y estoy muerto de cansancio. Daría todo lo que tengo por meterme en la cama.
—Verdaderamente, pareces muy cansado —dijo Jack, dejando caer la chorrera—. Sí, pareces agotado. Nos hospedamos en el Goat, y voy a llevarte allí enseguida.
Entonces, todavía furioso por la decepción sufrida, se volvió hacia el empleado y le espetó:
—Escúcheme, señor. Volveré mañana a primera hora de la mañana. ¿Me ha oído?
Al salir a la calle, Stephen le dio las gracias a su acompañante, le dijo que podía irse y le encargó que saludara al mayor Beck de su parte. Luego Jack y él se fueron solos.
—¡Qué tarde tan espantosa! —se lamentó Jack—. Decepciones a cada paso… lo que se dice una bienvenida como merecen los héroes. La ciudad está llena de oficiales del Ejército, y sólo pude conseguir una habitación para los dos en el Goat.
—¡Qué lástima…! —exclamó Stephen, quien a menudo había compartido la cabina con el capitán Aubrey, posiblemente la persona que más roncaba en la Armada.
—Y cuando subí la colina para darle el informe al comisionado, no estaba. Había muchos hombres esperándole, y estuve hablando con ellos un rato y me enteré de algunas cosas desagradables. Harte está otra vez en la Junta de Jefes del Almirantazgo, y ese tipo, Wray, es el vicesecretario interino.
«¡Virgen santísima!», dijo Stephen para sí, y no sin motivo. Jack le había puesto los cuernos al señor Harte cuando estaba en Menorca y aún era soltero, y, por lo general, los cornudos seguían llevando los cuernos hasta mucho después de que se los ponían. Además, hacía algún tiempo, cuando ya el señor Wray era un alto cargo del Gobierno, Jack le había acusado pública y justificadamente de hacer trampas jugando a cartas. Wray no respondió entonces a la acusación de la manera en que solía hacerse, pero era probable que no soportara aquel agravio toda la vida.
—Esperé todo el tiempo que pude y después fui hasta la oficina de correos a la carrera… Y te aseguro que correr, a mi edad, ya no es lo que era antes… Pero al llegar tuve otra decepción. ¡Qué tarde tan espantosa!
—¡Ven, esposo! —dijo una hermosa prostituta en la penumbra—. ¡Ven conmigo y te daré un beso!
Jack sonrió y negó con la cabeza, y siguió andando.
—¿Te fijaste en que me ha llamado esposo? —preguntó después de haber dado unos cuantos pasos—. Todas suelen decirlo. Supongo que es porque formar parte de un matrimonio es el estado natural del hombre y así les parece que lo que hacen no es tan… tan malo.
La palabra «matrimonio» le recordó a Stephen que había planeado llevarle a un sacerdote la certificación de Diana, aquel documento tan necesario, y fijar la fecha de la boda, pero apenas podía andar, y ahora que el interminable período crítico había pasado, el cansancio acumulado durante los últimos días, como una espesa niebla, se propagaba por su interior entorpeciéndole. Lo único que seguía intacto era su espíritu de contradicción.
—No, no lo es; por el contrario, como dijo un gran hombre de una época pretérita, es tan poco natural que una mujer y un hombre formen un matrimonio que todos sus motivos para permanecer juntos y todas las trabas impuestas por la sociedad civilizada para evitar su separación apenas son suficientes para mantenerles unidos.
—¡Silencio! —exclamó Jack, deteniéndose.
Cerca del puerto una banda había empezado a tocar
Heart of Oak
y se oían muchas voces cantándola o dando vivas. Por encima de los tejados se veía el humo y el resplandor rojizo de unas antorchas, y poco después pudieron verse las llamas al final de la estrecha calle, por donde atravesaba una procesión de marineros y civiles haciendo cabriolas. Desde todas partes iban a unirse al grupo muchas personas, entre ellas la hermosa prostituta.
Aubrey recuperó enseguida su buen humor.
—Eso está mejor —dijo—. Esa sí es una bienvenida como merecen los héroes. A pesar de los disgustos que he tenido, estoy muy contento, Stephen. Y mañana cuando tenga las cartas de Sophie, estaré más contento todavía. ¡Escucha! ¡Ha empezado a tocar otra banda!
—Lo único que pido es que den la bienvenida a los héroes a bastante distancia del Goat, que no toquen a menos de un estadio
[2]
del hotel —añadió Maturin—. Aunque Dios sabe que podría dormir a pesar de que diez bandas estuvieran tocando en el pasillo.
Hubiera dado lo mismo que tocaran allí o debajo de su ventana, porque los tripulantes de la
Shannon
celebraban su victoria con el mismo ánimo con que la habían conseguido, y sus alegres voces se oyeron por todo Halifax hasta después del amanecer. No obstante eso, el doctor Maturin durmió como un tronco hasta que un rayo de sol entró por entre las cortinas de la colgadura de la cama y le molestó tanto que le hizo despertarse por fin. Tenía la mente despejada y estaba muy cómodo y completamente relajado. Se habría apartado del rayo de luz y se habría quedado allí abstraído en sus pensamientos, y tal vez incluso se habría dormido de nuevo, si no hubiera oído una tos forzada, la tos de alguien que no quiere despertar a su compañero sino advertirle de su presencia si ya está despierto.
Apartó las cortinas y su mirada se cruzó con la de Jack, que era muy triste. Jack estaba de pie junto a la ventana y parecía mucho más alto, extremadamente alto, y Stephen notó que la causa era que había sacado el brazo del cabestrillo y ahora lo tenía extendido junto al cuerpo y eso cambiaba sus proporciones. Sonrió al ver a Stephen, le deseó buenos días, mejor dicho, buenas tardes, y luego dijo:
—Tengo algunas cartas para ti.
Stephen estuvo pensando unos momentos. La visible tristeza de Jack, al menos en parte, estaba asociada con la ancha banda negra que llevaba alrededor del brazo, pero en parte con otras cosas también.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Acaban de dar las doce, y tengo que irme —respondió Jack, entregándole un pequeño paquete de cartas.
—Hace mucho tiempo que te levantaste, ¿verdad? —inquirió Stephen y echó un vistazo a los sobres sin mucho interés.
—Sí. Llegué a esa maldita oficina en cuanto abrieron las puertas, y aunque el jefe no estaba, les hice registrarla de arriba abajo… No puedes imaginarte el desorden que hay… Pero no encontraron nada para mí.
—Algunos barcos correo han sido apresados o hundidos por los norteamericanos, amigo mío.
—Lo sé, lo sé —dijo Jack—. Aun así… Bueno, quejarse no sirve de nada. Después fui a darle mi informe al comisionado. Me recibió con amabilidad y cortesía y me dio buenas noticias de Broke: que había podido pasar una hora sentado, que ya hablaba con coherencia y que tal vez podría hacer su informe. Además, me invitó a comer después del funeral. Observé que algo le preocupaba, y después de un buen rato supe qué era: no tomaré el mando de la
Acasta
, sino que tendré que volver a Inglaterra. Estuve fuera del país demasiado tiempo y se la dieron a Robert Kerr.
La
Acasta
era una excelente fragata de cuarenta cañones, una de las pocas equiparables a las potentes fragatas norteamericanas, y Stephen sabía cuánto Jack deseaba estar al mando de ella en aquellas aguas. Trató de encontrar algunas palabras que mitigaran el efecto de aquel golpe, pero no encontró ninguna y se limitó a decir:
—Lo siento, Jack. Oye, si tienes dolor en el brazo, aunque sea muy poco, debes subirlo y colocarlo contra el pecho. —Entonces se estiró, bostezó y, quitándose el gorro de dormir, añadió—: Has hablado de un funeral, ¿verdad?
—Sí, claro. Parece que aún no estás despierto, Stephen. Enterraremos al pobre Lawrence, de la
Chesapeake.
—¿Debo ir yo también? Puedo arreglarme en un momento… Me gustaría expresar el respeto que siento por él, si las costumbres lo permiten.
—No, la costumbre es que asistan sólo los que tienen el mismo rango, aparte de quienes tienen la obligación de ir y de sus propios oficiales. Tengo que irme, Stephen. ¿Has conseguido dinero? Entre el funeral y la cena no tendré tiempo de ocuparme de eso, aunque quisiera hacerlo lo antes posible.
—Está en el bolsillo de mi chaqueta, que está colgada en el armario.
Jack sacó el rollo de billetes y cogió los que necesitaba.
—Gracias, Stephen —dijo, y luego se ciñó el sable y bajó corriendo la escalera.
Todos los capitanes de navío que había en Halifax estaban agrupándose en el muelle de la pólvora. Conocía a la mayoría de ellos, pero sólo tuvo tiempo de saludar a uno o dos antes de que el reloj diera la hora. El féretro llegó puntualmente al muelle, escoltado por infantes de marina, y lo siguió un cortejo integrado por los pocos oficiales norteamericanos que podían caminar, los oficiales del Ejército, los capitanes formados de dos en dos, los generales y el almirante.
Marchaban al ritmo de un débil toque de tambor y las animadas calles se quedaban silenciosas cuando pasaban. Jack había formado parte de muchas ceremonias de ese tipo (el entierro de compañeros de tripulación, amigos íntimos, un primo suyo y sus propios oficiales y guardiamarinas), algunas de ellas muy conmovedoras, pero nunca había lamentado tanto la muerte de un oficial enemigo como la de Lawrence. Simpatizaba con él y opinaba que había llevado su fragata al combate con decisión y que luchó valientemente. El repetitivo toque de tambor y los pasos que daba a intervalos le hicieron olvidar las amargas decepciones sufridas aquella mañana; y el riguroso orden de la ceremonia, las palabras rituales pronunciadas por el pastor y el ruido de la tierra al caer sobre el féretro le causaron una profunda impresión. Luego las salvas, los últimos honores militares, le sacaron de sus pensamientos, pero no borraron esa impresión. A pesar de que la muerte era algo inherente a su profesión, no podía olvidar la imagen del capitán Lawrence ocupando su puesto en el alcázar justo antes de las primeras andanadas devastadoras, y le molestaba que sus compañeros hubieran empezado a expresar su alegría de nuevo. Eso no significaba que hubieran fingido respetar al difunto ni que hubieran estado muy serios hasta el final de la ceremonia por hipocresía, pues, en realidad, respetaban al capitán valiente y competente que era un desconocido para ellos, a un oficial enemigo que había actuado como le correspondía.
—Usted le conocía, ¿verdad? —preguntó Hyde Parker, de la
Tenedos
, que estaba a su lado.
—Sí-respondió Jack—. Vino a visitarme en Boston. Capturó a uno de mis oficiales cuando apresó la
Peacock
y le trató muy bien. Estaba entonces al mando de la
Hornet
, ¿sabes? Era un hombre valiente, muy valiente.
—Es una pena —dijo Hyde Parker—. Pero no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, ¿sabe? Es imposible conseguir una gran victoria sin derramamiento de sangre, y ésta ha sido una gran victoria. Creo que nunca me he sentido más feliz que al ver la
Shannon
con su presa, y, sin duda, nunca he gritado más ni más alto en toda mi vida. Todavía estoy ronco como un rey de codornices.
La alegría que llenaba la base naval se notó mucho más en la espléndida cena ofrecida por el comisionado, y Jack volvió a sentirla cuando, después de recogida la mesa, contó a sus entusiasmados compañeros de la Armada la memorable batalla repitiendo todos los movimientos de las fragatas con dos maquetas que había sacado del astillero y especificando qué velas y qué partes del aparejo habían sido derribadas en cada momento.
También se notó en la cena ofrecida por el comandante del puerto. Colpoys estaba muy contento y cantó mientras él subía la escalera, y la dueña de la casa estaba radiante de alegría y hablaba mucho, a pesar de su preocupación por tener que preparar un gran baile con poca antelación. Diana se había contagiado de aquella alegría (a pocas mujeres les gustaban más los bailes que a Diana) y recibió a Stephen muy cariñosamente, besándole en ambas mejillas.
—¡Cuánto me alegra que hayas venido! —exclamó—. Ahora puedo darte la invitación en vez de enviártela. He estado ayudando a lady Harriet a hacerlas desde el desayuno. Vendrán la mitad de los oficiales de la Armada y un gran número de oficiales del Ejército.
—¿Mi invitación? —preguntó Stephen, mirándola a cierta distancia con recelo.
—Tu invitación para el baile, cariño. Sabes lo que es eso, ¿no? Es una gran fiesta donde la gente baila. Tú sabes bailar, Stephen, ¿no es cierto?
—A mi manera. La última vez que bailé fue en Melbury Lodge durante la paz. Tuviste la amabilidad de ser mi compañera y bailamos un minué bastante bien. Espero que vuelvas a ser amable conmigo.
—Lo siento, Stephen, pero no puedo ir porque no tengo nada que ponerme. Sin embargo, lo veré desde el balcón, y podrás llevarme un refresco de vez en cuando. Ya verás cómo nos reímos de los que bailan.
—¿No trajiste nada en tu baúl?
—No tuve tiempo para escoger la ropa y estaba trastornada. Aparte de las joyas, sólo eché algunas enaguas y medias y alguna otra cosa que tenía a mano. De todas maneras, no podía predecir que me invitarían a un baile.
—Hay modistas en Halifax, Villiers.
—¡Ah, las modistas de Halifax…! —dijo Diana y se rió con ganas.
Era la primera vez que él la oía reír desde que se habían encontrado en Estados Unidos y eso le causó una extraña impresión.
—No… —prosiguió—. En este desierto sólo hay una esperanza. Una francesa muy lista que lady Harriet conoce trae cosas de París de contrabando, y esta mañana vino a enseñarnos un montón de ellas, entre las que había un vestido de lustrina azul que nos gustó a las dos. Lady Harriet no puede ponérselo, desde luego… Es de mangas hasta aquí y muy escotado por delante y por detrás, y, como ella misma reconoció, la haría parecer una gran estatua. Escogió un vestido de muselina color
merde d'oie
que es espantoso, pero al menos la cubre por completo, y se lo están ensanchando. Yo me hubiera comprado el azul, pero madame Chose pide una barbaridad, y necesito que el poco dinero que pude traer me dure mucho. ¿Sabes que zurcí un par de medias anoche? Si estuviera en Londres o en París o incluso en Filadelfia, desataría la sarta de perlas y vendería un par de ellas, pero en este desierto sólo compran imitaciones y filigranas. De lo único que entiendo es de joyas, y sé que sería una estupidez venderlas en Halifax. ¡Las perlas del nabab en Halifax! ¿Puedes concebir que ocurra algo así?