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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (59 page)

Pero el objetivo no era extinguir la vida, sino mantenerla bajo control. La vida en sí, a pesar del aparente despilfarro que suponía, era sagrada para los inhibidores. De hecho, si existían era para su preservación absoluta, en especial de la vida inteligente.

Pero no se podía permitir que se extendiera.

Su metodología, mejorada a lo largo de millones de años, era simple. Había demasiados soles viables como para vigilarlos continuamente, demasiados mundos donde la vida elemental podía asomar a la inteligencia de pronto y por sí misma. Así que habían establecido redes de desencadenantes, artefactos desconcertantes repartidos por la faz de la galaxia. Estaban colocados de tal modo que era probable que una cultura emergente se topara con uno de ellos antes o después. Asimismo, no estaban diseñados para atraer de modo inadvertido a las culturas hasta el espacio. Debían ser tentadores, pero no demasiado.

Los inhibidores aguardaban entre las estrellas, atentos a la señal de que uno de sus relucientes cachivaches había atraído a una nueva especie.

Y entonces, rápidos y despiadados, convergían sobre el epicentro del nuevo brote.

La lanzadera militar en la que había llegado Voi estaba atracada fuera, sujeta a la parte inferior del Carrusel Nueva Copenhague mediante presas magnéticas. Clavain fue conducido a bordo y le dijeron dónde debía sentarse. Colocaron un casco negro sobre su cabeza, con solo una minúscula ventana de observación por la parte delantera. Estaba diseñado para bloquear las señales neuronales y evitar que interfiriera con la maquinaria ambiental. Esa precaución no lo sorprendió en absoluto. Para ellos era potencialmente valioso (a pesar de los comentarios previos de Voi en sentido contrario, cualquier tipo de desertor podía suponer alguna diferencia, incluso en una fase tan avanzada de la guerra), pero, como araña, podía causar también considerables daños.

La nave militar desatracó y partió del Carrusel Nueva Copenhague. Las ventanillas del casco acorazado estaban fijadas de modo pintoresco. A través del vidrio de quince centímetros de grosor, arañado y raspado, Clavain vio un trío de esbeltos vehículos policiales que los seguían de cerca como peces piloto.

Clavain hizo un gesto en dirección a las naves.

—Se toman esto en serio.

—Nos escoltarán hasta abandonar el espacio aéreo de la convención —dijo Voi—. Es el procedimiento habitual. Mantenemos muy buenas relaciones con la convención, Clavain.

—¿Dónde me lleváis? ¿Directamente al cuartel general demarquista?

—No digas bobadas. Te conduciremos a un lugar bonito y seguro, y sobre todo bien apartado. Hay un pequeño campamento demarquista al otro lado del Ojo de Marco... pero, por supuesto, ya lo conoces todo sobre nuestras operaciones.

Clavain asintió.

—Pero no los procedimientos informativos exactos. ¿Habéis tenido muchos casos como este?

La otra persona presente era un demarquista, también de alta graduación, al que Voi había presentado como Giles Perotet. Tenía la costumbre de estirar sin cesar los dedos de sus guantes, uno detrás de otro y una mano después de la otra.

—Dos o tres cada década —dijo—. Ciertamente, tú eres el primero desde hace bastante. No esperes un tratamiento de alfombra roja, Clavain. Es posible que nuestras perspectivas se vean influidas por el hecho de que ocho de los once desertores anteriores resultaron ser espías de las arañas. Los matamos a todos, pero no antes de que pudieran hacerse con valiosos secretos.

—No estoy aquí para eso. No tendría mucho sentido, ¿verdad? La guerra ya es nuestra, en cualquier caso.

—Así que has venido para regodearte, ¿no es así? —preguntó Voi.

—No. He venido para contaros algo que situará la guerra en una perspectiva por completo distinta.

La hilaridad cruzó brevemente el rostro de la demarquista.

—Tendría que tratarse de un truco.

—¿Todavía dispone la demarquía de una abrazadora lumínica? Perotet y Voi intercambiaron miradas de asombro. —¿Tú qué crees, Clavain? —replicó el hombre.

Clavain no respondió en varios minutos. Por la ventana vio cómo disminuía el Carrusel Nueva Copenhague, y el enorme arco del borde reveló no ser más que una sección de una rueda sin radios. La propia corona fue haciéndose cada vez más pequeña hasta casi perderse contra el trasfondo de los demás hábitats y carruseles que formaban el Cinturón Oxidado.

—Nuestro espionaje asegura que no la tenéis —dijo Clavain—, pero podría equivocarse, o poseer información incompleta. Si la demarquía tuviera que poner sus manos sobre una abrazadora lumínica con muy poco preaviso, ¿creéis que podría?

—¿De qué va esto, Clavain? —preguntó Voi.

—Responded a mi pregunta.

El rostro de Voi enrojeció ante su insolencia, pero contuvo bien su enfado. Su voz permaneció serena, casi formal.

—Sabes que siempre hay modos y maneras. Solo depende del grado de desesperación.

—Creo que deberíais empezar a hacer planes. Necesitaréis una nave estelar; más de una, si podéis lograrlo. Y tropas y armas.

—No estamos lo que se dice en posición de malgastar recursos, Clavain —dijo Perotet, quitándose por completo un guante. Sus manos eran blancas como la leche y de huesos muy finos.

—¿Por qué no? ¿Porque perderéis la guerra? Vais a perderla de todos modos. Simplemente ha de suceder un poco antes de lo que esperabais.

Perotet volvió a ponerse el guante.

—¿Por qué, Clavain?

—Ganar esta guerra ya no es la preocupación principal del Nido Madre. Otro asunto ha tomado prioridad. Siguen realizando los movimientos que le darán la victoria porque no quieren que ni vosotros ni nadie más sospeche la verdad.

—¿Y cuál es la verdad? —preguntó Voi.

—No conozco todos los detalles. Tuve que elegir entre quedarme para descubrir más cosas o desertar mientras tuviera la ocasión. No fue una decisión fácil, y no dispuse de mucho tiempo para reflexionar sobre ello.

—Entonces cuéntanos lo que sabes —dijo Perotet—. Nosotros decidiremos si la información merece una investigación adicional. De un modo u otro acabaremos por descubrir lo que sabes, como ya comprenderás. Tenemos dragas, igual que tu bando. Puede que no sean tan rápidas, ni tampoco tan seguras..., pero ya nos valen. No pierdes nada por contarnos algo ahora.

—Os contaré todo lo que sé. Pero carece de valor si no actuáis al respecto. —Clavain notó que la nave militar ajustaba su curso. Se dirigían a la única luna de gran tamaño de Yellowstone, el Ojo de Marco, que orbitaba justo más allá del límite jurisdiccional de la Convención de Ferrisville.

—Adelante —dijo Perotet.

—El Nido Madre ha identificado una amenaza externa, una que nos atañe a todos. Hay alienígenas ahí fuera, seres similares a máquinas que erradican la aparición de las inteligencias tecnológicas. Por eso la galaxia está tan vacía: ellos la mantienen despejada. Y me temo que somos los siguientes en la lista.

—A mí me suena a simple conjetura —dijo Voi.

—No. Algunas de nuestras misiones en el espacio profundo ya se han encontrado con ellos. Son tan reales como tú y yo, y te juro que se están acercando.

—Hasta ahora nos las hemos arreglado bien —intervino Perotet.

—Algo que hemos hecho los ha alertado. Puede que nunca sepamos con precisión de qué se trata. Lo único que importa es que la amenaza es auténtica y que los combinados son totalmente conscientes de ella. Y no creen poder derrotarla. —Siguió contándoles prácticamente la misma historia que ya había relatado a Xavier y Antoinette sobre la evacuación del Nido Madre y la búsqueda para recuperar las armas perdidas.

—En cuanto a esas armas imaginarias —comentó Voi—, ¿se supone que debemos creer que supondrían una diferencia práctica contra alienígenas hostiles?

—Supongo que, si no se consideraran de valor, mi gente no estaría ansiosa.

—¿Y dónde entramos nosotros?

—Me gustaría que vosotros recuperarais las armas antes. Por eso necesitaréis una nave estelar. Podrías dejar atrás unas pocas armas para la flota del éxodo de Skade, pero más allá de eso... —Clavain se encogió de hombros—. Creo que estarán mejor bajo control de la humanidad ortodoxa.

—Eres todo un chaquetero —dijo Voi con admiración.

—He intentado no convertirlo en una profesión.

La nave dio bandazos. No había habido ninguna señal de advertencia hasta ese momento, pero Clavain había volado en naves de sobra para reconocer la diferencia entre una maniobra programada y otra desesperada.

Algo iba mal. Pudo verlo al instante en los gestos de Voi y Perotet: toda compostura se esfumó de sus rostros. La expresión de Voi se convirtió en una máscara y su garganta temblaba como si estuviera embarcada en una comunicación subvocal con el capitán de la nave. Perotet fue hasta la ventanilla, asegurándose de tener al menos una extremidad sujeta a un agarradero.

La lanzadera volvió a dar sacudidas. Una dura luz azul iluminó la cabina. Perotet apartó la mirada, entrecerrando los ojos para protegerse del resplandor.

—¿Qué sucede? —preguntó Clavain.

—Nos atacan. —El hombre sonaba fascinado y consternado al mismo tiempo—. Alguien acaba de cargarse una de las naves de escolta de Ferrisville.

—Esta lanzadera parece poco blindada —dijo Clavain—. Si alguien nos atacara, ¿no deberíamos estar ya muertos?

Otro destello. La lanzadera se bamboleó y guiñó. El casco vibró al incrementarse la potencia del motor. El capitán estaba aplicando una maniobra evasiva.

—Ya van dos —dijo Voi, desde el otro lado de la cabina.

—¿Os importaría soltarme de esta silla? —pidió Clavain.

—Veo algo que se aproxima a nosotros —gritó Perotet—. Parece otra nave, o puede que dos. Sin marcas. Parecen civiles, pero es imposible. A no ser que...

—¿Banshees? —sugirió Clavain.

No parecieron oírlo.

—También hay algo a este lado —dijo Voi—. El navegante tampoco sabe lo que está sucediendo. —Posó su atención sobre Clavain—. ¿Podría llegar tu bando tan cerca de Yellowstone?

—Desean recuperarme a toda costa —explicó Clavain—. Supongo que todo es posible. Pero esto atenta contra todas las normas de la guerra.

—Aun así, podrían ser arañas —dijo Voi—. Si lo que cuentas es cierto, entonces las reglas de la guerra ya no se aplican.

—¿Podéis contraatacar? —preguntó Clavain.

—No aquí. Nuestras armas están pacificadas electrónicamente dentro del espacio aéreo de la convención. —Perotet se desenganchó de un cinturón y correteó hasta otro situado en la pared opuesta—. El otro escolta está dañado, debe de haber recibido un impacto parcial. Suelta combustible y ha perdido el control de navegación. Se distancia de nosotros. Voi, ¿cuánto queda para que volvamos a la zona de guerra?

Los ojos de la demarquista volvieron a vidriarse. Era como si se quedara momentáneamente aturdida.

—Cuatro minutos hasta la frontera, entonces las armas se despacificarán.

—No disponéis de cuatro minutos —dijo Clavain—. ¿Por casualidad hay un traje espacial a bordo de esta cosa? Voi lo miró extrañada. —Pues claro, ¿por qué?

—Porque resulta evidente que es a mí a quien buscan. No tiene sentido que muramos todos, ¿verdad?

Le mostraron el armario de los trajes. Eran de diseño demarquista, todos con estrías de metal de color rojo plateado y, aunque no eran ni más ni menos avanzados técnicamente que los trajes de los combinados, todo funcionaba de modo distinto. Clavain no podría haberse puesto el traje sin la ayuda de Voi y Perotet. Tras cerrar y asegurar el casco, el borde de la visera se encendió con una decena de indicadores de estado que no le resultaban familiares, trazas que se arrastraban por la pantalla e histogramas cambiantes marcados con acrónimos que para él no significaban nada. De forma periódica, una discreta y educada voz femenina susurraba algo a su oído. La mayoría de las trazas eran más verdes que rojas, lo que Clavain interpretó como una buena señal.

—Sigo pensando que esto debe de ser una trampa —dijo Voi—. Algo que habías planeado desde el principio. Pretendías subir a bordo de nuestra nave y que después te rescataran. Quizá nos has hecho algo o has plantado algo...

—Todo lo que os he contado es cierto —insistió Clavain—. No sé quién es esa gente de ahí fuera y tampoco sé qué quieren de mí. Podrían ser combinados pero, si lo son, su llegada no es algo que tuviera previsto.

—Ojalá pudiera creerte.

—Admiraba a Sandra Voi, y confiaba en que el hecho de haberla conocido pudiera ayudarme al presentarte mi caso. He sido totalmente sincero en eso. —Si son combinados... ¿te matarán?

—No lo sé. Me parece que ya podrían haberlo hecho, si fuera ese su objetivo. No creo que Skade os hubiera perdonado la vida, pero quizá la juzgo mal. Si es que se trata de Skade... —Clavain arrastró los pies hasta la cámara estanca—. Mejor será que me vaya. Espero que os dejen en paz cuando vean que estoy fuera.

—Estás asustado, ¿verdad?

Clavain sonrió.

—¿Tan evidente resulta?

—Eso me empuja a pensar que podrías no estar mintiendo. La información que nos has dado...

—En serio, deberíais actuar al respecto.

Se introdujo en la esclusa y Voi hizo el resto. Las trazas de la visera registraron el paso al vacío. Clavain oyó cómo el traje crujía y chasqueaba de manera poco familiar mientras se ajustaba al espacio. La puerta exterior se alzó sobre pesados pistones. No pudo ver nada, salvo un rectángulo de oscuridad. Ni estrellas ni planetas. Tampoco el Cinturón Oxidado, ni siquiera las naves de los piratas.

Siempre hacía falta valor para dejarse caer de una nave espacial, y mucho más si se carecía de todo medio para regresar. Clavain calculó que ese sencillo paso y el impulso que debía darse se contaban entre las dos o tres cosas más difíciles que había tenido que hacer en toda su vida.

Pero había que hacerlo.

Estaba fuera. Se giró lentamente y la lanzadera demarquista entró en su campo de visión mientras pasaba a su lado. No mostraba daños, salvo una o dos marcas de quemaduras superficiales en el casco, donde había sido golpeado por fragmentos al rojo de las naves de escolta. Al sexto o séptimo giro, los motores palpitaron y la lanzadera comenzó a incrementar la distancia con Clavain. Eso era bueno. No tenía sentido sacrificarse si Voi no sacaba provecho de ello.

Aguardó. Transcurrieron quizá unos cuatro minutos antes de que distinguiera las otras naves. Era evidente que se habían distanciado tras el ataque. Eran tres, como pensaban Voi y Perotet.

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