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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (44 page)

–¡A sus órdenes!

Cogí uno de los proyectores de batería y me lancé a los túneles, bordeando esta vez la parte izquierda de la red subterránea.

–¡Seguidme! Cada vez que los túneles se bifurquen, nos separaremos de la misma manera para cubrir la mayor superficie posible. ¡Si descubrís algo, dad un grito!

Enseguida, el laberinto nos alejó a los unos de los otros. Tan sólo Sibersky seguía acompañándome. El potente proyector nos ofrecía un espectáculo digno de una serie de terror. Zonas de sombras a causa del relieve irregular se dibujaban encima de nuestras cabezas como las manos descarnadas de fantasmas. El agua chorreaba con más fuerza en algunas cavidades, y tuvimos que cruzar grandes charcos estancados en el suelo sin duda alguna desde hacía años. Un nuevo túnel obligó a Sibersky a seguir por la izquierda.

En cuanto a mí, me fiaba de mi intuición y me dirigía donde me llevaran mis pasos. Las voces de los colegas ascendían a lo largo de las bóvedas y rebotaban en todas las direcciones hasta perderse. El túnel se estrechó de repente hasta tal punto que tuve que desrizarme de perfil metiendo barriga. Y avanzaba, avanzaba, avanzaba…

De repente, fui presa de la angustia. Empecé a temblar de manera incontrolable y las piernas no pudieron sostener más tiempo la masa de mi cuerpo. El sudor me quemó los ojos. Me vi obligado a sentarme. La cabeza se me tambaleó hacia atrás una primera vez, y luego otra: estaba a punto de desmayarme. La voz de Sibersky me llegó a trompicones, como si se hubiese roto en fragmentos de cristal al entrar en contacto con la roca.

–… misario… ontrado… enga… ápido…

Sacudí la cabeza, preguntándome si no estaría soñando. Tenía escarcha pegada a los labios. Estaba congelado. Tuve que hacer acopio de toda la voluntad del mundo para levantarme con gran esfuerzo del suelo y recuperar la sensibilidad en las piernas.

–… misario… está… uert… ápido…

–¡Ya voy! ¡Ya voy! – No conseguía encontrar el camino. Había perdido las referencias, la noción del espacio y el tiempo. Grité-: ¡Habla! ¡Habla para que me guíe el sonido de tu voz!

–… iams… Dios… misario…

Me precipité hacia el lugar de donde parecían provenir los sonidos.

–… misario… omisario…

De repente, cuando me metía en un túnel perpendicular, las emisiones sonoras me llegaron nítidas.

–¡Comisario! ¡Comisario! ¡Dios mío! ¡Dese prisa!

Ahora corría con la espalda encorvada, pues el techo de la bóveda era cada vez más bajo. Un fuerte resplandor salpicó la oscuridad a unos diez metros delante de mí. Pero antes de llegar, tuve que atravesar un paso tan estrecho que me vi obligado a ponerme de cuclillas para poder pasar.

Un olor intenso de carne quemada se me agarró de repente a las aletas de la nariz. Sibersky iluminaba un cuerpo desnudo tumbado de lado, las rodillas dobladas sobre el pecho y el rostro girado hacia la parte trasera de la cavidad, por lo que no lo vi al llegar. La cabellera descansaba sobre la roca, los cabellos cuidadosamente desplegados de manera que cubriesen la mayor superficie posible. Sibersky orientó la linterna en mi dirección, y luego se tapó el rostro porque yo le enviaba el haz del proyector a la cara. Dejé la máquina en el suelo y avancé lentamente hacia el cuerpo acurrucado. Cuando llegué a su altura, un olor pestilente me dobló en dos y fui a vomitar en un rincón.

«-Cuénteme por qué ejerce este oficio…

»-Es una tontería. Tenía trece años y, una mañana de otoño, fui a dar de comer a los patos, a orillas del lago Scale, en Florida. Estaba prohibido aventurarse allí en aquel período del año, porque era plena temporada de caza, pero me importaba un comino. Esos pobres animales venían a buscar el pan hasta mi mano; estaban hambrientos. Y un disparo les hizo alzar el vuelo. Los patos salieron volando. Vi cómo los abatían uno tras otro, en pleno cielo. Asistía a una serie de asesinatos… Me rompió el corazón de tal modo que me prometí que no dejaría ese tipo de matanzas impunes, que había que hacer algo para detener la masacre. Eso fue lo que, más adelante, me orientó hacia mi oficio. ¿Curioso, verdad?»

Sueros, serosidades rosáceas, aguas parecidas a los vinos grises de Marruecos supuraban de los senos quemados de Elisabeth Williams. Cerca de la pelvis, habían desaparecido trozos de carne, seguramente extraídos con la ayuda de un instrumento cortante, y la sangre se había endurecido en coágulos colgados de los flecos de piel.

«-¿Y nunca ha pensado en casarse?

»-No. Los hombres no entienden lo que hago. Nunca me he compenetrado de verdad con los que he conocido. Me hacían infeliz, prefería la compañía de las mujeres. Así es, Franck, ¡soy homosexual! Pero supongo que se lo imaginaba. ¿Me equivoco?»

Los genitales también habían sido quemados. Le habían depositado una perita llena de gasolina en el fondo de la vagina, y la habían encendido sirviéndose de una mecha de algodón y un mechero.

«¿Sabe lo que más me gustaría en el mundo, comisario? Regresar a orillas de ese lago, ver otra vez esos patos nadar delante de mí y tirarles migas de pan. Algún día regresaré allí, me lo he prometido a mí misma.»

Sibersky orientó la linterna hacia la izquierda de la entrada.

–Ha utilizado… este mechero y este aerosol para quemarle los pechos. Y… ha escrito eso… -dijo, apuntando el haz hacia el techo.

Leí: «¡Hola, Franck!», escrito con tiza.

Me sequé la boca con un pañuelo y saqué el móvil del bolsillo, pero la falta de cobertura lo hacía inservible. Me precipité en el estrechamiento, arrancándome al pasar la parte trasera de la chaqueta, corrí por el túnel, bordeé otro, a la derecha, y otra vez a la derecha hasta que la luz del día me iluminó el rostro.

Con dedo tembloroso, con el estómago en la boca, marqué el número personal de Serpetti. Habló antes de darme tiempo a decir nada.

–¡Hola, amigo mío! ¿Qué, te ha gustado mi sorpresita?

–¡Hijo de puta! ¡Devuélveme a mi mujer!

–No está muy lejos de mí, ¿sabes? Pero estoy un poco preocupado, porque últimamente ha tenido un número impresionante de contracciones. Parece que el bebé quiere salir.

–¡Basta, Thomas, te lo suplico! ¡Detén la masacre!

–¡No debe salir! ¡Ahora no! Tu mujer tiene que llegar hasta el final. Estoy recogiendo un poco de material. Tengo que arreglar todo eso. Después, todo irá mejor, mucho mejor… De hecho, no es que me molestes, pero, mira, tengo cosas que hacer, como siempre. Ah, deberás cuidar bien a
Reine de Romance,
porque creo que no volveré a verla durante mucho tiempo -dijo, y colgó.

–¡Noooooo! ¡No cuelgues! ¡Noooo!

Volví a marcar el número, sin respuesta. Me desmoroné, hincado de rodillas en el suelo, las manos en la tierra húmeda del patio interior. Otros vehículos, con las sirenas encendidas, se agolpaban a la entrada.

De repente, me levanté y entré en la vivienda, donde ya habían empezado los registros. Subí sin respirar los tramos de escalones que llevaban al piso de arriba. En el despacho donde ronroneaban sin cesar los ordenadores, el poster seguía ahí, colgado de la pared frontal: las marismas del Tertre Blanc. Y la cabaña, al fondo.

Crombez, que acababa de llegar, me llamó en el momento en que me disponía a coger la carretera.

–¿Comisario? ¿Adónde va?

–¡Aparta! ¡Tengo que comprobar una cosa!

Cerré la portezuela de golpe ante sus narices e hice chirriar los neumáticos al arrancar en la gravilla.

La tensión nerviosa me ponía los músculos duros como barras de hierro. Un dolor agudo me destruía el hombro y la espalda, y las articulaciones cansadas empezaban a lancinarse. Pero tenía que matarlo. Matarlo con mis propias manos, sin nadie que me lo impidiese. Tenía que ver sus ojos cuando el proyectil hendiera su carne.

«¡Aguanta, Suzanne, aguanta, te lo suplico!»

Una parte de mis pensamientos se centraba en Elisabeth Williams, en la terrible muerte que le había infligido. ¡Debería haberlo pensado! ¡Debería haber previsto que llegaría hasta ese extremo! ¡Dios mío! ¿Cuántas personas habían muerto por mi culpa? ¿A cuántas había salvado de las garras de Thomas Serpetti, el Hombre sin Rostro, aquel rostro que era tan familiar que ni conseguía verlo? A ninguna.

Conducía para enfrentarme al Ángel Rojo en un último combate, un duelo que esperaba desde hacía más de seis meses. Conducía hacia la cúpula rielante del sol poniente, conducía hacia el lugar donde me esperaba mi destino.

Capítulo 17

El olor de aguas estancadas penetró en mi interior y se materializó por fin, como si se desprendiese de la propia sustancia de mis sueños. El camino fangoso que destripaba las marismas desde varios kilómetros se cerró sobre las ruedas de mi vehículo como una mandíbula de hierro. Di un aceleren, pero la goma patinó. Me vi obligado a seguir a pie.

Los últimos mosquitos antes de las crudezas invernales bailaban en la superficie, rozando a veces las ondas con la punta de la pata antes de desaparecer detrás de los rastrojales llenos de cañas. Cuanto más avanzaba, más se espesaba la marisma. El lúgubre decorado que me rodeaba ya no tenía nada que ver con el poster de Serpetti, y buscaba desesperadamente una isla, un islote o una extensión de hierba en que debía erguirse la cabaña. Los rayos oblicuos del sol tachonaban de una sucia claridad las pocas extensiones de tonalidades uniformes donde el agua conseguía traspasar la capa espesa de los nenúfares, y me pareció que habría podido caminar sobre la superficie de la marisma, dada la generosidad con que se desplegaba la flora. Cañas gigantes de más de dos metros, erguidas como lanzas de guerreros, me impedían distinguir otra cosa que el universo restringido de esa celda de vegetación por la que avanzaba.

Seguí aventurándome por el estrecho camino que navegaba entre las marismas, preguntándome si aquel sendero no terminaría acabándose de repente o si las arenas movedizas me arrastrarían hacia el fondo. Me agarraba a las ramas arqueadas por la humedad y casi desnudas de los alisos, sorteando sus raíces, que se hundían en las profundidades del agua como gigantescas anacondas.

A la vuelta de un tronco cuya corteza se pudría, por fin divisé la cabaña, posada en una isla invadida de árboles y helechos, en pleno centro del manto caqui del agua. Había una barca amarrada a uno de los flancos de la isla y una lucecita angustiosa se filtraba a través de las persianas cerradas. Me agaché, me acerqué a la orilla de la marisma y miré alrededor con desesperación en busca de una embarcación o de algún medio de llegar hasta la isla, perdida a unos cincuenta metros en la sopa de nenúfares.

Me resigné a quitarme la chaqueta y los zapatos y me deslicé a lo largo de la ribera, apretando los dientes. El agua me llegó hasta las pantorrillas, y luego acometió los muslos y la pelvis. El légamo, los juncos, cuanto estaba podrido, se me agarraba a los miembros. El agua estaba helada, quizás a siete u ocho grados, no más. Debía avanzar muy rápido si no quería hundirme en el fondo, fulminado por una hipotermia. Levanté los brazos, con el arma por encima de la cabeza. De repente, mientras la superficie se me enrollaba alrededor del torso, caí en un agujero de cieno. El instinto de la respiración me hizo tragar un sorbo de agua y volví a subir al aire libre ahogándome, con lentejas acuáticas en las aletas de la nariz, la boca y los ojos. Bajo el efecto de la sorpresa, había soltado el arma; intenté en vano recuperarla a tientas con la punta de los dedos de los pies, hundiéndome de forma voluntaria, pero sólo conseguía palpar aquella mezcla en descomposición que se estancaba en el fondo del agua.

Me puse a nadar a braza, frenado por los tallos de los nenúfares que se enmarañaban con mis movimientos. El frío empezó a causar estragos. Los labios, las pantorrillas, los bíceps y los pectorales se endurecieron como la madera. Los dedos de las manos y los pies me empezaron a cosquillear y me pareció que iban a romperse. Y el hombro, como si lo hubiese alcanzado una segunda bala, gritaba de dolor.

Por fin conseguí llegar a la orilla, extenuado, congelado, sin arma, más pesado por el peso del agua, el cieno y la vegetación pegados a la ropa. La oscuridad bajaba de la bóveda del cielo a una velocidad espeluznante y croares de sapos perforaban el silencio acuático. Cogí uno de los bastones gordos que cubrían el suelo; escogí uno macizo pero lo suficientemente ligero para poder manipularlo fácilmente. Raíces y ramas podridas me torturaron la planta de los pies. Una ramita puntiaguda se rompió limpiamente en la punta de mi dedo gordo. Grité en silencio, levanté el pie y me arranqué al intruso apretando los dientes. Los músculos agarrotados por el frío parecieron recobrar una ligera elasticidad, en proporciones muy relativas. Por fin llegué a las inmediaciones de la cabaña. La hierba alta relevó al suelo pantanoso y ayudó, gracias a Dios, a que mi avance pasara un poco más inadvertido.

Persianas cerradas. Di la vuelta a la cabaña, pegué la oreja contra la pared y me detuve. El ronroneo de una radio llegó hasta mí, pero ningún ruido más. Me arriesgué a echar una mirada, mas los listones inclinados me impedían ver el interior. Un viento fresco se levantó con el crepúsculo, penetrante hasta el punto de paralizarme las articulaciones.

Me preguntaba de qué manera podría introducirme allí. Al mirar por la cerradura sólo vi el vacío, pues la llave estaba echada. Con sumo cuidado así la manilla, di un empujón y, ante mi gran sorpresa, la puerta se abrió sin oponer resistencia. Me precipité en la boca del lobo, blandiendo el palo por encima de la cabeza.

Y entonces descubrí a mi mujer, los ojos vendados, atada en cruz sobre una mesa, el pecho ofrecido a una desnudez ofensiva. Adiviné en el interior de su vientre redondo la presencia del pequeño ser y no pude reprimir las lágrimas, que me inundaron de tristeza. Un impulso proveniente de mis entrañas, un flujo imprevisto de las sensaciones más puras me paralizó, y luego me hizo vacilar y caer al suelo. Me levanté con dificultad y volví a desplomarme cuando el rostro de Suzanne se orientó en mi dirección. Palabras de desamparo se me colgaron al borde de la garganta y, por un instante que me pareció una eternidad, se me cortó la respiración.

Sólo pensaba en quitarle la venda, estrecharla entre mis brazos, besarla, cubrirla de amor, acariciarle el cabello, el vientre, aunque solamente fuese durante algunos segundos. Pero antes, mis últimas pulsiones de poli me obligaron a escudriñar la cocina americana y el lavabo. Serpetti no estaba a la vista. Sin tratar de reflexionar, me abalancé sobre la puerta de entrada y giré la llave para cerrar la salida. Me acerqué a mi amor, a mi futuro bebé, a quien ya quería más que nada en el mundo, y, sin tocarlos siquiera, sentí que el calor de sus cuerpos, el latido de sus corazones me inflamaban el alma.

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