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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (25 page)

BOOK: El águila de plata
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—¡No está muerto! —dijo Brennus con frialdad.

Novius mostró primero sorpresa y luego conmoción. Se arrodilló y puso una mano en el cuello de Optatus. Le encontró el pulso y asintió hacia Ammias y Primitivus. Los dos se mostraron muy aliviados.

—Aunque el cabrón debería estarlo —añadió Romulus, lanzando la flecha escita—. Ha venido a verme con esto.

Ammias se estremeció y Romulus vio que estaban al corriente de sus intenciones.

Novius adoptó una expresión calculadora.

—¿Y por qué no lo has matado? —preguntó.

Romulus y Brennus no respondieron.

—Independientemente del motivo que tuvierais, no os salvará el pellejo —dijo Novius con desprecio—. Ser agradables no os da derecho a clemencia.

—¡Putos esclavos! —dijo Primitivus con desdén.

Brennus emitió un gruñido desde lo más hondo de su ser y deseó no haberse reprimido.

Romulus sintió que le bullía la sangre, pero no respondió. Guardar silencio sobre el posible ataque escita era la única ventaja con la que contaban.

—Más vale que descansemos el máximo posible —le dijo a Brennus. Se giró y se marchó en silencio, acompañado del galo.

—¡Imbéciles! —dijo el pequeño legionario con una sonrisa de satisfacción—. Estarán muertos antes de que regresemos al fuerte.

En los momentos de oscuridad, Darius hacía mantener alerta a sus hombres. La luna ya se había ocultado, pero el cielo nítido estaba tachonado de estrellas. En aquel ambiente gélido, no se oía sonido alguno procedente del campamento enemigo. Un grupo fue enviado a recoger el máximo de jabalinas posibles. Aunque los
pila
romanos solían doblarse al impactar, era inevitable que algunos no alcanzaran su objetivo. Teniendo en cuenta que los centinelas escitas o estaban dormidos o no advirtieron a los sigilosos soldados, la misión resultó todo un éxito. Treinta legionarios enseguida se hicieron con otro
pilum.

Agradecidas de que la larga noche llegara a su fin, las dos centurias aguardaban las órdenes de Darius. Brennus y Romulus se tomaron el tiempo necesario para estirar y frotarse los músculos fríos a conciencia. Al verlos, muchos los imitaron. Técnicas como aquélla otorgaban ventaja a los hombres durante la contienda.

Darius estaba de mejor humor cuando se dirigió a los soldados.

—Dejad los yugos atrás. Sin ellos, esto debería ser fácil —susurró—. Utilizaremos una formación en cuña para aplastarlos y dirigirnos hacia el oeste. Recordad a los compañeros que murieron aquí. —Señaló los barracones—. Matad a todos los escitas que podáis, pero no os detengáis.

Cuando los hombres sonrieron con ferocidad, las dentaduras destellaron en la oscuridad. Patalearon en el suelo ante la perspectiva.

—Cuando hayamos atravesado sus líneas, avanzaremos a paso ligero hasta que yo dé el alto.

—Entonces no tardaremos mucho, señor —intervino Gordianus desde la seguridad de las filas.

Su comentario provocó risas ahogadas. Al lado de los esbeltos legionarios, Darius era un hombre corpulento.

El centurión jefe tuvo la elegancia de sonreír.

—Yo también puedo correr cuando las circunstancias lo exigen —respondió.

Romulus se sintió satisfecho. Aquél se acercaba más al líder al que estaba acostumbrado.

—No esperaremos a nadie —declaró Darius con vehemencia—. El que caiga se quedará atrás. Incluyéndome a mí. ¿Está claro?

Todos asintieron.

—Bien. —Darius se colocó en medio de los hombres dando grandes zancadas, el guarda a su lado—. ¡Formad filas en el exterior!

Haciendo el menor ruido posible, los legionarios salieron de la pequeña fortaleza. Sin alboroto, se colocaron en forma de V, con Romulus y Brennus en el vértice. Ni siquiera Novius protestó cuando la pareja pidió ese honor; no se dio cuenta de que era para mostrar a los demás soldados que los dos amigos no eran unos cobardes. La cuña era una formación de ataque útil y, con hombres como aquéllos en la parte delantera, tenían más posibilidades de éxito. Una vez en marcha, era sumamente difícil que un enemigo la detuviera. Pero el extremo también era el lugar más peligroso que se podía ocupar. Había muchas posibilidades de que te mataran.

Para entonces, la vista se les había acostumbrado a la luz tenue. Más allá de los cadáveres desperdigados, era posible discernir las siluetas de hombres dormidos alrededor de unas fogatas pequeñas que había cerca. Detrás había unos caballos maneados que se movían suavemente alternando las patas. El grueso pelaje de los animales despedía vapor. Seguían sin tener noticias de los escitas.

Romulus sonrió. De la misma manera que Darius se negaba a creer en su visión, aquellos guerreros no imaginaban un ataque en la oscuridad. Por eso morirían.

—¡
Pila
listos! —susurró el centurión jefe desde el centro.

Obedecieron en silencio.

—¡Adelante!

Las
caligae
crujieron lentamente en el terreno helado, pero enseguida cogieron velocidad. Al cabo de unos instantes, los soldados iban a paso de trote. Ráfagas de aire helado les azotaban la cara, y las narinas y las gargantas se les helaban a cada inhalación. Nadie pronunciaba ni una palabra. Todos los hombres sabían su cometido y lo habían ensayado miles de veces en el campo de instrucción. Con los escudos en alto para protegerse el cuerpo, sujetaban las jabalinas un poco sueltas con la mano derecha, preparados para clavarlas. La carga era de suma importancia. Si atravesaban las líneas enemigas, les esperaba la libertad. El fracaso significaría la muerte.

Romulus olvidó momentáneamente la amenaza de Novius y sus compinches y enseñó los dientes.

Resultaba emocionante.

Aterrador.

A sólo cincuenta pasos, se toparían con el enemigo.

Preparándose, Romulus echó hacia atrás el
pilum
. Se agachó y se lo clavó en el costado a una forma dormida. Se apartó de un salto sin comprobar si el escita estaba muerto. En aquellos momentos, bastaba con dejarlos heridos. Brennus le seguía el ritmo codo con codo y, a su paso, apuñaló en el pecho al compañero del hombre. Despacharon a dos guerreros más de un modo similar y pasaron al otro lado de la primera fogata, donde se toparon con tres centinelas aterrorizados. Unos ojos oscuros se abrieron como platos. El trío, que había estado charlando discretamente entre sí, se encontró de repente con una masa blindada de legionarios que corrían con jabalinas ensangrentadas en la mano.

El ambiente se llenó de gritos de terror. Rápidamente los cortaron y acabaron convertidos en susurros borboteantes. Pero el ruido despertó a los demás escitas. La mayoría dormían plácidamente, envueltos en gruesas capas y mantas; cuando se despertaron al oír el sonido de los hombres que morían, los asombrados guerreros se incorporaron de un salto y agarraron las armas. Todo era confusión y desorden.

Ya no hacía falta guardar silencio. Brennus echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un grito de batalla aterrador; en respuesta, los legionarios emitieron un ensordecedor rugido de desafío.

El elemento sorpresa y la velocidad resultaban vitales, pensó Romulus mientras atacaban. Los escitas seguían medio dormidos y eran incapaces de responder adecuadamente. Debía de parecer que unos demonios habían descendido a su campamento. Sencillamente no tenían ninguna posibilidad. Las tachuelas de las
caligae
les pisaban las caras vueltas hacia arriba, les rompían la nariz y les partían los labios;
los pila
se les clavaban en la piel blanda y desprotegida, y luego eran extraídos para usarlos de nuevo. Los legionarios empleaban los bordes de hierro de los
scuta
para hacer pedazos las cabezas de los enemigos. Resultaba de lo más satisfactorio vengar la muerte de los desventurados del fuerte. No obstante, no paraban de correr.

Al ver que los caballos escitas reaccionaban inquietos ante los gritos y chillidos, a Romulus se le ocurrió una idea genial.

—¡Lanzad las jabalinas! —exclamó, señalando a la izquierda—. ¡Les entrará el pánico!

Los hombres que estaban a su izquierda no necesitaron que les insistieran. Aminoraron el paso y echaron los
pila
hacia atrás antes de arrojarlos hacia las monturas que pululaban por allí. Romulus hizo lo mismo. Era imposible fallar: todos los proyectiles encontraron un objetivo. Encabritándose de dolor por las púas de metal que se les habían clavado en el lomo, los caballos heridos giraban en círculo con las patas delanteras levantadas y chocaban con los otros. Bastó con aquello. Arrancaron de cuajo las estacas que sujetaban las cuerdas con las que estaban atados, y el grupo de caballos aterrorizados se giró y huyó en la oscuridad.

Romulus gritó de contento. Ahora los escitas no podrían perseguirlos.

—¡Buena idea! —exclamó Brennus.

Satisfecho, Romulus sabía que aquello no se había terminado. Era sólo el comienzo, un buen comienzo.

La cuña enseguida se había internado en el campamento enemigo. A su paso había dejado una carnicería total. Grupos de guerreros yacían en mantas empapadas de sangre, muertos antes incluso de despertarse. Otros tenían heridas en el vientre que tardarían días en causarles la muerte o extremidades con heridas graves que los dejarían totalmente incapacitados. Algunos incluso habían sido pisoteados por sus monturas. Los que habían quedado ilesos permanecían mirando aturdidos a los romanos, incapaces de responder.

Ni un solo legionario había resultado herido o muerto.

Romulus no cabía en sí de orgullo. ¿Qué otros soldados eran capaces de una maniobra tan rápida en la oscuridad? Pero no era el momento de darse palmadas en la espalda. Tenían que avanzar lo máximo posible antes del amanecer, y ver qué les deparaba aquello.

Darius tampoco tenía intenciones de entretenerse. Dedicaron unos instantes a limpiar la sangre de los
pila
con las capas y tomar un sorbo de agua antes de que Darius bramara:

—¡A paso ligero!

Romulus y Brennus se pusieron en marcha seguidos de sus compañeros. Por si los perseguían, por el momento no efectuaron ningún cambio en la cuña. Gracias al brillo de las estrellas, no les resultó difícil seguir la ruta hacia el oeste. Las piedras estaban erosionadas por el paso regular de legionarios, que habían formado una franja ancha y fácilmente reconocible en el paisaje.

Corrieron un buen rato hasta tener la sensación de que los pulmones les iban a estallar.

El cielo empezó a despejarse tras ellos. Cuando por fin salió el sol, fue posible discernir el entorno. Cerca había una lápida de piedra con una inscripción.

Estaban exactamente a tres kilómetros del pequeño fuerte.

Sin los caballos, los escitas no tenían posibilidades de alcanzarlos. Los legionarios romanos eran capaces cié marchar treinta y ocho kilómetros en cinco horas, cargados con todos los pertrechos. Sin el peso de los yugos, probablemente la patrulla alcanzara la seguridad del fuerte principal en menos de cuatro horas.

—¡Alto! —gritó Darius, con el rostro sudado y enrojecido por el esfuerzo. Para ser justo con él, el centurión jefe había seguido el ritmo de sus hombres—. ¡Bajad los escudos! ¡Tomaos un respiro!

Los legionarios sonrieron encantados al recibir esa orden. Todos habían visto la señal con los kilómetros y habían echado cuentas. Se habían ganado un breve descanso. Tal como se les había ordenado, dejaron los
scuta
con gran estrépito. Los soldados mantuvieron la formación en cuña y, jadeando, apoyaron una rodilla en el suelo. Tomaron sorbos de los odres de cuero, de los cascos y de los forros de fieltro que quitaron para secarse el pelo empapado de humedad. En esos momentos, nadie se quejaba del frío.

Romulus hizo una mueca mientras escudriñaba las laderas bajas que los rodeaban.

—¿No estás contento? —preguntó Brennus en voz baja.

—No. —Había grandes llanuras más allá de las cuestas situadas a ambos lados del desfiladero—. Un ejército entero podría estar esperándonos ahí arriba.

La mirada del galo siguió la suya. Él también había hecho muchas patrullas por la zona y conocía todos y cada uno de los pliegues del terreno.

—Enseguida se ensancha —dijo con tono tranquilizador—. Cuando pasemos esta parte, veremos si hay algún enemigo.

—Para eso falta más de un kilómetro y medio —murmuró Romulus.

Se giró para ver dónde estaba Darius. El parto se desplazaba agradablemente por entre los hombres, dedicándoles palabras de ánimo. Los buenos oficiales se caracterizaban por alabar a quienes tenían bajo su mando cuando lo habían hecho bien. Ahora que la subida de adrenalina de la huida había disminuido, Darius parecía despreocupado. La advertencia que Romulus le había hecho el día anterior no había significado nada. En la mente del parto, había tiempo para tomarse un respiro antes de la larga marcha de regreso al fuerte.

Romulus rezó para que su visión hubiera sido equivocada. Pero su instinto hacía sonar una alarma interna.

Era hora de continuar. En vez de la cuña de ataque, los legionarios adoptaron una formación más típica para marchar. Cada centuria tenía seis hombres de ancho y quince de profundidad. Darius se colocó en cabeza, acompañado de su guarda fiel.

El corazón le palpitaba con fuerza en el pecho a medida que avanzaban. No podía evitar mover los ojos de lado a lado. Brennus también iba alerta, pero ninguno de ellos dijo una palabra a nadie.

Los legionarios estaban muy animados después de la huida y, al poco rato, Gordianus comenzó su tonadilla habitual sobre el legionario en el prostíbulo.

Aquello fue demasiado para Romulus, que tenía los nervios a flor de piel. No hacía falta advertir de su presencia a los enemigos que pudieran estar por allí.

—Descansa un poco —sugirió—. Ya la hemos oído cientos de veces.

—¡Cállate, pedazo de mierda! —replicó Novius—. Queremos oír hablar de tu madre.

—¡Y de tus hermanas! —respondió Brennus con la rapidez de un rayo.

Los demás rieron las gracias.

Novius se puso rojo de ira, pero su réplica se perdió en el alboroto que se produjo cuando la formación al completo respondió a la canción de Gordianus.

Romulus apretó la mandíbula de rabia por el insulto. Su madre, humilde esclava doméstica, había hecho todo lo posible por él y Fabiola. Eso había supuesto sufrir los abusos sexuales de Gemellus cada noche durante años, pero Velvinna nunca se había quejado. Fue una tragedia que sus esfuerzos quedaran en nada cuando las deudas del comerciante alcanzaron dimensiones críticas. Vendió a los hermanos mellizos para conseguir dinero y Romulus no había vuelto a saber nada de su madre, lo cual le partía el corazón.

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