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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (18 page)

BOOK: El águila de plata
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No podía prometer más. Seguían teniendo la suerte en su contra.

El la miró fijamente con el ojo sano y asintió una sola vez.

Fabiola se dio cuenta de que así se formaban los lazos de la camaradería. Alguien que apoya a otro en plena batalla, sobre todo cuando no está obligado a ello, era digno de amistad. Y confianza. Resultaba irrelevante que se tratara o no de un esclavo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Sextus, señora.

—Bien.

Contenta de no tener que morir con un desconocido, Fabiola observó a los recién llegados. Le resultaban remotamente familiares; pero, por suerte, ninguno iba armado con un arco. Al menos tendrían la oportunidad de herir o matar a unos cuantos antes de morir. Tal vez alguno bajara la guardia igual que el imbécil del
gladius
, pensó esperanzada. Pero dudaba que la artimaña volviera a funcionar. Por la forma en que empuñaban las armas, aquellos hombres de aspecto duro estaban acostumbrados a pelear. Con un suspiro, Fabiola se colocó hombro con hombro con Sextus. Olía a sangre y a sudor.

—Embistámoslos —susurró ella—. Si conseguimos pasar al otro lado, intérnate en el callejón. A alguna parte conducirá.

—También será más fácil defenderse, señora —repuso Sextus—. Ahí apenas caben dos hombres juntos.

Se quedó encantada de oír esa apreciación. En un espacio tan reducido, sus agresores no podrían arrollarlos con su superioridad.

—Júpiter nos ha mantenido con vida hasta aquí —dijo, armándose de valor—. Ahora también necesitamos la ayuda de Fortuna.

—A mí los dioses nunca me han sonreído, señora. Soy un esclavo. —El ojo de Sextus estaba hastiado de la vida—. Pero prefiero morir a permitir que esa chusma os haga daño. —Carraspeó y escupió hacia los matones un cacho de flema sanguinolenta.

No había tiempo para más charlas. Molestos por el gesto de Sextus y confiados nuevamente, sus enemigos avanzaron con determinación. Al fin y al cabo, ahora superaban en número a sus víctimas por tres a uno; todo temor a resultar heridos o muertos quedaba compensado por el fuerte deseo de violar a Fabiola. ¿Tan difícil sería para media docena de luchadores reducir a una joven noble manchada de sangre y a un esclavo herido de gravedad?

A Fabiola empezó a fallarle la confianza recién recuperada. Mejor armados y disciplinados, los recién llegados eran claramente más decididos que sus predecesores. El temor empezó a arraigarse en su corazón. Alzó el
gladius
y arrastró los pies al avanzar, intentando recordar los movimientos que había visto hacer a Romulus durante los entrenamientos. Sextus se mantenía a su lado, apuntando al frente con la lanza que había cogido.

Uno de los matones se echó a reír, emitía un sonido desagradable y amenazante.

Y Fabiola recordó dónde lo había visto con anterioridad.

Eran
fugitivarii.

Casi como si le hubiera leído el pensamiento, una figura fornida con el pelo castaño y los ojos hundidos apareció por el callejón. Vestía una camisa de malla de legionario y llevaba unas gruesas bandas de plata en las muñecas. A la zaga iban seis hombres más, todos ellos armados hasta los dientes.

El extremo de la lanza de Sextus tembló al verlos; Fabiola se llevó la mano a la boca de la conmoción.

Scaevola hizo una burlona reverencia.

El pulso de Fabiola era un martinete. Aquella emboscada estaba planeada.

Capítulo 7 Emboscada

Margiana, invierno de 53-52 a. C.

El silencio fue lo primero que llamó la atención de Romulus. El pequeño fuerte hacia el que habían marchado durante todo el día estaba situado al fondo de una ladera poco pronunciada de un ancho desfiladero, lo cual implicaba que el sonido se elevaba hacia cualquiera que se acercara desde el oeste. Tendrían que haberse oído ruidos normales: de día, todos los campamentos romanos eran un hervidero de actividad. Había herreros quitando a martillazos las abolladuras de las hojas de las espadas, hombres gritando durante el entrenamiento con armas o trompetas que anunciaban el cambio de guardia. Sin embargo, no se oía nada.

Ni un solo sonido.

Un escalofrío de miedo recorrió la espalda de Romulus. Desde que había visto el cadáver en la cruz, no hacía más que pensar en Fabiola y en su madre. Si Roma sucumbía a la anarquía total que había visto, ¿qué auguraba aquello para sus seres queridos? La frágil imagen que conservaba de ellas en su mente, y que utilizaba para mantener la cordura, empezaba a desintegrarse. A su vez, aquello lo devolvió a la realidad con una sacudida.

Sus compañeros, con llagas en los pies doloridos y ansiosos por comer algo caliente, parecían no darse cuenta. Incluso Novius había dejado de lanzar pullas. Darius y un oficial subalterno charlaban, claramente despreocupados. La columna avanzaba a duras penas, hasta llegar a una pequeña lápida de piedra que sobresalía del suelo. Habían encontrado señales similares a lo largo de la ruta desde el fuerte principal. Esta última estaba situada a poco menos de un kilómetro de su destino y los hombres aceleraron el paso al verla.

Romulus apretó la mandíbula. ¿Por qué nadie más se había dado cuenta?

—Esto no me gusta —susurró a Brennus.

El galo se sobresaltó. Entrecerró los ojos al momento y escudriñó los alrededores. Aunque no había nada a la vista, no se relajó.

—¿De qué se trata? —murmuró.

—¡Hay demasiado silencio!

Brennus ladeó la cabeza y aguzó el oído. Aparte del ruido de las tachuelas de hierro que crujían en el terreno helado, él tampoco oía nada. La sospecha brilló en aquellos ojos azules.

—Si vas a decir algo, hazlo ya. —Señaló a Darius.

Dentro de muy poco, verían al oficial desde el puesto de avanzada.

Romulus giró la cabeza hacia atrás, inquieto. La luz cegadora del atardecer iluminaba el camino, lo cual dificultaba la visión. No obstante, el jinete que observaba a la patrulla desde lo alto del desfiladero no dejaba lugar a dudas. Era escita.

Romulus parpadeó. Cuando volvió a mirar, el jinete había desaparecido.

Al verlo, Novius hizo el gesto de cortarle el cuello.

Romulus prefirió mostrarse indiferente.

—¿Piensas hablar con Darius? —preguntó Brennus, que no había visto nada.

—Es demasiado tarde. También los tenemos detrás —susurró Romulus. Rápidamente informó al galo.

Brennus reprimió una maldición y miró primero hacia atrás y luego hacia delante. Sintió una breve punzada de orgullo ante el buen ojo de Romulus. Si estaba en lo cierto, poco podían hacer. El galo sopesó la situación. Era imposible defender su posición actual. Flanqueados a ambos lados por laderas, estarían a merced de cualquier proyectil que les lanzaran. Pero dar media vuelta tampoco resultaba seguro.

—No tenemos opción, ¿verdad? —gruñó—. El mejor lugar para luchar será el terreno llano situado frente al fuerte.

Romulus asintió satisfecho. Eso era precisamente lo que él había pensado.

—Mejor que se lo diga a Darius —reconoció.

El
optio
se sorprendió cuando Romulus rompió filas para susurrarle al oído, pero le dio permiso para avisar al comandante.

Cargando con su yugo, Romulus trotó hacia delante hasta alcanzar al centurión jefe. El caballo de Darius estaba a diez pasos del borde de la cresta desde la que se dominaba su destino.

—¡Señor!

Frenando el caballo, el valeroso parto sonrió al ver a Romulus. Era uno de los mejores soldados de su cohorte.

—¿Qué ocurre? —preguntó en latín.

—¡Una emboscada, señor! —contestó Romulus—. Hay escitas detrás de nosotros.

Darius se volvió en la silla y observó el paisaje desnudo.

—¿Estás seguro?

Romulus explicó lo que había visto y al parto se le ensombreció el semblante.

—Bajemos rápidamente —dijo—. Así tendremos a más de doscientos hombres con nosotros. Eso ahuyentará a esos cabrones.

—Si no están muertos ya —anunció Romulus, hablando en parto a propósito. Todos debían ser conscientes de los riesgos que corrían.

Los guardas de Darius se mostraron alarmados.

—¡Explícate! —susurró Darius.

Romulus abrió la boca para hablar, cuando el caballo del centurión jefe se detuvo de forma instintiva. Había llegado a un trozo de roca plano, un lugar desde el que un soldado se detendría para volver la vista atrás hacia el campamento antes de iniciar un viaje, o donde una patrulla fatigada tras una larga marcha haría una parada para saborear su hazaña. Detrás de ellos, los legionarios se detuvieron agradecidos y dejaron los yugos y escudos en cuanto se les presentó la oportunidad.

Juntos observaron el pequeño fuerte situado más abajo, que ahora estaba a poca distancia. Tenía la forma de naipe propia de los fuertes romanos; el pequeño enclave sólo tenía una puerta, en la parte delantera. En el centro había una alta atalaya de madera, desde la que se disfrutaba de una vista sin fisuras de lo que rodeaba el campamento. Había
fossae
defensivas y almenas de madera del doble de la altura de un hombre, y en el interior se veía el tejado bajo de un cuartel.

Romulus se quedó mirando. En las murallas no había centinelas.

Aquello significaba una cosa. Los soldados romanos nunca abandonaban sus puestos.

La guarnición estaba muerta.

Darius, soldado experto, también captó la situación con sólo echar un vistazo. Observaba a Romulus con expresión inquisitiva.

—¿Cómo lo has sabido? —quiso saber.

—No oía nada, señor —explicó.

Tenía sentido. Darius frunció el ceño, pero no podía perder el tiempo culpándose por no haberse percatado de lo que uno de sus soldados rasos había advertido.

—Vahram debe enterarse de esto —masculló.

Dio una orden a gritos a sus guardas. Enseguida dos de ellos giraron los caballos y se marcharon galopando en direcciones distintas. En un intento de flanquear al enemigo, uno se fue directamente al sur y el otro hacia el norte. Un tercer guerrero se acercó al centurión jefe y colocó una flecha en el arco.

—¡Maldita sea! —gruñó Darius—. Bajaremos allí como si no pasara nada. Pero quiero a todo el mundo preparado para combatir. Avisa a los
optiones
y a los
tesserarii
, luego regresa a tu puesto.

Romulus hizo el saludo rápidamente y se apresuró a obedecer la orden. Los demás oficiales subalternos, advertidos por su
optio
, empezaron a ir bajando entre las tropas y ordenando discretamente a los hombres que se prepararan. La expresión de los legionarios se llenó de sorpresa, consternación y, por último, ira. Novius parecía de lo más disgustado, al igual que sus compinches.

—¿Y bien? —preguntó el galo.

—Marchamos al interior —respondió Romulus—. Inspeccionaremos el campamento.

Sujetando las armas con fuerza, la patrulla marchó por el sendero y bajó la cuesta en dirección al pequeño fuerte. Todas las miradas confluían en él, pero por motivos distintos a los de hacía unos momentos. Todos se percataron de que no había humo procedente de los fogones de la cocina, ni movimiento en los pasadizos. Aquello parecía un cementerio.

Cuando estuvo más cerca, Romulus vio que una de las puertas delanteras estaba ligeramente entreabierta. Era la prueba definitiva de que algo iba mal. Como estaban lejos del resto de la legión, los puestos de avanzada tenían la orden estricta de mantener las puertas cerradas en todo momento. Sin embargo, no había signos de violencia, ni daños en la estructura externa. Ni flechas ni lanzas clavadas en los troncos, ni indicios de fuego. Fuera lo que fuese lo que había pasado allí, no se había producido mediante un ataque directo.

Darius también se había fijado. Inmediatamente ordenó a los
optiones
hacer formar a sus hombres una pantalla protectora ante la entrada. Apilaron los yugos y los legionarios se desplegaron hacia el exterior formando un semicírculo de cuatro hileras de profundidad. Lo hicieron con eficiencia, sin alborotar, y enseguida formaron un muro compacto de escudos. Por encima de los
scuta
recubiertos de seda sobresalían los cascos de bronce con penacho en forma de cuenco y los rostros formales de expresión adusta. Aparte de la mitad inferior de las piernas de los soldados, el enemigo tenía pocos puntos por donde atacar. Y, gracias a las enseñanzas de Tarquinius, las filas delanteras siempre se ponían de rodillas cuando existía la amenaza de recibir proyectiles. Estaban preparados.

Darius escogió a dedo a seis hombres para que fueran a investigar. Entre ellos se contaban Romulus y Brennus, y por razones que sólo él sabía también eligió a Novius y Optatus. Los veteranos miraron con expresión lasciva a los dos amigos mientras apoyaban los
pila
contra el muro de troncos. Las jabalinas de poco servían en las distancias cortas. Sin embargo, todos desenvainaron los
gladii
. El robusto parto blandió su acero y los condujo al interior del campamento. Era totalmente ajeno a la tensión existente entre los hombres que lo seguían. Se produjo una pequeña demora; nadie quería tener al enemigo a su espalda. Entonces, Romulus cruzó el umbral de la puerta a toda velocidad con Brennus y dejó a los demás demasiado lejos para que intentaran hacer algo. Novius y Optatus los siguieron, profiriendo maldiciones en silencio.

La tierra que pisaban estaba compactada por el paso de hombres al entrar y salir del fuerte, por lo que las suelas claveteadas de las
caligae
no hacían ningún ruido. Los recibió un silencio sepulcral. En el interior, el ambiente era sobrecogedor. Inquietante. Puede que parte de la guarnición estuviera patrullando, pero por lo menos tendría que haber algunos soldados visibles.

No se veía a ninguno.

«¿Dónde están?», pensó Romulus. ¿Habrían abandonado el fuerte?

Aparte de la torre de observación, un único barracón y un pequeño pabellón con letrinas, las únicas estructuras eran un horno de tierra bajo el muro occidental y altares consagrados a los dioses en todos los rincones. Encontraron unas grandes manchas oscuras y reveladoras en el suelo, prueba sangrienta de que algo no iba bien. Al verlas, los demás emitieron murmullos de inquietud.

A Romulus se le erizó el vello de la nuca. Allí había muerte; de repente, su presencia resultaba poderosísima. Alzó la vista, esperando ver nubes de aves rapaces sobrevolando por encima di mis cabezas. Sin embargo, no había muchas, y las que había probablemente estuvieran observando los montones de escombros acumulados en el exterior del campamento. ¿Por qué no había más?

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