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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (6 page)

—¡Zorra! —dijo con voz ronca—. ¡Te cortaré las tetas!

Entonces Toby se vio rodeada por una multitud de niños. Dos de ellos la cogieron de las manos y los demás formaron en guardia de honor, por delante y por detrás.

—Deprisa, deprisa —iban diciendo mientras tiraban de ella y la empujaban por la calle.

Sonaba un rugido a sus espaldas.

—Vuelve aquí, zorra.

—Deprisa, por aquí —dijo el chico más alto.

Con Adán Uno cubriendo la retaguardia, Toby y los chiquillos trotaron por las calles de como un desfile: la gente miraba. Además de su pánico, Toby se sentía irreal y un poco mareada.

Las multitudes empezaron a disolverse y los olores se tornaron menos acres; había menos tiendas cerradas con tablones.

—Más deprisa —dijo Adán Uno.

Corrieron por un callejón y doblaron varias esquinas en rápida sucesión hasta que los gritos se desvanecieron.

Llegaron a una fábrica de ladrillo rojo de la edad moderna. Delante había un cartel que rezaba:
Pachinko
, encima de otro más pequeño en el que se leía: «Masaje personal Stardust, segundo piso, se consienten todos los caprichos, arreglos de nariz extra.» Los niños corrieron hasta el lateral del edificio y empezaron a subir por la escalera de incendios, y Toby los siguió. Estaba sin aliento, pero ellos trepaban como monos. Cuando llegaron al tejado, cada uno de ellos le dijo «Bienvenida a nuestro jardín» y la abrazó, y Toby quedó envuelta por el olor dulce y salado de niños que no se han lavado.

Toby no recordaba que la abrazara un niño. Para los niños debía de ser una formalidad, como abrazar a una tía lejana, pero para ella fue algo que no sabía definir: desconcertante, suavemente íntimo. Como ser acariciada por el hocico de un conejo. Pero un conejo de Marte. Sin embargo, le resultaba emocionante: estaba emocionada, de una forma impersonal pero amable que no era sexual. Considerando cómo había estado viviendo últimamente, teniendo en cuenta que las manos de Blanco eran las únicas que la habían tocado, parte de la sensación de extrañeza tenía que deberse a eso.

También había adultos, extendiendo las manos a modo de saludo —las mujeres con vestidos holgados, los hombres con monos de trabajo— y allí, de repente, estaba Rebecca.

—Lo has logrado, corazón —dijo—. ¡Se lo dije! ¡Sabía que te sacarían!

El Jardín no era para nada como Toby lo había imaginado por los rumores. No se trataba de una marisma recocida llena de desechos vegetales podridos, sino más bien de todo lo contrario. Miró a su alrededor, admirada: era muy hermoso, con plantas y flores de muchos tipos que ella jamás había visto antes. Había mariposas de colores intensos; se percibía el zumbido cercano de las abejas. Cada pétalo, cada hoja rebosaban vida, brillaban como si fueran conscientes de su presencia. Incluso el aire del Jardín era diferente.

Se dio cuenta de que estaba llorando de alivio y gratitud. Era como si una mano grande, benevolente, se hubiera dignado a rescatarla y sacarla a flote. Después, oiría con frecuencia a Adán Uno hablando de «ser inundado con la luz de de Dios», y sin saberlo todavía era así como se sentía en ese momento.

—Estoy encantado de que hayas tomado esta decisión, querida —dijo Adán Uno.

Pero Toby no creía que hubiera tomado ninguna decisión en absoluto. Las circunstancias lo habían hecho por ella. A pesar de todo lo que ocurrió después, ése fue un momento que nunca olvidó.

Esa primera tarde, hubo una modesta celebración en honor de la llegada de Toby. Se formó un gran alboroto sobre la abertura de un frasco de ciertos elementos morados en conserva —fue la primera vez que probó las bayas de saúco— y sacaron un pote de miel como si del Santo Grial se tratara.

Adán Uno dio un pequeño sermón sobre los salvamentos providenciales. Se mencionó el tizón rescatado del fuego y la oveja extraviada —había oído hablar de ello antes, en la iglesia—, pero también se utilizaron otros ejemplos de rescates que no le resultaban familiares: el caracol realojado, la pera caída del árbol. Luego comieron una especie de panqueque de lentejas y un plato llamado revuelto de setas encurtidas de Pilar, seguido de rebanadas de pan de soja con las bayas moradas y la miel.

Pasada la euforia inicial, Toby estaba aturdida e inquieta. ¿Cómo había llegado ahí, a ese enclave inverosímil y en cierto modo inquietante? ¿Qué estaba haciendo entre aquella gente rara pero cordial, de religión extravagante y, en ese momento, dientes morados?

10

Las primeras semanas de Toby con los Jardineros no resultaron tranquilizadoras. Adán Uno no le dio ninguna instrucción: simplemente la observaba, por lo cual comprendió que se hallaba en libertad vigilada. Ella trató de integrarse, de ayudar cuando se la necesitaba, pero demostró su ineptitud en las tareas rutinarias. No sabía dar puntadas minúsculas como quería Eva Nueve (Nuala) y, después de sangrar sobre unas pocas ensaladas, Rebecca le pidió que dejara de cortar la verdura.

—Si quiero que parezca remolacha, pondré remolacha —le dijo.

Burt —Adán Trece, a cargo del huerto— la desalentó de arrancar malas hierbas después de que arrancara por error varias alcachofas. A cambio, la dejaron limpiar los biodoros violetas. Era una tarea simple que no requería ninguna preparación especial. De manera que se dedicó a eso.

Adán Uno era más que consciente de todos sus esfuerzos.

—Los biodoros no son tan malos, ¿no? —le dijo un día—. Al fin y al cabo, aquí somos vegetarianos estrictos.

Toby se preguntó qué quería decir, pero enseguida se dio cuenta: menos oloroso. Más vaca que perro.

Tardó un tiempo en formarse una idea de la jerarquía de los Jardineros. Adán Uno insistía en que todos los Jardineros eran iguales en lo espiritual; sin embargo, eso no valía en cuanto a lo material: los Adanes y las Evas ocupaban los rangos más altos, mientras que sus números indicaban áreas de experiencia y no un orden de importancia. Pensó que en muchos sentidos era como un monasterio. El capítulo interno, luego los hermanos seglares. Y las hermanas seglares, desde luego. Salvo que no se requería castidad.

Puesto que estaba aceptando la hospitalidad jardinera y fingiendo —Toby no era una auténtica conversa—, sentía que tenía que pagarlo trabajando con tesón. A la limpieza de los biodoros violeta añadió otras labores. Subía tierra fresca al tejado por la escalera de incendios —los Jardineros tenían reservas de tierra que sacaban de solares y construcciones abandonadas— para mezclarla con compost, y con subproductos de los biodoros violeta. Fundía los últimos trozos de pastillas de jabón y trasvasaba y etiquetaba vinagre. Empaquetaba gusanos del Árbol de de Intercambio de Productos Naturales, fregaba la cinta de gimnasio Corre hacia , barría los dormitorios del piso de debajo del tejado, donde los solteros del grupo pernoctaban en futones rellenos con material de plantas secas.

Al cabo de varios meses, Adán Uno le propuso que pusiera en acción sus otros talentos.

—¿Qué otros talentos? —preguntó Toby.

—¿No estudiaste Medicina Holística? —dijo Adán Uno—. ¿En ?

—Sí —respondió Toby. No tenía sentido preguntar cómo Adán Uno sabía eso de ella. Él simplemente sabía cosas.

De modo que se puso a preparar lociones y cremas de hierbas. No había que cortar mucho y tenía un brazo fuerte para el mortero y la mano del almirez. Poco después, Adán Uno le pidió que compartiera su talento con los niños, y así añadió varias clases diarias a su rutina.

Para entonces estaba acostumbrada a la vestimenta oscura, a esa especie de sacos que llevaban las mujeres.

—Déjate crecer el pelo —le dijo Nuala—. Olvídate de ese aspecto rapado. Todas las mujeres Jardineras llevamos el pelo largo.

Cuando Toby preguntó por qué, se le hizo saber que la preferencia estética correspondía a Dios. Esa clase de mojigatería de sonrisa mandona era demasiado penetrante para Toby, sobre todo en el caso de las componentes femeninas de la secta.

De vez en cuando pensaba en desertar. Para empezar, sentía poderosas aunque bochornosas ansias de proteína animal.

—¿Alguna vez tienes ganas de comerte un SecretBurger? —le preguntó a Rebecca.

Rebecca formaba parte de su mundo anterior y Toby podía discutir esas cosas con ella.

—Debo admitirlo —dijo Rebecca—. Tengo esas ideas. Les ponían algo, ha de ser eso. Alguna sustancia adictiva.

La comida era bastante agradable —Rebecca hacía todo lo posible con los escasos ingredientes disponibles—, pero resultaba repetitiva. Además, las plegarias eran tediosas y la teología rara: ¿por qué ser tan quisquilloso con los detalles del estilo de vida si creías que pronto todo el mundo sería barrido de la faz del planeta? Los Jardineros estaban convencidos de la inminencia de un desastre, aunque Toby no veía ninguna prueba sólida. Tal vez estaban leyendo las entrañas de las aves.

Iba a producirse en cualquier momento una mortandad masiva de la raza humana, debido a la superpoblación y la maldad, pero los Jardineros se excluían: pretendían navegar en el Diluvio Seco, con la ayuda de la comida que estaban almacenando en lugares ocultos que llamaban Ararats. En cuanto a los dispositivos de flotación en los cuales huirían del Diluvio, ellos mismos serían sus propias arcas, llenas de sus propias colecciones de animales, o al menos los nombres de esos animales. Por consiguiente, sobrevivirían para repoblar la tierra. O algo por el estilo.

Toby le preguntó a Rebecca si de verdad creía en el discurso de desastre total de los Jardineros, pero Rebecca no cedía. «Son buena gente —era lo único que decía—. Lo que ha de pasar, pasará, así que calma.» Y a continuación le daba a Toby un donut de soja y miel.

Buena gente o no, Toby no se imaginaba ocultándose de la realidad entre esos fugitivos por mucho tiempo. Sin embargo, no podía marcharse abiertamente. Eso habría sido demasiado descarado e ingrato: al fin y al cabo, esas personas le habían salvado el pellejo. De modo que se imaginó que se escabullía por la escalera de incendios —pasando el piso de los dormitorios y el antro de pachinko y el salón de masaje en los pisos inferiores— y salía corriendo al abrigo de la oscuridad para hacer autostop a un coche solar que la llevara a alguna ciudad situada más al norte. Los aviones estaban descartados porque eran demasiado caros y se hallaban bajo vigilancia de Corpsegur. Y aunque hubiera tenido dinero para ello no podía tomar el tren bala: allí comprobaban la identidad y ella no tenía ninguna.

No sólo eso, sino que Blanco seguiría buscándola en las calles de la plebilla, él y sus dos matones. Alardeaba de que ninguna mujer había escapado de él. Tarde o temprano la encontraría y se lo haría pagar. Esa patada suya le costaría cara. Para hacer borrón y cuenta nueva haría falta una violación en grupo o su cabeza clavada en una pértiga.

¿Era posible que él no supiera dónde estaba? No: las bandas de las plebillas seguro que tenían alguna idea, del mismo modo que captaban cualquier rumor y se lo vendían. Toby había estado evitando las calles, pero ¿qué iba a impedir que Blanco subiera al tejado por la escalera de incendios? Al final, Toby compartió sus temores con Adán Uno. Él conocía a Blanco y lo que era capaz de hacer: lo había visto en acción.

—No quiero poner en peligro a los Jardineros —fue la forma de expresarlo de Toby.

—Querida —dijo Adán Uno—, estás a salvo con nosotros. O moderadamente a salvo.

Le explicó que Blanco pertenecía a la mafia de , y los Jardineros eran vecinos, del Sumidero.

—Diferentes plebillas, diferentes mafias —explicó Adán Uno—. No pasan los límites a no ser que haya una guerra de mafias. Además, Corpsegur controla las mafias y, según nuestra información, nos han declarado en zona vedada.

—¿Por qué iban a molestarse en hacerlo? —preguntó Toby.

—Sería malo para su imagen extirpar algo que lleva el nombre de Dios —dijo Adán Uno—. Las corporaciones no lo aprobarían, considerando la influencia de los Petrobautistas y los Frutos Conocidos. Aseguran que respetan el Espíritu y favorecen la tolerancia religiosa, siempre que la religión no vuele nada por los aires: tienen aversión a la destrucción de la propiedad privada.

—No es posible que les gustemos —dijo Toby.

—Por supuesto que no —dijo Adán Uno—. Nos ven como fanáticos retorcidos que combinan el extremismo alimentario con un pésimo sentido de la moda y una actitud puritana frente a las compras. Pero no tenemos nada que les interese, por eso no nos califican de terroristas. Duerme tranquila, querida Toby. Los ángeles te protegen.

Curiosos ángeles, pensó Toby. No todos ellos eran ángeles de luz. Aun así, durmió más tranquila en su camastro de farfolla.

El Banquete de Adán y Todos los Primates
El banquete de Adán y Todos los Primates
Año 10

De la metodología de Dios en la creación del hombre

Narrado por Adán Uno

Queridos compañeros Jardineros en que es el Jardín de Dios:

¡Qué maravilloso es veros a todos reunidos aquí en nuestro hermoso Jardín del Edén en el Tejado! He disfrutado viendo el excelente Árbol de los Animales creado por nuestros niños con objetos de plástico que ellos mismos han recogido —¡un ejemplo excelente de reciclaje de materiales inicuos!— y espero con muchas ganas la inminente comida de hermandad: el delicioso pastel que Rebecca prepara con los nabos que reservamos de la última cosecha, por no mencionar el revuelto de setas encurtidas cortesía de Pilar, nuestra Eva Seis. También celebramos el ascenso de Toby a la categoría de docente. Con su tesón y dedicación, Toby nos ha enseñado que una persona puede superar infinidad de experiencias dolorosas y obstáculos internos una vez que atisba la luz de la verdad. Estamos muy orgullosos de ti, Toby.

En el Banquete de Adán y Todos los Primates, reivindicamos a nuestros ancestros primates: una afirmación que nos ha acarreado la ira de aquellos que persisten de un modo arrogante en el negacionismo. Pero afirmamos, también, la actuación divina que causó que fuéramos creados en la forma en que lo fuimos, y esto ha enrabietado a los científicos necios convencidos de que Dios no existe. Aseguran la inexistencia de Dios porque no pueden ponerlo en un tubo de ensayo ni pesarlo ni medirlo. Pero Dios es Espíritu puro; por lo tanto ¿cómo puede alguien razonar que la imposibilidad de medir lo que no es mensurable prueba su no existencia? Dios es de hecho la no cosa, la no cosidad, mediante la cual y por la cual existen todas las cosas materiales; porque si no hubiera la no cosidad, la existencia estaría tan repleta de materialidad que ninguna cosa podría distinguirse de otra. La mera existencia de objetos materiales distintos es una prueba de la no cosidad de Dios.

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