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Authors: Bram Stoker

Tags: #Clásico, Fantástico, Terror

Drácula (37 page)

—Sí.

—Esa noche llegamos apenas a tiempo. Otro niñito faltaba de su hogar y lo encontramos, ¡gracias a Dios!, indemne, entre las tumbas. Ayer vine aquí antes de la puesta de sol, ya que al ponerse el sol pueden salir los muertos vivos. Estuve esperando aquí durante toda la noche, hasta que volvió a salir el sol; pero no vi nada. Quizá se deba a que puse en los huecos de todas esas puertas ajos, que los no muertos no pueden soportar, y otras cosas que procuran evitar. Esta mañana quité el ajo y lo demás. Y ahora hemos encontrado este féretro vacío. Pero créanme: hasta ahora hay ya muchas cosas que parecen extrañas; sin embargo, permanezcan conmigo afuera, esperando, sin hacer ruido ni dejarnos ver, y se producirán cosas todavía más extrañas. Por consiguiente —dijo, apagando el débil rayo de luz de la linterna—, salgamos.

Abrió la puerta y salimos todos apresuradamente; el profesor salió al último y, una vez fuera, cerró la puerta. ¡Oh! ¡Qué fresco y puro nos pareció el aire de la noche después de aquellos horribles momentos! Resultaba muy agradable ver las nubes que se desplazaban por el firmamento y la luz de la luna que se filtraba de vez en cuando entre jirones de nubes…, como la alegría y la tristeza de la vida de un hombre. ¡Qué agradable era respirar el aire puro que no tenía aquel desagradable olor de muerte y descomposición! ¡Qué tranquilizador poder ver el resplandor rojizo del cielo, detrás de la colina, y oír a lo lejos el ruido sordo que denuncia la vida de una gran ciudad! Todos, cada quien a su modo, permanecimos graves y llenos de solemnidad. Arthur guardaba todavía obstinado silencio y, según pude colegir, se estaba esforzando por llegar a comprender cuál era el propósito y el significado profundo del misterio. Yo mismo me sentía bastante tranquilo y paciente, e inclinado a rechazar mis dudas y a aceptar las conclusiones de van Helsing. Quincey Morris permanecía flemático, del modo que lo es un hombre que lo acepta todo con sangre fría, exponiéndose valerosamente a todo cuanto pueda suceder.

Como no podía fumar, tomó un puñado bastante voluminoso de tabaco y comenzó a masticarlo. En cuanto a van Helsing, estaba ocupado en algo específico. Sacó de su maletín un objeto que parecía ser un bizcocho semejante a una oblea y que estaba envuelto cuidadosamente en una servilleta blanca; a continuación, saco un buen puñado de una sustancia blancuzca, como masa o pasta. Partió la oblea, desmenuzándola cuidadosamente, y lo revolvió todo con la masa que tenía en las manos. A continuación, cortó estrechas tiras del producto y se dio a la tarea de colocar en todas las grietas y aberturas que separaban la puerta de la pared de la cripta. Me sentí un tanto confuso y, puesto que me encontraba cerca de él, le pregunté qué estaba haciendo. Arthur y Quincey se acercaron también, movidos por la curiosidad. El profesor respondió:

—Estoy cerrando la tumba, para que la muerta viva no pueda entrar.

—¿Va a impedirlo esa sustancia que ha puesto usted ahí?

—Así es.

—¿Qué está usted utilizando?

Esa vez, fue Arthur quien hizo la pregunta.

Con cierta reverencia, van Helsing levantó el ala de su sombrero y respondió:

—La Hostia. La traje de Ámsterdam. Tengo autorización para emplearla aquí.

Era una respuesta que impresionó a todos nosotros, hasta a los más escépticos, y sentimos individualmente que en presencia de un fin tan honrado como el del profesor, que utilizaba en esa labor lo que para él era más sagrado, era imposible desconfiar. En medio de un respetuoso silencio, cada uno de nosotros ocupó el lugar que le había sido asignado, en torno a la tumba; pero ocultos, para que no pudiera vernos ninguna persona que se aproximase. Sentí lástima por los demás, principalmente por Arthur. Yo mismo me había acostumbrado un poco, debido a que ya había hecho otras visitas y había estado en contacto con aquel horror; y aun así, yo, que había rechazado las pruebas hacía aproximadamente una hora, sentía que el corazón me latía con fuerza. Nunca me habían parecido las tumbas tan fantasmagóricamente blancas; nunca los cipreses, los tejos ni los enebros me habían parecido ser, como en aquella ocasión, la encarnación del espíritu de los funerales. Nunca antes los árboles y el césped me habían parecido tan amenazadores. Nunca antes crujían las ramas de manera tan misteriosa, ni el lejano ladrar de los perros envió nunca un presagio tan horrendo en medio de la oscuridad de la noche.

Se produjo un instante de profundo silencio: un vacío casi doloroso. Luego, el profesor ordenó que guardáramos silencio con un siseo. Señaló con la mano y, a lo lejos, entre los tejos, vimos una figura blanca que se acercaba… Una figura blanca y diminuta, que sostenía algo oscuro apretado contra su pecho. La figura se detuvo y, en ese momento, un rayo de la luna se filtró entre las nubes, mostrando claramente a una mujer de cabello oscuro, vestida con la mortaja encerada de la tumba. No alcanzamos a verle el rostro, puesto que lo tenía inclinado sobre lo que después identificamos como un niño de pelo rubio. Se produjo una pausa y, a continuación, un grito agudo, como de un niño en sueños o de un perro acostado cerca del fuego, durmiendo. Nos disponíamos a lanzarnos hacia adelante, pero el profesor levantó una mano, que vimos claramente contra el tejo que le servía de escondrijo, y nos quedamos inmóviles; luego, mientras permanecíamos expectantes, la blanca figura volvió a ponerse en movimiento. Se encontraba ya lo bastante cerca como para que pudiéramos verla claramente, y la luz de la luna daba todavía de lleno sobre ella. Sentí que el corazón se me helaba, y logré oír la exclamación y el sobresalto de Arthur cuando reconocimos claramente las facciones de Lucy Westenra. Era ella. Pero, ¡cómo había cambiado! Su dulzura se había convertido en una crueldad terrible e inhumana, y su pureza en una perversidad voluptuosa. Van Helsing abandonó su escondite y, siguiendo su ejemplo, todos nosotros avanzamos; los cuatro nos encontramos alineados delante de la puerta de la cripta. Van Helsing alzó la linterna y accionó el interruptor, y gracias a la débil luz que cayó sobre el rostro de Lucy, pudimos ver que sus labios estaban rojos, llenos de sangre fresca, y que había resbalado un chorro del líquido por el mentón, manchando la blancura inmaculada de su mortaja.

Nos estremecimos, horrorizados, y me di cuenta, por el temblor convulsivo de la luz, de que incluso los nervios de acero de van Helsing habían flaqueado. Arthur estaba a mi lado, y si no lo hubiera tomado del brazo, para sostenerlo, se hubiera desplomado al suelo.

Cuando Lucy… (llamo Lucy a la cosa que teníamos frente a nosotros, debido a que conservaba su forma) nos vio, retrocedió con un gruñido de rabia, como el de un gato cuando es sorprendido; luego, sus ojos se posaron en nosotros. Eran los ojos de Lucy en forma y color; pero los ojos de Lucy perversos y llenos de fuego infernal, que no los ojos dulces y amables que habíamos conocido. En esos momentos, lo que me quedaba de amor por ella se convirtió en odio y repugnancia; si fuera preciso matarla, lo habría hecho en aquel preciso momento, con un deleite inimaginable. Al mirar, sus ojos brillaban con un resplandor demoníaco, y el rostro se arrugó en una sonrisa voluptuosa.

¡Oh, Dios mío, como me estremecí al ver aquella sonrisa! Con un movimiento descuidado, como una diablesa llena de perversidad, arrojó al suelo al niño que hasta entonces había tenido en los brazos y permaneció gruñendo sobre la criatura, como un perro hambriento al lado de un hueso. El niño gritó con fuerza y se quedó inmóvil, gimiendo. Había en aquel acto una muestra de sangre fría tan monstruosa que Arthur no pudo contener un grito; cuando la forma avanzó hacia él, con los brazos abiertos y una sonrisa de voluptuosidad en los labios, se echó hacia atrás y escondió el rostro en las manos.

No obstante, la figura siguió avanzando, con movimientos suaves y graciosos.

—Ven a mí, Arthur —dijo—. Deja a todos los demás y ven a mí. Mis brazos tienen hambre de ti. Ven, y podremos quedarnos juntos. ¡Ven, esposo mío, ven!

Había algo diabólicamente dulce en el tono de su voz… Algo semejante al ruido producido por el vidrio cuando se golpea que nos impresionó a todos los presentes, aun cuando las palabras no nos habían sido dirigidas. En cuanto a Arthur, parecía estar bajo el influjo de un hechizo; apartó las manos de su rostro y abrió los brazos. Lucy se precipitó hacia ellos; pero van Helsing avanzó, se interpuso entre ambos y sostuvo frente a él un crucifijo de oro. La forma retrocedió ante la cruz y, con un rostro repentinamente descompuesto por la rabia, pasó a su lado, como para entrar en la tumba.

Cuando estaba a treinta o sesenta centímetros de la puerta, sin embargo, se detuvo, como paralizada por alguna fuerza irresistible. Entonces se volvió, y su rostro quedó al descubierto bajo el resplandor de la luna y la luz de la linterna, que ya no temblaba, debido a que van Helsing había recuperado el dominio de sus nervios de acero. Nunca antes había visto tanta maldad en un rostro; y nunca, espero, podrán otros seres mortales volver a verla. Su hermoso color desapareció y el rostro se le puso lívido, sus ojos parecieron lanzar chispas de un fuego infernal, la frente estaba arrugada, como si su carne estuviera formada por las colas de las serpientes de Medusa, y su boca adorable, que entonces estaba manchada de sangre, formó un cuadrado abierto, como en las máscaras teatrales de los griegos y los japoneses. En ese momento vimos un rostro que reflejaba la muerte como ningún otro antes. ¡Si las miradas pudieran matar!

Permaneció así durante medio minuto, que nos pareció una eternidad, entre el crucifijo levantado y los sellos sagrados que había en su puerta de entrada. Van Helsing interrumpió el silencio, preguntándole a Arthur.

—Respóndame, amigo mío: ¿quiere que continúe adelante?

Arthur se dejó caer de rodillas y se cubrió el rostro con las manos, al tiempo que respondía:

—Haga lo que crea conveniente, amigo mío. Haga lo que quiera. No es posible que pueda existir un horror como éste —gimió.

Quincey y yo avanzamos simultáneamente hacia él y lo cogimos por los brazos.

Alcanzamos a oír el chasquido que produjo la linterna al ser apagada. Van Helsing se acercó todavía más a la cripta y comenzó a retirar el sagrado emblema que había colocado en las grietas. Todos observamos, horrorizados y confundidos, cuando el profesor retrocedió, cómo la mujer, con un cuerpo humano tan real en ese momento como el nuestro, pasaba por la grieta donde apenas la hoja de un cuchillo hubiera podido pasar. Todos sentimos un enorme alivio cuando vimos que el profesor volvía a colocar tranquilamente la masa que había retirado en su lugar.

Después de hacerlo, levantó al niño y dijo:

—Vámonos, amigos. No podemos hacer nada más hasta mañana. Hay un funeral al mediodía, de modo que tendremos que volver aquí no mucho después de esa hora. Los amigos del difunto se irán todos antes de las dos, y cuando el sacristán cierre la puerta del cementerio deberemos quedarnos dentro. Entonces tendremos otras cosas que hacer; pero no será nada semejante a lo de esta noche. En cuanto a este pequeño, no está mal herido, y para mañana por la noche se encontrará perfectamente. Debemos dejarlo donde la policía pueda encontrarlo, como la otra noche, y a continuación regresaremos a casa.

Se acercó un poco más a Arthur, y dijo:

—Arthur, amigo mío, ha tenido usted que soportar una prueba muy dura; pero, más tarde, cuando lo recuerde, comprenderá que era necesaria. Está usted lleno de amargura en este momento; pero, mañana a esta hora, ya se habrá consolado, y quiera Dios que haya tenido algún motivo de alegría; por consiguiente, no se desespere demasiado. Hasta entonces no voy a rogarle que me perdone.

Arthur y Quincey regresaron a mi casa, conmigo, y tratamos de consolarnos unos a otros por el camino. Habíamos dejado al niño en lugar seguro y estábamos cansados. Dormimos todos de manera más o menos profunda.

29 de septiembre, en la noche.
Poco antes de las doce, los tres, Arthur, Quincey Morris y yo, fuimos a ver al profesor. Era extraño el notar que, como de común acuerdo, nos habíamos vestido todos de negro. Por supuesto, Arthur iba de negro debido a que llevaba luto riguroso; pero los demás nos vestimos así por instinto. Fuimos al cementerio de la iglesia hacia la una y media, y nos introdujimos en el camposanto, permaneciendo en donde no nos pudieran ver, de tal modo que, cuando los sepultureros hubieron concluido su trabajo, y el sacristán, creyendo que no quedaba nadie en el cementerio, cerró el portón, nos quedamos tranquilos en el interior. Van Helsing, en vez de su portafolios negro, llevaba una funda larga de cuero que parecía contener un bastón de criquet; era obvio que pesaba bastante.

Cuando nos encontramos solos, después de oír los últimos pasos perderse calle arriba, en silencio y como de común acuerdo, seguimos al profesor hacia la cripta. Van Helsing abrió la puerta y entramos, cerrando a nuestras espaldas. Entonces el anciano sacó la linterna, la encendió y también dos velas de cera que, dejando caer unas gotitas, colocó sobre otros féretros, de tal modo que difundían un resplandor que permitía trabajar. Cuando volvió a retirar la tapa del féretro de Lucy, todos miramos, Arthur temblando violentamente, y vimos el cadáver acostado, con toda su belleza póstuma.

Pero no sentía amor en absoluto, solamente repugnancia por el espantoso objeto que había tomado la forma de Lucy, sin su alma. Vi que incluso el rostro de Arthur se endurecía, al observar el cuerpo muerto. En aquel momento, le preguntó a van Helsing:

—¿Es realmente el cuerpo de Lucy, o solamente un demonio que ha tomado su forma?

—Es su cuerpo, y al mismo tiempo no lo es. Pero, espere un poco y volverá a verla como era y es.

El cadáver parecía Lucy vista en medio de una pesadilla, con sus colmillos afilados y la boca voluptuosa manchada de sangre, que lo hacía a uno estremecerse a su sola vista. Tenía un aspecto carnal y vulgar, que parecía una caricatura diabólica de la dulce pereza de Lucy. Van Helsing, con sus movimientos metódicos acostumbrados, comenzó a sacar todos los objetos que contenía la funda de cuero y fue colocándolos a su alrededor, preparados para ser utilizados. Primeramente, sacó un cautín de soldar y una barrita de estaño, y luego, una lamparita de aceite que, al ser encendida en un rincón de la cripta, dejó escapar un gas que ardía, produciendo un calor extremadamente fuerte; luego, sus bisturíes, que colocó cerca de su mano, y después una estaca redonda de madera, de unos seis u ocho centímetros de diámetro y unos noventa centímetros de longitud. Uno de sus extremos había sido endurecido, metiéndolo en el fuego, y la punta había sido afilada cuidadosamente. Junto a la estaca había un martillito, semejante a los que hay en las carboneras, para romper los pedazos demasiado gruesos del mineral. Para mí, las preparaciones llevadas a cabo por un médico para llevar a cabo cualquier tipo de trabajo eran estimulantes y me tranquilizaban; pero todas aquellas manipulaciones llenaron a Quincey y a Arthur de consternación. Sin embargo, ambos lograron controlarse y permanecieron inmóviles y en silencio.

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