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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (44 page)

Por esta razón la legión estaba acampada allí fuera.

Era terrible.

—A César no le va a gustar cuando se entere, pero tiene otras cosas más importantes de las que preocuparse. —Petreyo esbozó una amarga sonrisa—. La supervivencia, por ejemplo.

Fabiola disimuló su inquietud. No sabía nada de los últimos acontecimientos.

—He oído que se había producido una nueva rebelión en la Galia, pero nada más —dijo alegremente.

—Le va muy mal a César, lo cual es una buena noticia para Pompeyo. —Su expresión cambió y se tornó más agradable—. Ya basta de política y de guerra. No son temas para una dama. ¿Me haríais el honor de acompañarme en la cena?

Puesto que no le quedaba más remedio que aceptar, hizo una reverencia:

—Será un placer.

Fabiola estaba aterrorizada. Caminaba por la cuerda floja del engaño y el descubrimiento, pero no tenía otra opción. ¿Y los demás? Con suerte nadie haría muchas preguntas a Docilosa o a Sextus, pensó, y Secundus sabría mantener la boca cerrada. Estar a favor de César era tan buena razón para ser discreto como la suya.

Petreyo la llevó a otra zona de la enorme tienda, donde había tres divanes bastante juntos colocados alrededor de una mesa baja, de manera que quedaba un lado libre para servir la comida. Normalmente, en cada diván podían sentarse hasta tres personas. Esta sala era tan lujosa como la zona donde Fabiola se había lavado y estaba a la altura de la mayoría de las salas de banquetes de Roma. La mesa incluso era una obra de arte, con incrustaciones de oro y nácar en el sobre y unas patas preciosamente labradas con forma de garras de león. La luz, que provenía de los inmensos candelabros que colgaban en lo alto, rebotaba en las grandes bandejas de cerámica aretina, cerámica esmaltada en rojo con complicados motivos en relieve. Había una bonita cristalería en diferentes colores, un salero y cucharas de plata con delicados mangos de hueso. Tres esclavos sentados en una esquina tocaban por turnos las zampoñas, la lira y la cítara, un instrumento grande de cuerda de suave sonido. Otros permanecían de pie, esperando para servir alimentos y bebidas.

Fabiola miró a su alrededor con la esperanza de que hubiese más invitados.

Petreyo respondió a su mirada con un guiño:

—Normalmente ceno con mis tribunos, pero hoy no.

Fabiola consiguió devolverle la sonrisa, pero se le encogió el estómago por la inquietud. Después del tiempo que había pasado en el Lupanar, los hombres eran para ella un libro abierto.

—Por favor. —Petreyo le indicó dónde tenderse. Era el lugar de honor, a su lado.

Desconcertada, la joven se sentó. Antes de reclinarse, se quitó los zapatos y los colocó debajo del diván.

Afortunadamente, el legado escogió el diván del centro en lugar de sentarse directamente a su lado. Hizo un gesto con la mano al esclavo que estaba más cerca, que se apresuró a acercarse y escanciar
mulsum
para los dos.

Fabiola cogió agradecida la copa que le ofrecían. Tras haber logrado escapar por los pelos de Scaevola, la mezcla de vino y miel le sabía a néctar. Sin pensar, se la bebió de golpe.

Enseguida le volvieron a llenar la copa.

Petreyo bebía a sorbos con la mirada fija en Fabiola.

—Habladme de vuestra familia —le pidió afectuosamente.

Fabiola buscó en su rostro signos de engaño, pero no vio ninguno. Rezó de nuevo a Mitra y a Júpiter y empezó a construir una elaborada biografía. Era uno de los tres hijos de Julianus Messalinus, mercader ya fallecido, y de su esposa Velvinna Helpis. La familia residía en el Aventino, una zona mayoritariamente plebeya. Para que su historia resultase más auténtica, Fabiola introdujo muchos datos de su propia vida. Creció en un lugar normal y corriente; como en cualquier otra zona de Roma, también vivían patricios. Decir el nombre verdadero de su madre hizo que en cierto modo se sintiera bien, como el hecho de mencionar a un hermano mellizo. Julianus, el mayor, se alistó en el ejército como contable y murió con Craso en Partía. En ese punto, a Fabiola le tembló la voz y se detuvo un instante.

Como es natural, Petreyo se mostraba comprensivo.

Fabiola continuó, nerviosa. Aunque inventar a gente real que nunca localizarían resultaba más peligroso, quería sentir que todavía le quedaba algún familiar y que no estaba sola en el mundo. Así pues, Romulus, su hermano mellizo, dirigía ahora el negocio familiar y a menudo viajaba fuera del país por sus actividades comerciales. Soltera, Fabiola vivía en la casa solariega con su madre y su séquito de esclavos. Para evitar que Petreyo le preguntase por qué seguía soltera, mencionó a una serie de pretendientes. Hasta ahora, ninguno había conseguido la aprobación de Velvinna.

—Todas las madres son iguales —rio el legado.

La joven estaba sorprendida de su inventiva. Pero no le resultaba nada difícil crear una existencia completamente inventada. De niña, en el
domus
de Gemellus, observaba el funcionamiento de la sociedad romana. Pese a que el cruel comerciante tenía orígenes humildes, había logrado cierto grado de reconocimiento público gracias a su riqueza. Se relacionaba con personas de todos los estratos sociales y a menudo recibía a los clientes en su casa. Fabiola conocía perfectamente la forma en que los comerciantes trataban entre ellos.

Hizo una pausa, tenía la garganta seca de tanto hablar. Otro trago del
mulsum
la ayudó a continuar.

Petreyo escuchaba con atención y se sostenía la mandíbula con los largos dedos.

Los antiguos esclavos, por sus torpes modales en la mesa o por su desconocimiento de los protocolos sociales, eran un objetivo fácil y blanco de crueles chistes. Decidida a no pasar por esto si alguna vez lograba ser libre, Fabiola había asimilado en el Lupanar cualquier pequeña información que le llegara. Muchos de sus clientes pasaban bastante tiempo en su compañía y le explicaban sus vidas. Al ser la prostituta más popular, se había encontrado con numerosos miembros de la élite romana: senadores y
equites
. Otros eran prósperos mercaderes o empresarios; pero todos hombres que vivían en el pináculo de la sociedad romana, un mundo muy alejado del de un esclavo, un mundo al que Fabiola recientemente había sido admitida. Por esta razón procuró describirse como miembro de la clase media romana y no de la aristocracia.

A Petreyo no pareció molestarle que Fabiola fuese hija de comerciante y no una noble. Si acaso, parecía satisfecho con su revelación.

Su historia inicial también pareció satisfacerle. Para desviar la atención de su persona, enseguida inició la ofensiva.

—Yo soy una persona insignificante —afirmó Fabiola—. Sin embargo, vos estáis al mando de una legión.

Petreyo lo negó con un modesto gesto, pero Fabiola se dio cuenta de que el comentario lo había complacido.

—Habéis participado en muchas guerras —prosiguió alentadora—. Y habéis conquistado muchos pueblos.

—He visto un buen número de combates —respondió él encogiéndose de hombros—. Como cualquier soldado al servicio de Roma.

—Contadme —pidió Fabiola, los ojos brillantes de falso entusiasmo.

—Fui uno de los que derrotó a los conspiradores de Catilina —explicó—. Y, entre otras cosas, ayudé a Pompeyo Magno a aplastar la rebelión de Espartaco.

Fabiola dio un grito ahogado, supuestamente de admiración, y se contuvo de responderle que había sido Craso quien había sofocado el levantamiento. Con esta aseveración, Petreyo había demostrado que era un mentiroso. Como sabían todos los que estaban bien informados, la función de Pompeyo había sido mínima; la derrota que infundió a cinco mil esclavos huidos de la batalla principal, fue una ayuda y no un golpe decisivo. Sin embargo, logró que le reconociesen todo el mérito al enviar una carta al Senado en la que informaba de su victoria. Fue uno de los golpes más acertados de Pompeyo y no cabía duda de que Petreyo se había subido al carro del éxito de su superior.

Fabiola descubrió el punto débil del legado. «Si el gladiador tracio no hubiese fracasado —pensó con tristeza—, Romulus y yo podríamos haber nacido libres. Haber tenido unas vidas totalmente diferentes. Pero en lugar de eso, las legiones, más hábiles, rodearon a Espartaco y éste fracasó. Ahora el control sobre los esclavos es mucho más férreo que nunca.»

—Bien es cierto que el levantamiento nunca supuso una verdadera amenaza para Roma —aseveró Petreyo con desdén—. ¡Malditos esclavos!

Fabiola asintió con la cabeza aparentemente en señal de acuerdo. «¡Qué poco sabes!», gritó para sus adentros. Como muchos nobles, Petreyo consideraba a los esclavos poco más que animales, incapaces de un pensamiento o un acto inteligentes. Fabiola fantaseaba con arrebatarle el
pugio
que llevaba colgado del cinturón y clavárselo en el pecho, pero enseguida desechó la idea. Aunque resultaba atractiva, no le ayudaría a salir de aquella situación. Una acción de este tipo también pondría en peligro la vida de las personas que estaban bajo su tutela: Docilosa, Sextus y Secundus. ¿Qué otras opciones le quedaban? Escapar del inmenso campamento sin el permiso del legado sería imposible. Los centinelas hacían guardia en los accesos día y noche y todo el que entraba o salía tenía que responder a sus preguntas.

La embargó una sensación de desamparo.

Como sus antiguos clientes, Petreyo no percibió la momentánea falta de atención de Fabiola. Con tan sólo sonreír y asentir con la cabeza, la bella joven podía mantener a los hombres absortos durante horas. Su anterior profesión le había enseñado no sólo a satisfacer físicamente a los hombres, sino también el difícil arte de hacerles creer que eran el centro del mundo. Mientras fingía disfrutar de su conversación, también seducía y provocaba. La promesa del placer era, en muchos casos, más efectiva que el placer en sí. Risas guturales, mostrar fugazmente el escote o el muslo, caídas de ojos, Fabiola conocía todos los trucos. Debido al vino y a su desesperación por no saber qué hacer, se encontró prodigando más gestos sugerentes de los que había planeado. Más tarde, se preguntaría si habría podido hacer otra cosa.

—También serví en Asia Menor —continuó Petreyo—. Mitrídates era un general muy hábil. Tardamos más de seis años en derrotarle. Pero lo conseguimos.

—Entonces, ¿luchasteis con Lúculo?

Aunque Lúculo no había asestado el golpe final, Fabiola sabía que el competente general había sido en gran parte quien había hecho entrar en vereda al belicoso rey de Bitinia y Ponto. Sin embargo, Pompeyo, el dirigente enviado por el Senado para concluir el trabajo, se había llevado todos los honores. Otra vez.

Petreyo se sonrojó.

—Al principio, sí. Pero más tarde fue reemplazado y yo continué la campaña a las órdenes de Pompeyo Magno.

Fabiola ocultó una sonrisa que daba a entender que ya lo sabía. «Así es como funciona —pensó—. Pompeyo le quita el mando a Lúculo, pero deja que sus amigos mantengan sus puestos.»

—Y ahora os encontráis de nuevo al mando de un ejército —susurró—. Que se dirige a Roma.

El legado hizo un gesto de timidez.

—Simplemente cumplo con mi deber.

«Y a la vez estás a punto de llevar a la República al borde de una guerra civil», pensó Fabiola. César vería la acción de Pompeyo de enviar tropas a Roma como lo que era: una flagrante demostración de fuerza. La persona que restaurase la paz en la capital se convertiría inmediatamente en un héroe. Además, tener a los legionarios emplazados en el Foro Romano lo situaría en una posición de poder. Y el momento era de lo más oportuno. En la Galia, luchando por su vida, César no podía hacer nada para evitarlo.

—Estoy hambriento —anunció el legado—. ¿Deseáis cenar algo, mi señora?

Fabiola aceptó con una sonrisa. Comer algo era buena idea. Así tal vez disminuiría la velocidad a la que el
mulsum
se le subía a la cabeza. No estaba acostumbrada a beber mucho alcohol.

Petreyo chasqueó los dedos y dos esclavos se acercaron raudos con jofainas de agua muy caliente y paños para secar. Mientras ellos se lavaban las manos, los esclavos se retiraron para volver de inmediato con múltiples bandejas. Había varios tipos de pescados en salazón. Salchichas con gachas de avena junto a bandejas con coliflor y judías recién hechas. Rodajas de huevos duros y cebollas servidas con salsa picante.

Fabiola miró la superficie de la mesa baja, repleta de alimentos. De niña, el hambre había sido una constante en su vida. Por irónico que pareciera, ahora era todo lo contrario.

Petreyo masculló una breve petición a los dioses para que diesen su bendición, se inclinó hacia delante y empezó a comer. A la manera romana, cogía la comida con los dedos; ocasionalmente utilizaba una cuchara.

La joven soltó un hondo suspiro de alivio. Por el momento, su atención se había desviado. Cogió un poco de pescado y judías e intentó ordenar sus pensamientos en la bruma que el
mulsum
le había provocado. Tenía algo de tiempo, pues era evidente que el legado estaba hambriento. Este apartó el plato para indicar que los alimentos que no se habían acabado podían ser retirados. Después de lavarse de nuevo las manos, trajeron el segundo plato.

A Fabiola le resultaba muy decadente que siguieran trayendo más bandejas. Ubre de cerda con salsa de pescado, cabrito asado y más salchichas. Pescados asados: brama, atún y salmonetes. Pichones y tordos al horno en una bandeja. Castañas y brotes de repollo y las inevitables cebollas. Era mucha más comida de la que dos personas jamás podrían comer. La complexión atlética de Marco Petreyo no dejaba traslucir su apetito.

Fabiola estaba segura de que Brutus no habría estado de acuerdo con aquella bacanal. Su amante comía frugalmente y prefería dedicar el tiempo que estaba a la mesa a una buena conversación.

Pasó un esclavo y escanció un vino aguado en las copas limpias. Al ser más ligero, el
mulsum
se servía con los entrantes.

—Bebed —la animó Petreyo—. Es un campania muy bueno. De uno de mis latifundios.

Fabiola bebió un trago, pero tuvo cuidado de no terminarse todo el sabroso vino tinto. Tenía un sabor intenso, a terruño, sólo ligeramente rebajado por estar diluido en agua.

Con el segundo plato siguieron conversando afablemente. No se habló ni del viaje de Fabiola ni de la misión de Petreyo en Roma. Cuando hubo comido suficiente, el legado hizo de nuevo un gesto con la mano a los esclavos. Uno de ellos dispuso inmediatamente una selección de alimentos y al lado echó un montoncito de sal. Junto a la sal, colocó una copa de vino: se trataba de la tradicional ofrenda de alimentos a los dioses.

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