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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (36 page)

BOOK: El águila de plata
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A Romulus le pareció reconocer la voz.

Más alto que la mayoría, Brennus se puso la mano encima de los ojos.

—¿Ves algo? —le preguntó Romulus.

—¡No! —Fue la airada respuesta.

—¿Qué pasa? —gruñó Pacorus con impaciencia al centurión más cercano—. ¡Continuad!

El oficial obedeció y corrió de aquí para allá golpeando a los soldados con la vara de vid, pero nadie se movió.

Una figura encorvada envuelta en una pesada manta apareció en la puerta. Arrastrando los pies más que andando, cojeó hacia Pacorus. Los soldados exclamaron supersticiosos cuando vieron quién era.

Como estaba en la parte exterior de la fila, Romulus tenía más campo visual que el galo. Se sintió embargado a la vez por la tristeza y la euforia.

El rostro de Brennus palideció.

—¿Es…? —empezó a decir.

—Sí —se limitó a responder Romulus.

No le habían visto en meses, pero sólo existía una persona en el campamento capaz de crear semejante confusión.

Pacorus, enfadado porque su orden no había sido obedecida, dio otra con brusquedad. Dos de sus hombres corrieron para ponerse delante del individuo, increpándole primero en parto y después en mal latín. No hubo respuesta.

Sonó otra orden y un guerrero se adelantó y le quitó la manta de la cabeza al recién llegado con brusquedad. Débil sin lugar a dudas, éste se tambaleó hacia atrás y a punto estuvo de caer. Logró recuperar el equilibrio y dio un paso hacia delante. Los partos le bloquearon el paso de inmediato, pero el hombre se mantuvo en pie orgulloso, con los brazos extendidos mirando fijamente a Pacorus.

Cuando el rostro de Tarquinius resultó visible para los que estaban cerca, Romulus consiguió retener el grito de horror que salía de sus labios. El arúspice había envejecido diez años. Mechones grises salpicaban su larga melena rubia y nuevas arrugas de preocupación le surcaban todo el rostro y le otorgaban un aspecto de anciano. La manta se le había caído de los hombros, ahora huesudos, y la piel se le veía magullada y llena de contusiones. Sin embargo, lo peor era la quemadura roja que acababa de cicatrizar en la mejilla izquierda con la forma de la hoja de un cuchillo.

—Lo han torturado —dijo Romulus entre dientes mientras se salía de la fila.

La manaza del galo le agarró el brazo derecho para detenerlo.

La protesta de Romulus se apagó.

«Todos los hombres tienen su propio destino» era una de las sentencias fundamentales del arúspice. No le correspondía intervenir. Además, Tarquinius había planeado esta situación.

—¡Tú! —gritó Pacorus despectivo—. ¿Vienes a ver lo que mis tropas han hecho sin ti?

Sus guerreros se rieron.

Tarquinius se humedeció los labios secos y cortados y a Romulus le dio un vuelco el corazón.

—¡Basta! —gritó el comandante—. ¡Moveos! —ordenó a los centuriones.

—Esperad. —Tarquinius no habló en voz alta, pero todo el mundo le había oído. Por extraño que parezca, nadie se movió.

Pacorus estallaba de ira, pero los dos partos que sujetaban al arúspice tampoco parecían saber qué hacer.

—Los escitas han sido derrotados —declaró Tarquinius—. El peligro ha pasado.

Pacorus no podía evitar la sonrisita que se esbozaba en sus labios. Alzó los brazos en señal de victoria y sus guerreros lo aclamaron. Incluso los legionarios parecían contentos.

Tarquinius esperó a que terminasen.

—Pero ¿qué me decís de los indios? —preguntó en voz baja.

La sorpresa reemplazó a la alegría en los rostros de los soldados. Las siete palabras quedaron suspendidas en el aire, de repente pegajoso. Romulus miró a Brennus, que se encogió de hombros.

—¿Los indios? —Pacorus se rio, pero su risa sonó falsa—. Tendrían que vencer a los bactrianos antes de acercarse a Margiana.

—Ya lo han hecho.

Pacorus palideció.

—Acaba de empezar la primavera —contestó.

—Cientos de kilómetros al sur, la nieve se derrite antes —fue la respuesta inmediata—. Y el ejército de Bactria ha sido aplastado.

El comandante estaba visiblemente consternado.

—Se acerca a nosotros un inmenso ejército —prosiguió Tarquinius—. Azes, el rey indio, desea conquistar más tierras. Sin obstáculos, arrasará Margiana.

La expresión de abatimiento de Pacorus hablaba por sí misma. Tarquinius ya se lo había mencionado una vez hacía mucho tiempo.

—¿Cuántos? —preguntó.

—Treinta mil de infantería —entonó el arúspice—. Y quizá cinco mil de caballería. También cuadrigas de guerra.

Los gritos de incredulidad de los legionarios que estaban más cerca se elevaron en el aire.

—¡Una pequeña amenaza! —bramó Pacorus, intentando sobreponerse.

Los ojos de Tarquinius eran dos pozos negros.

—También hay elefantes. Como mínimo, cien —añadió.

Ahora los soldados parecían asustados y el parto hundió los hombros.

La alegría de Romulus al ver de nuevo a su mentor empezó a desvanecerse. Ésta era la maldición de la Legión Olvidada. Y también la de sus amigos. Lo sabía. Envuelto en una nueva desazón, no vio la reacción de Brennus.

Hubo un largo silencio hasta que Pacoras logró recuperar el control de sus emociones.

—¡Volved a los barracones! ¡Inmediatamente! —ordenó entre dientes. La moral se resentiría si se revelaban más datos, pero a juzgar por las voces de descontento entre las filas de la Primera, ya era demasiado tarde.

Los centuriones y los optiones se apresuraron a obedecer. Entre patadas, juramentos y golpes con las varas de vid, lograron que los soldados se moviesen.

—Tenemos que hablar —le dijo el comandante a Tarquinius.

El arúspice inclinó la cabeza con gravedad. Pese a las graves heridas, seguía conservando cierto aire de solemnidad.

Romulus y Brennus marcharon. Tarquinius giró la cabeza cuando pasaron junto a él. Los ojos de Romulus se encontraron con los de Tarquinius, antes de que éste dirigiese la mirada a Brennus. Les sonrió, y fue imposible no devolverle la sonrisa. Era muy probable que les acechase la mayor amenaza de sus vidas, pero por el momento aún estaban sanos y salvos.

Siguieron y marcharon bajo el arco de la entrada y pasaron por delante de los centinelas de la muralla. Entre las filas de la Primera, se palpaba una vorágine de emociones. La euforia de los legionarios por su sorprendente victoria había desaparecido totalmente con el mal augurio del arúspice. Tras las acusaciones de Novius, Tarquinius había sido automáticamente mancillado como Romulus y Brennus. Al estar encarcelado, nadie podía acusarlo de ser un esclavo huido, pero sí de culpable por asociación. Pero todavía conservaba los agradables recuerdos de Seleucia. Allí fue donde Tarquinius se había hecho famoso, cuidando a enfermos y heridos. Además, sus profecías siempre se habían cumplido, y gracias a ellas se había ganado un gran respeto en la Legión Olvidada.

Si Tarquinius decía que una invasión era inminente, pocos hombres se atrevían a discutirlo.

Pronto necesitarían toda la suerte que la diosa Fortuna quisiese dejarles en su camino.

Pacorus se había tomado totalmente en serio las palabras de Tarquinius. Esa noche todos los centuriones recibieron la orden de presentarse en el pretorio. Allí se anunció que, al día siguiente, la legión marcharía hacia el sur. Sólo se quedaría un pequeño grupo de guerreros y aquellos que no pudiesen marchar. Había que llevarse hasta la última bullista que los aburridos armeros habían fabricado durante los tranquilos meses invernales. Por suerte, las resistentes mulas que habían acompañado a los prisioneros hacia el este desde Seleucia estaban bien alimentadas. La suya también sería una ardua tarea. Además de alimentos, pertrechos adicionales y las máquinas de guerra, la manada de animales tenía que transportar el heno que comían, las largas lanzas y las tiendas.

Los adustos centuriones enseguida transmitieron las órdenes. Aunque eran partos, ellos también estaban consternados por la decisión de Pacorus. Embarcarse en una campaña a esas alturas del año no era una perspectiva atractiva. Aunque la noticia no sorprendió mucho a los cansados legionarios. Deseaban celebrar la victoria sobre los escitas y disfrutar del placer de dormir en sus camas. Sin embargo, rumiaban las palabras de Tarquinius, que ya habían sido repetidas docenas de veces en todos los barracones. A una peligrosa batalla le iba a seguir otra más difícil todavía. Al caer la noche, miles de plegarias se elevaron hacia el cielo vacío y sin viento. Pocos hombres durmieron bien.

Romulus en particular estuvo despierto casi toda la noche pensando en su futuro. Un futuro que no presagiaba nada bueno. Todos se la tenían jurada: Pacorus, Vahram, Caius y ahora los indios. Por cada peligro que lograba superar, parecía que surgieran dos más. Como siempre, desertar no tenía ningún sentido e intentar rescatar a Tarquinius equivalía a un suicidio. La marcha para enfrentarse a los indios constituía la única opción. Al sur, hacia lo desconocido, a una batalla que nadie podría ganar. Lo embargó un gran pesimismo. No obstante, Mitra había considerado apropiado que siguiese con vida y Tarquinius viajaría con la legión. Quizás existiera una remota posibilidad.

A Brennus no le gustaba hablar. Se había quedado dormido no muy lejos y roncaba a gusto, con una tenue sonrisa en los labios.

Enfrascado en sus problemas, Romulus no se percató de la actitud relajada de su amigo.

Y, en el patio del cuartel de Pacorus, Tarquinius estudiaba las estrellas que llenaban el firmamento. Por mucho que lo intentara, el arúspice no lograba ver qué pasaría después de la batalla inminente.

Como en Carrhae, sería una gran masacre. Iban a morir demasiados hombres y, entre tantos, era imposible discernir el camino de tres individuos. Pero ¿dónde estaban las visiones que le habían mostrado la posibilidad de regresar a Roma? ¿Se había equivocado Olenus, su mentor?

También a Tarquinius lo embargó la inquietud.

Cuando Romulus y Brennus salieron del estrecho paso de altas paredes y los soldados que tenían delante iniciaron el descenso, pudieron disfrutar de una vista panorámica de la tierra que les esperaba. Habían transcurrido once días y la Legión Olvidada estaba a punto de concluir la travesía de las montañas situadas al sur de su fuerte. Con el gran conocimiento que Pacorus tenía de la zona, los legionarios habían logrado marchar sin problemas a través de un estrecho desfiladero, a mucha menos altura que el límite de nieves perpetuas.

—Hay mucha visibilidad —dijo el galo señalando hacia el este—. Yo diría que, como mínimo, ochenta kilómetros.

Resultaba difícil discrepar. Con un cielo totalmente despejado, el aire puro les permitía ver cualquier pequeño detalle que quedara por debajo de ellos: ríos que bajaban con gran estruendo desde las cimas y dividían el paisaje en inmensas zonas irregulares. Allí la tierra era más fértil que al norte. Toda la zona estaba salpicada de pequeñas aldeas cuyos campos se extendían de forma irregular alrededor de las casas. En las estribaciones que bajaban de las montañas, había densas arboledas. A diferencia de los romanos, los partos y los bactrianos no construían carreteras; sin embargo, en las zonas habitadas, se unían muchos senderos muy trillados. No difería mucho de algunos lugares del sur de Italia.

Entre los otros soldados se oyeron murmullos de satisfacción: no había señal de una inmensa hueste.

Romulus suspiró. No sabía qué era peor, si la espera de la fatalidad o la fatalidad en sí.

Brennus le pasó un brazo por los hombros para reconfortarlo.

—Todavía estamos todos vivos —dijo—. Respira hondo. Disfruta de la vista. No tienes nada que temer.

Romulus logró esbozar una sonrisa.

A partir del siguiente amanecer, marcharon a un ritmo constante y recorrieron unos veinticuatro kilómetros antes del anochecer. Al día siguiente fueron treinta y dos, y al otro, unos cuantos más. Nadie sabía exactamente cuál era el destino, pero corría el rumor de que se dirigían al río Hidaspo.

El rumor demostró ser cierto: tras casi una semana de marcha, un enorme curso de agua hizo detener los avances de la Legión Olvidada. El río, que discurría casi directamente de norte a sur, tenía al menos unos cuatrocientos metros de ancho. A pesar de ser una barrera menos impactante que las montañas, constituía una impresionante frontera natural.

Montado en la mula a horcajadas, Tarquinius miraba el agua deslizarse con rapidez. A su alrededor se encontraban Pacorus y muchos de los centuriones de mayor rango montados en sus caballos. De pie a sus espaldas, un círculo de polvorientos guerreros preparados y secretamente aliviados por poder descansar. Para ver mejor, el grupo del comandante había avanzado hasta la orilla del río. Árboles bajos y vegetación densa llegaban hasta el agua en ambos lados y restringían la visión de la otra orilla.

—¡El Hidaspo! —anunció Pacorus con grandilocuencia—. El límite oriental del Imperio parto.

—El ejército de Alejandro tuvo que detenerse no muy lejos de aquí —explicó Tarquinius—. Porque sus tropas no podían continuar.

—Eran hombres sabios —respondió el comandante—. Desde la más profunda antigüedad, los reyes indios han formado ejércitos inmensos. Mucho más grandes que el que debió de tener ese maldito griego.

«Ese maldito griego poseía más talento militar en el dedo meñique que tú en todo tu cuerpo podrido», pensó el arúspice.

—Entonces nada ha cambiado —añadió Vahram secamente.

—Pero ¿dónde estamos? —preguntó Ishkan.

Unos ojos nerviosos miraron a Tarquinius.

—Que los dioses te ayuden si esta marcha no ha servido para nada —bramó Pacorus.

Vahram agarró la empuñadura de su espada, siempre dispuesto a administrar una rápida venganza.

Tarquinius no respondió de inmediato. Sobrevivir a las torturas del primus pilus le había ayudado, si acaso, a pensarlo todo con más detenimiento. El arúspice levantó la cabeza y olfateó el aire. Los ojos siempre en movimiento observaban el cielo.

Durante la semana anterior, el tiempo había mejorado de forma constante. La primavera ya había llegado. En los campos de los asentamientos por los que habían pasado, el trigo y la cebada echaban brotes verde pálido. Lejos del clima más frío de las montañas, las plantas y los árboles empezaban a florecer. El cauce del río ya debía de haber bajado de los niveles más altos del invierno, pensó el arúspice. Faltaban aproximadamente dos meses para que empezase el monzón. El momento perfecto para que un ejército cruzase con seguridad.

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