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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (7 page)

Supuestamente.

Sondeluz se apartó del cuadro. Un sacerdote menor corrió a retirarlo. Lo más probable era que el patrón no lo hubiera pintado él mismo, sino que lo hubiera encargado. Cuando mejor era una pintura, mejor reacción tendía a obtener de los dioses. Parecía que la fortuna podía ser influida por cuánto se le pagara al artista.

«No debería ser tan cínico —pensó Sondeluz—. Sin este sistema, habría muerto hace cinco años.»

Había muerto hacía cinco años, aunque no supiera qué lo había matado. ¿Había sido realmente una muerte heroica? Tal vez no se permitía a nadie hablar sobre su vida anterior porque no querían que nadie supiera que Sondeluz el Audaz había muerto de calambres estomacales.

El sacerdote menor desapareció con el cuadro de la jungla. Sería quemado. Esas ofrendas se hacían específicamente para el dios pretendido, y sólo él, además de unos pocos de sus sacerdotes, podía verlas. Pasó a la siguiente obra de arte de la pared. Era un poema, escrito con letra de artesano. Los puntos de color brillaron cuando Sondeluz se acercó. La letra artesana hallandrense era un sistema especializado de escritura que no se basaba en la forma, sino en el color. Cada punto de color representaba un sonido distinto en el lenguaje hallandrense. Combinado con algunos puntos dobles, uno de cada color, creaba un alfabeto que era una pesadilla para quienes no distinguían los colores.

Poca gente en Hallandren admitiría tener ese problema concreto. Al menos, eso era lo que Sondeluz había oído. Se preguntó si los sacerdotes sabían cuánto chismorreaban sus dioses sobre el mundo exterior.

El poema no era muy bueno, compuesto obviamente por un campesino que luego le había pagado a alguien para que lo pasara a la escritura artesana. Los puntos simples eran un indicativo. Los verdaderos poetas usaban símbolos más elaborados, líneas continuas que cambiaban de color o pintorescos glifos que formaban imágenes. Se podían hacer muchas cosas con símbolos capaces de cambiar de forma sin perder su significado.

Hacer bien los colores era un arte delicado que requería la Tercera Elevación o más para ser perfeccionado. Ése era el nivel de aliento donde la persona ganaba la habilidad para sentir los tonos perfectos de color, igual que la Segunda Elevación concedía el tono perfecto. Los Retornados pertenecían a la Quinta Elevación. Sondeluz no sabía cómo era vivir sin la habilidad para reconocer instantáneamente tonos exactos de color y sonido. Podía distinguir un rojo ideal de uno mezclado aunque fuera con sólo una gota de pintura blanca.

Le dirigió al poema del campesino el mejor comentario que pudo, aunque generalmente sentía el impulso de ser sincero cuando miraba las ofrendas. Parecía que era su deber, y por algún motivo era una de las pocas cosas que se tomaba en serio.

Continuaron por la fila, y Sondeluz fue comentando las diversas pinturas y poemas. La pared estaba notablemente llena hoy. ¿Había una fiesta o una celebración que no conociera? Cuando llegaron al final, Sondeluz estaba cansado de mirar arte, aunque su cuerpo, impulsado por el aliento de la niña, continuaba sintiéndose fuerte y jubiloso.

Se detuvo antes de la última pintura. Era una obra abstracta, un estilo que se había popularizado últimamente, sobre todo en los cuadros que le enviaban a él, ya que había hecho comentarios favorables a otros en el pasado. Casi le dio a éste una mala nota simplemente por eso. Era bueno mantener a los sacerdotes en la duda de lo que le gustaría, o eso decían algunos dioses. Sondeluz tenía la impresión de que muchos de ellos eran bastante más calculadores en cómo hacían sus comentarios, añadiendo intencionadamente significados crípticos.

Sondeluz no tenía paciencia para esos truquitos. Le dedicó a ese último cuadro el tiempo que necesitaba. El lienzo estaba grueso por la pintura, cada pulgada coloreada con grandes y gruesas pinceladas. El tono predominante era un rojo oscuro, casi escarlata, que Sondeluz inmediatamente supo que era una mezcla de rojo y azul con una pizca de negro.

Las líneas de color se solapaban unas sobre otras, casi en progresión. Eran una especie de… olas. Sondeluz frunció el ceño. Si lo miraba con atención, parecía el mar. ¿Y eso del centro podía ser un navío?

Vagas impresiones de su sueño regresaron. Un mar rojo. El barco, marchándose.

«Estoy imaginando cosas», se dijo.

—Buen color —comentó—. Bonitas pautas. Me hace sentirme en paz, y, sin embargo, también tiene tensión. Lo apruebo.

A Llarimar pareció gustarle esta respuesta. Asintió mientras los sacerdotes menores permanecían apartados, registrando las palabras de Sondeluz.

—Bien —dijo—. Eso es todo, supongo.

—Sí, divina gracia.

«Queda un solo deber», pensó. Ahora que habían terminado las ofrendas, era hora de pasar a la última, y menos atractiva, de sus tareas diarias. Las peticiones. Tenía que acabar con ellas antes de poder pasar a actividades más importantes, como echar una cabezada.

Sin embargo, Llarimar no le abrió camino para dirigirse a la sala de peticiones. Simplemente llamó a un monje menor, y se puso a repasar unas páginas de una carpeta.

—¿Y bien? —preguntó Sondeluz.

—¿Y bien qué, divina gracia?

—Las peticiones.

Llarimar negó con la cabeza.

—No vais a atender ninguna petición hoy, divina gracia. ¿Recordáis?

—No. Te tengo a ti para que recuerdes esas cosas.

—Entonces —dijo Llarimar, pasando una página—, considerad recordado oficialmente que hoy no tenéis ninguna petición. Vuestros sacerdotes se emplearán en otra cosa.

—¿Ah, sí? ¿En qué?

—Se arrodillarán reverentemente en el patio, divina gracia. Nuestra nueva reina llega hoy.

Sondeluz se detuvo. «Tengo que prestar más atención a la política.»

—¿Hoy?

—Así es, divina gracia. Nuestro señor el rey-dios va a casarse.

—¿Tan pronto?

—En cuanto ella llegue, divina gracia.

«Interesante. Susebron se busca una esposa.» El rey-dios es el único de los Retornados que podía casarse. Los Retornados no podían engendrar hijos, menos el rey, que nunca había absorbido un aliento como hombre vivo. A Sondeluz la distinción siempre le había parecido extraña.

—Divina gracia —dijo Llarimar—. Necesitaremos una orden sinvida para disponer nuestras tropas delante de la ciudad para dar la bienvenida a la reina.

Sondeluz alzó una ceja.

—¿Planeamos atacarla?

Llarimar le dirigió una severa mirada.

Sondeluz se echó a reír.

—Fruta fugaz —dijo, dando una de las órdenes qué permitiría a los otros controlar a los sinvida de la ciudad. No era la orden central, naturalmente. La frase que le había dado a Llarimar permitiría a una persona controlar a los sinvida sólo en situaciones que no fueran de combate, y expiraría un día después de su primer uso. Sondeluz a menudo pensaba que el retorcido sistema de órdenes empleado para controlar a los sinvida era innecesariamente complejo. Sin embargo, ser uno de los cuatro dioses capaz de dar las órdenes sinvida le hacía ser bastante importante en ocasiones.

Los sacerdotes empezaron a hablar en voz baja sobre los preparativos. Sondeluz esperó, todavía pensando en Susebron y su inminente boda. Cruzó los brazos y se apoyó contra el quicio de la puerta.

—¿Veloz? —llamó.

—¿Sí, divina gracia?

—¿Tenía yo una esposa? Antes de morir, quiero decir.

Llarimar vaciló.

—Sabéis que no puedo hablar de vuestra vida antes de vuestro retorno. El conocimiento de vuestro pasado no hará ningún bien a nadie.

Sondeluz echó atrás la cabeza, apoyándola contra la pared, y miró al techo blanco.

—En ocasiones… recuerdo un rostro —dijo en voz baja—. Un rostro hermoso y joven. Creo que puede ser ella.

Los sacerdotes guardaron silencio.

—Cabello castaño tentador —prosiguió Sondeluz—. Labios rojos, a tres grados de la séptima armonía, de una profunda belleza. Pelo moreno oscuro.

Un sacerdote se adelantó con el libro rojo, y Llarimar empezó a escribir furiosamente. No instó a Sondeluz a dar más información, sino que fue anotando las palabras del dios tal como surgían.

Sondeluz se calló, y les dio la espalda a los hombres y sus plumas. «¿Qué importa? —pensó—. Esa vida ya no existe. En cambio, ahora soy un dios. Dejando aparte lo que pienso de la religión, las ventajas están bien.»

Echó a andar, seguido por un séquito de sirvientes y sacerdotes menores que atenderían sus necesidades. Terminadas las ofrendas, registrados los sueños y canceladas las peticiones, Sondeluz era libre para dedicarse a sus propias actividades.

No regresó a sus aposentos principales. En cambio, se encaminó hacia el patio y esperó a que emplazaran un pabellón para él.

Si hoy iba a llegar una nueva reina, quería echarle un buen vistazo.

Capítulo 4

El carruaje se detuvo ante T'Telir, la capital de Hallandren. Siri se asomó a la ventanilla y advirtió algo muy, muy intimidatorio: su pueblo no tenía ni idea de lo que significaba ser ostentoso. Las flores no eran ostentosas. Diez soldados protegiendo un carruaje no eran ostentosos. Tener un arrebato de genio en público no era ostentoso.

El campo cubierto por cuarenta mil soldados, vestidos de brillante azul y oro, formados en filas perfectas, las lanzas alzadas con estandartes azules ondeando al viento… eso sí era ostentoso. La fila doble de jinetes montados en enormes caballos de gruesos cascos, tanto hombres como bestias envueltos en telas doradas que titilaban al sol. Eso sí era ostentoso. La enorme ciudad, tan grande que su mente se aturdía al considerarla, sus cúpulas y torres y paredes pintadas compitiendo para atraer la atención. Eso era ostentoso.

Siri creía estar preparada. El carruaje había atravesado ciudades mientras se dirigían a T'Telir. Había visto las casas pintadas, los colores y pautas brillantes. Se había alojado en posadas con camas mullidas. Había comido alimentos mezclados con especias que la hicieron estornudar.

No estaba preparada para aquella recepción en T'Telir. En absoluto.

«Bendito Señor de los Colores…», pensó.

Sus soldados rodeaban el carruaje, como deseando poder subirse y ocultarse de aquel espectáculo abrumador. T'Telir se alzaba contra la orilla del mar Brillante, un cuerpo de agua grande pero contenido por tierra. Siri podía verlo en la distancia, reflejando la luz del sol, sorprendentemente fiel a su nombre.

Una figura de azul y plata cabalgó hasta el carruaje. Sus ropajes oscuros no eran sencillos, como los que llevaban los monjes allá en Idris. Tenían enormes hombreras terminadas en pico que casi hacían parecer que la ropa pareciera una armadura. Llevaba un tocado similar. Eso, combinado con los brillantes colores y las complejas capas de tejidos, hizo que el pelo de Siri palideciera hasta un intimidado blanco.

La figura hizo una reverencia.

—Lady Sisirinah Real —dijo el hombre con voz grave—. Soy Treledees, sumo sacerdote de Su Majestad Inmortal, Susebron el Grande, Dios Retornado y Rey de Hallandren. Aceptaréis que esta muestra de la guardia de honor os guíe hasta la Corte de los Dioses.

«¿Muestra?», pensó Siri.

El sacerdote no esperó respuesta. Hizo volverse a su caballo y emprendió el camino de regreso a la ciudad. El carruaje rodó tras él, los soldados marchando incómodos alrededor del vehículo. La jungla dio paso a esporádicos grupos de palmeras, y Siri se sorprendió al ver cuánta arena se mezclaba con la tierra. Su visión del paisaje pronto quedó oscurecida por el enorme campo de soldados que permanecían firmes a cada lado del camino.

—¡Austre, Dios de los Colores! —susurró uno de los guardias de Siri—. ¡Son sinvidas!

El pelo de la muchacha, que había empezado a volverse castaño, se convirtió de nuevo en blanco temeroso. El guardia tenía razón. Bajo sus coloridos uniformes, los soldados de Hallandren eran gris oscuro. Sus ojos, su piel, incluso su cabello: todo estaba completamente vacío de color, dejando atrás sólo un monocromo.

«¡No pueden ser sinvidas! —pensó ella—. ¡Parecen hombres!»

Los había imaginado como criaturas esqueléticas, la sangre podrida y desgajada de los huesos. Eran, después de todo, hombres que habían muerto y luego habían sido devueltos a la vida como soldados sin mente. Pero aquéllos parecían humanos. No había nada que los distinguiera excepto la falta de color y sus expresiones embotadas. Eso, y el hecho de que permanecían quietos. No rezongaban, no respiraban, no había ningún temblor de músculos o miembros. Incluso sus ojos estaban inmóviles. Parecían estatuas, sobre todo debido a su piel gris.

«Y… y ¿yo voy a casarme con una de estas cosas?», pensó Siri. Pero no, los Retornados eran diferentes a los sin vida, y ambos eran distintos a los apagados, que eran la gente que había perdido su aliento. Apenas podía recordar vagamente una época en que alguien de su aldea hubiera retornado. Fue hacía casi diez años, y su padre no la dejó visitar al hombre. Recordaba que pudo hablar e interactuar con su familia, aunque no fue capaz de acordarse de ellos.

Volvió a morir una semana más tarde.

El carruaje dejó por fin atrás las filas de sinvidas. Las murallas de la ciudad estaban ya próximas: eran inmensas y sobrecogedoras, aunque parecían más artísticas que funcionales. La parte superior de la muralla se curvaba en enormes semicírculos, como colinas, y el borde estaba recubierto de metal dorado. Las puertas mismas tenían la forma de dos retorcidas y esbeltas criaturas marinas que se alzaban en un enorme arco. Siri las atravesó, y la guardia de jinetes de Hallandren, que parecían hombres vivos, la acompañó.

Siempre había pensado que Hallandren era un lugar de muerte. Sus impresiones se basaban en las historias que contaban los buhoneros de paso o las viejas al calor del fuego en invierno. Hablaban de murallas construidas con cráneos y pintadas luego con zafias y feas vetas de color. Se había imaginado que los edificios del interior estarían salpicados con diferentes tonos enfrentados. Obscenos.

Se equivocaba. Cierto, había arrogancia en T'Telir. Cada nueva maravilla parecía querer llamar su atención y atenazarla por los ojos. Había gente flanqueando la calle, más gente de la que Siri había visto en toda su vida, agrupándose para ver el carruaje. Si había pobres entre ellos, Siri no pudo notarlo, pues todos vestían de brillantes colores. Algunos tenían atuendos más exagerados (probablemente comerciantes, ya que se decía que Halladren no tenía nobles aparte de sus dioses), pero incluso la más simple de las vestimentas refulgía.

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