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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (10 page)

BOOK: El águila de plata
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—Algunos lo llaman
mantar
—respondió el arúspice mientras anudaba la bolsita—. Hay poca gente que sepa para qué sirve; yo sólo lo he visto una vez en Egipto. —Sopesó la bolsa con cuidado en la mano. Parecía ligera como una pluma—. Esto me costó tres talentos.

—¿Cuánto había? —preguntó Romulus.

Tarquinius parecía divertido.

—¿Cuando lo compré? Unas tres cucharaditas.

Todos lo observaron asombrados. Esa cantidad de oro permitiría vivir a un hombre con holgura el resto de su vida.

Tarquinius estaba comunicativo.

—Es excelente para combatir las infecciones. —Se volvió a guardar la bolsita en el interior de la túnica.

—¿Incluso las producidas por el
scythicon
? —Romulus era incapaz de disimular la tensión en su voz.

—Ya veremos —respondió Tarquinius observando la figura de Mitra—. He salvado la vida de un hombre con esto en otra ocasión.

—¿De dónde sale?

El arúspice sonrió abiertamente.

—Se hace moliendo un tipo especial de hongo azul verdoso.

Brennus no daba crédito a sus oídos.

—¿Como lo que sale en el pan? —inquirió.

—Tal vez. O en algunas variedades de fruta demasiado madura. Nunca he sabido si era lo mismo —suspiró Tarquinius—. Muchos mohos son venenosos, por lo que es difícil experimentar con ellos.

A Romulus le intrigaba aquella idea tan increíble de que algo que crecía en la materia en proceso de descomposición fuera capaz de evitar lo inevitable, la enfermedad letal producida por heridas en el vientre o mordeduras de animales.

El resentimiento afloró en Brennus:

—Sería mejor guardarlo para nuestros compañeros.

—Sin duda. —Tarquinius lo miró fijamente con sus ojos oscuros—. Sin embargo, nuestras vidas dependen de la recuperación de Pacorus.

El galo suspiró. No le preocupaba su situación, pero la supervivencia de Romulus resultaba crucial para él. Y Tarquinius tenía la clave de ello, estaba convencido. Lo cual significaba que Pacorus también tenía que salir adelante.

Durante toda la operación, el parto ni siquiera había abierto los ojos. La tenue respiración era su única señal de vida.

Tarquinius se recostó en el asiento y contempló su labor. Se quedó muy callado.

Romulus lo miró con expresión inquisitiva. El arúspice se comportaba de aquel modo cuando estudiaba los vientos o las formaciones de nubes en el cielo.

—Tiene alguna posibilidad —reconoció Tarquinius al final—. Se le ha reforzado un poco el aura. —«¡Gracias, gran Mitra!»

Romulus exhaló un pequeño suspiro de alivio. Todavía les quedaba alguna posibilidad de sobrevivir.

—Incorporadlo para que pueda colocarle los vendajes.

Mientras los sirvientes obedecían, el etrusco rasgó varias sábanas para conseguir los tamaños necesarios. Cuando se disponía a vendarle el diafragma a Pacorus, la puerta se abrió de repente. El centinela se cuadró y ocho hombres de tez morena irrumpieron en la habitación, la ira y la preocupación reflejadas en sus ojos oscuros. Vestían túnicas elegantes y pantalones estrechos con bonitos bordados, además de llevar espadas y puñales envainados en cinturones con incrustaciones de hilo de oro. La mayoría llevaba una barba corta bien recortada y el pelo negro y bien peinado.

—¿Qué pasa aquí? —gritó uno.

Todos se pusieron tensos, menos Tarquinius. Romulus, Brennus y Félix se levantaron de un salto y miraron al frente como si estuvieran desfilando. Eran centuriones partos, los de mayor rango en la Legión Olvidada: los hombres que se harían cargo de la legión si Pacorus moría.

Pacorus, al que dos criados seguían sujetando como si estuviera sentado, tenía la cabeza caída hacia el pecho.

Los recién llegados se quedaron boquiabiertos.

—¿Señor? —preguntó otro, agachándose e intentando llamar la atención de Pacorus.

No hubo respuesta.

El hombre adoptó una expresión de rabia.

—¿Está muerto? —exclamó.

A Romulus se le aceleró el pulso y dirigió una mirada rápida a Pacorus. Sintió un gran alivio al ver que el parto todavía respiraba.

—No —dijo Tarquinius—. Pero está a las puertas de la muerte.

—¿Qué le habéis hecho? —aulló Vahram, el
primus pilus
o centurión jefe de la primera cohorte.

Vahram era su superior directo, un hombre robusto y fortachón recién entrado en la mediana edad, además de segundo al mando de la legión.

—¡Explícate! —le ordenó.

Romulus, que se esforzaba para no dejarse vencer por el pánico, se preparó para desenvainar el
gladius
. Brennus y Félix hicieron lo mismo. Resultaba imposible pasar por alto la amenaza que destilaban las palabras de Vahram. No se trataba de meros guardas a los que intimidar y, al igual que Pacorus, los centuriones jefe tenían en sus manos el poder de vida y muerte sobre todos ellos.

Vahram resopló enfadado y agarró su arma.

Tarquinius alzó las manos tranquilamente con las palmas hacia Vahram.

—Puedo aclararlo todo —dijo.

—¡Adelante! —replicó el
primus pilus
—. ¡Rápido!

Romulus fue aflojando suavemente el mango del
gladius
. Retrocedió, al igual que Brennus y Félix. Parecía que todos se tambaleaban al borde de un profundo abismo.

En un silencio sepulcral, los partos se reunieron alrededor de la cama. Vahram escudriñó el rostro de los demás con suspicacia mientras escuchaba la versión de lo ocurrido en boca del arúspice. Por supuesto, éste no mencionó nada de regresar a Roma.

Cuando Tarquinius terminó, nadie habló durante unos instantes. Era difícil saber si los partos se habían creído la historia. Romulus se sentía muy incómodo. Pero la suerte estaba echada. Lo único que podían hacer era esperar. Y rezar.

—Muy bien —dijo finalmente Vahram—. Es posible que ocurriera lo que cuentas.

Romulus dejó escapar un lento suspiro.

—Una cosa más, arúspice. —Vahram posó la mano suavemente en la espada—. ¿Sabías que esto iba a pasar?

El mundo se paró y a Romulus le dio un vuelco el corazón.

Todos los ojos volvían a estar clavados en Tarquinius.

Vahram esperaba.

Por increíble que parezca, el arúspice se echó a reír.

—Yo no puedo verlo todo —dijo.

—¡Responde a la puñetera pregunta! —gruñó Vahram.

—Había un gran peligro, sí. —Tarquinius se encogió de hombros—. Siempre lo hay en Margiana.

El duro
primas pilus
no estaba satisfecho.

—Habla claro, ¡hijo de puta! —gritó, desenvainando la espada.

—Tenía la impresión de que iba a pasar algo —reconoció el arúspice—. Pero no tenía ni idea de qué.

Romulus recordó el chacal que aguardaba y cómo él y Brennus se habían apartado del fuego para observarlo. Decisión que les había salvado la vida. ¿Acaso aquello no indicaba el favor de un dios? Miró a Mitra agachado encima del toro y tembló de asombro.

—¿Eso es todo? —preguntó Vahram.

—Sí, señor.

Romulus observó el rostro del
primus pilus
con detenimiento. Igual que el de Tarquinius, era difícil de juzgar. No sabía por qué, pero lo embargó una sensación de sospecha.

—Muy bien. —Vahram se relajó y dejó caer el arma al lado—. ¿Cuánto tardará Pacorus en recuperarse?

—Quizá nunca se recupere —respondió el arúspice con ecuanimidad—. El
scythicon
es el veneno más potente que existe para el hombre.

Los centuriones jefe parecían angustiados y a Vahram le palpitaba una vena en el cuello.

Pacorus gimió y rompió el silencio.

—¡Vuelve a examinarlo! —ordenó a gritos uno de los oficiales más jóvenes.

Tarquinius se inclinó sobre la cama, le tomó el pulso a Pacorus y comprobó el color de las encías.

—Si vive, tardará meses en recuperarse —aseveró finalmente.

—¿Cuántos? —preguntó Ishkan, un hombre de mediana edad con el pelo negro azabache.

—Dos o tres, quizá.

—No saldrás de este edificio hasta que esté bien —ordenó el
primus pilus
—. Bajo ningún concepto.

Los demás profirieron un gruñido en señal de aprobación.

—¿Y mi centuria, señor? —preguntó Tarquinius.

—¡Que les den! —gritó Ishkan.

—Tu
optio
puede ponerse al mando —se limitó a decir el
primus pilus.

Tarquinius inclinó la cabeza para indicar que se daba por enterado.

Brennus y Félix se relajaron. Por ahora se habían salvado, pero Romulus no estaba contento. Más tarde se daría cuenta, con amargura, que la intuición no le había fallado.

—Te dejamos que pongas manos a la obra.

Vahram se volvió para marcharse y enseguida giró sobre sus talones. Con un silencioso rugido, se abalanzó sobre Félix con la espada en alto. El pequeño galo no tuvo tiempo de sacar el arma. Sus amigos tampoco.

Vahram le clavó la espada a Félix en el pecho. El filo letal de acero atravesó las costillas del pequeño galo y le perforó músculos, pulmones y corazón. El extremo ensangrentado le salió por la espalda.

A Félix se le ensancharon los ojos del terror y abrió la boca.

Los rostros de los centuriones jefe eran la viva imagen de la conmoción.

Tarquinius también se quedó asombrado. Había olvidado el elevado precio que los dioses suelen exigir. No dan nada de balde. En circunstancias normales, habría sacrificado a un animal si deseaba obtener información importante. Esa noche Mitra había revelado mucho sin recibir nada a cambio. La angustia embargó al arúspice. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Dominado por la euforia de haber tenido una visión y, ante la mera posibilidad de regresar a Roma, no se había planteado qué vendría después. ¿Acaso la vida de Félix valía tanto?

Y entonces la visión de Tarquinius se llenó con la imagen de Romulus, de pie en la cubierta de un barco, navegando hacia Ostia, el puerto de Roma. Tras la sequía de los últimos meses, aquello le pareció un aguacero. Félix no había muerto en vano, pensó.

Pero Romulus no sabía nada de todo aquello. Sintió que se venía abajo. Félix era totalmente inocente; ni siquiera había estado en el Mitreo. Por instinto, Romulus sacó su arma y dio un paso hacia el
primus pilus
. Brennus estaba justo detrás de él con una expresión de ira grabada en el rostro. Eran dos contra ocho pero, en ese preciso instante, a ninguno de los dos le importaba.

Vahram estiró una mano y empujó a Félix hacia atrás; lo dejó caer inánime al suelo. La retirada de la hoja de la cavidad torácica fue acompañada de un chorro de sangre, que formó un enorme charco rojo alrededor del cadáver del pequeño galo.

Romulus, derramando enormes lágrimas de tristeza, se abalanzó hacia delante, dispuesto a matar. Estaba a seis pasos de Vahram. Muy cerca.

Tarquinius observaba en silencio. Romulus decidiría su propia suerte. Igual que Brennus. El no debía inmiscuirse. La vuelta de Romulus a Roma no era su único camino posible. Tal vez, al igual que muchos dioses, Mitra fuera caprichoso. Quizá murieran todos ellos allí esa noche.

Pero Vahram ni siquiera alzó la espada ensangrentada para defenderse.

Sorprendido por la tranquilidad del
primus pilus
achaparrado, Romulus consiguió contenerse. Tal como había aprendido en el Mitreo, las reacciones instintivas no siempre eran las mejores. Si mataba a Vahram, quemaba todas sus naves. También era una forma segura de morir. Pero había otra opción: salir de allí. Si lo conseguía, entonces podría vengar a Félix, más adelante. Romulus estaba convencido de ello. Rápidamente extendió un brazo para impedir también que Brennus atacase. Sorprendentemente, el galo no protestó.

«Esta es una batalla abierta —pensó Brennus, recordando la profecía del arúspice—. Llegado el momento, lo sabré.»

Tarquinius exhaló aliviado. «¡Gracias, Mitra!»

—Demuestras inteligencia —gruñó Vahram—. Hay veinte arqueros esperando fuera.

Romulus frunció el ceño. Habían sido más listos que todos ellos, incluido Tarquinius.

—Si uno de nosotros los llama, tienen órdenes de mataros a todos.

Romulus bajó el arma, seguido lentamente por Brennus. Echó una mirada a la estatua de Mitra y realizó un voto silencioso para él mismo. «Ojalá me llegue el día —pensó el joven soldado con virulencia—. Por Félix, al igual que con Gemellus.»

—¡Regresad a los barracones! —espetó Vahram—. Y consideraos afortunados por no ser crucificados.

Romulus apretó los puños, pero no protestó.

«Gran Belenus —rezó Brennus—. Lleva a Félix directo al paraíso. Me reencontraré allí con él.»

Vahram no había terminado. Señaló a Tarquinius con su dedo regordete.

—Si Pacorus muere, tú también morirás. —Los ojos le lanzaban destellos—. Y tus dos amigos contigo.

Tarquinius empalideció. El
primus pilus
repetía, aunque sin saberlo, la amenaza de Pacorus. La vivida imagen de Romulus entrando en Ostia era lo que le daba fuerzas. Él quizá no regresaría a Roma, pero su discípulo sí. Tarquinius no estaba seguro de cómo sucedería tal cosa; lo único que podía hacer era creer en Mitra.

A Romulus se le cayó el alma a los pies. A juzgar por la respuesta del arúspice, Pacorus tenía escasas posibilidades de sobrevivir. Al igual que la neblina que disipa el sol naciente, el camino prometido de regreso a Roma volvía a desvanecerse. ¿Qué esperanzas tenían realmente?

Brennus lo alejó en silencio del cadáver de Félix, pero Romulus se giró en el umbral de la puerta y volvió la vista atrás.

—Ten fe en Mitra —dijo el arúspice articulando para que le leyera los labios e inclinando la cabeza hacia la pequeña estatua del altar—. Él te guiará.

«Mitra», pensó Romulus sin capacidad de reacción. En esos momentos, sólo un dios podía ayudarle.

Capítulo 4 Fabiola y Secundus

Roma, invierno de 53-52 a. C.

A Fabiola se le aceleró el pulso al subir corriendo los últimos escalones que conducían a lo alto de la colina Capitolina, cuando se acercaba al enorme complejo. Hacía meses que no había ido a rendir culto y lo echaba profundamente de menos. La emoción había hecho que se adelantara a Docilosa y a los guardaespaldas, pero ahora se sentía angustiada al pensar en lo que iba a encontrar. Quizá no fuera nada.

El silbido a modo de piropo que le dedicó un transeúnte la devolvió a la realidad.

Fabiola recuperó el sentido común y aminoró la marcha. No era recomendable que una mujer se aventurara sola por Roma. Y menos ella. La amenaza de Scaevola no había sido en vano: al día siguiente del incidente con el fugitivo, dos de sus esclavos habían sido asesinados al azar en los campos. No había testigos, pero los principales sospechosos eran los
fugitivarii
. La amenaza había acelerado la marcha de Fabiola. Había conseguido reunir rápidamente a doce gladiadores del
ludus
local y había dejado a seis para defender el latifundio con Corbulo. Además de sus tres guardaespaldas originales, los otros seis la habían acompañado a Roma. Pero eso no significaba que no corriera peligro. Además acababa de dejar atrás a sus protectores, como una niña alocada que juega al escondite.

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